La inconfundible arista del Frontón se hace omnipresente durante todo el camino. Aunque lo parezca, el vértice que se observa (1478m) no corresponde a la cúspide (1492m), que se halla algunos cientos de metros detrás, visible en esta toma.
Nos aproximamos al cortijo Capel por su retaguardia
Aquí hacemos un alto en el camino para reponer fuerzas y tomarle unas fotos a Yoda, el hoy retirado y reciclado en senderista intergaláctico del noroeste murciano y limítrofes; ayer sabio matusalén supremo de la galaxia y otros confines del universo.
Y mientras le vamos hincando el diente a una oblea de alfajor, damos un garbeo por algunas estancias del cortijo Capel, utilizadas actualmente como pocilgas, que desprenden un fuerte pestazo a caca de cabra; sorprendiéndonos empero que las cañerías de la vivienda todavía funcionen.
Esto es un espejo intacto pero embadurnado de mugre. No me atreví a comprobar si la imagen reflejada era la mía por si fuera otra y me produjera un fulminante pasmo de miocardio.
Antes de recoger los bártulos, nos tomamos estas fotos la Viky y yo en emplazamiento tan emotivo y que tan bonitos y agotadores recuerdos nos trae.
Aquí mirándome, como diciéndose: ¡por san Roque la que me lleva cayendo en mis quince aperreados años con este dueño..., por dios bendito qué cruz!
Le tomamos unas últimas fotos al cortijo y seguimos la marcha
En lugar del antiguo molino Capel se halla esta moderna construcción, solo accesible visualmente desde mi elevada posición
Bien protegida y dotada de medidas de seguridad, técnicas y perrunas, de presumible fuerza y carga disuasoria contra el potencial malhechor cuatrero.
Del molino Capel nos trasladamos al de Los Tormos o de Enmedio, por una verdadera jungla de vegetación extraordinariamente espesa, casi inexpugnable, que nos lo pone muy difícil. ¡Hay que ver lo que uno es capaz de hacer en pro del reportaje...!
Tuve que darle varias vueltas al derruido molino para ver de poder acercarme y tomarle unas fotos apodícticas de su antigua condición y función. Alambrada y zarzas enmarañadas se interponían con saña en nuestro camino.
¡La virgen santa, no hay mejor aliado para la destrucción que soledad y olvido!
¡Por fin perforamos armadura tan impenetrable!
Viky, fiel a su costumbre e instinto, me sigue de cerca los pasos, por muy complicado y arduo que resulte darlos.
Hoy en día, como se puede comprobar, la mayoría de los molinos de esta parte del río Alhárabe ya son ruina o han desaparecido. O los han transformado, como ya se ha visto. A este mismo le quedan dos paredes, y la trinchera y arco reconocibles por donde entraba el agua al molino que hacía mover la turbina y por ende todo el mecanismo engranado. Al objeto de insuflar un poquito de vida y significado a estas fotos que evocan toneladas de olvido y desamparo, rescatamos de nuevo unos fragmentos del libro de Jesús López que nos habla de la vida, circunstancias y aconteceres alrededor de los molinos y las gentes que con ellos tuvieron que ver.
En los tiempos
antiguos, si hubieran hecho encuestas, los molineros es posible que no hubiesen
escapado bien. Lo dicen las coplas y los romances de ciego, que tanto
circulaban por ahí.
De molinero
cambiarás, pero de ladrón no escaparás.
Esto me pienso que
será por la forma de cobrar. La popular maquila, que consistía en quedarse con
una parte del trigo que se llevaba a moler y cuyo cálculo, al parecer, estaba
algo al margen del sistema de pesos y medidas, al que por aquí no se le hacía
mucho caso en aquellos tiempos.
Yo no creo en eso de
que "el hábito hace al monje" y, como me han contado que había muchos
molineros honrados, pues con eso me quedo.
En el río Alhárabe
había seis molinos en muy poco espacio: la Casa Rueda, Santiago, La Risca, Los
Tormos, molino de Abajo y Picazo. Pasado el Somogil y hasta Moratalla había más
todavía.
Peñón de los Tormos
Hoy se diría que los
molinos eran una industria estratégica y claro que lo era, por eso los
intentaron controlar los gobernantes. Pero se les fue de las manos. A pesar del
cierre, molían por la noche o cuando fuera. Ya se las apañaban los molineros
para manipular los precintos.
A esta parte, venía
gente con trigo de todo el campo y de más allá, de la parte de Mazuza y
Benizar, y del otro extremo, de los Calares de Cucharro, las Casas del Rey, las
Casas de Moya y Hoya Lóbrega. También venían de Archivel a moler y se volvían
por la noche, huyendo de los civiles. Hasta de Caravaca subían por el Pajarejo
y la rambla de Béjar a comprar harina, que luego vendían a lo que podían. La
gente acudía a los molinos más escondidos, como es natural.
Lo que son las cosas,
en esos tiempos de prohibiciones los molinos tuvieron mucha vida. Sin embargo,
luego entraron en decadencia y hoy ya no funciona ninguno. Hasta hace poco
molía alguno, que aún conserva intacta la maquinaria. Tal sucede con el molino
de La Risca que Juan, su actual dueño, te enseña amablemente.
Casa de los molineros, aledaña al molino de los Tormos.
Secundino y Genaro en
el mes de octubre del cuarenta y uno saltaron el Puerto de la Tía Lucía con una
buena carga de esparto para intentar cambiarlo a trigo y esquivar el hambre
como fuera. El esparto se lo gobernaron de forma clandestina, como
explicaremos, porque no había otro remedio.
Un pariente de
Genoveva les dejó un trozo de riego y pudieron sacar patatas, tomates,
calabazas y algo de panizo para las gallinas, pero trigo no tenían y Secundino
había oído que por esa parte del Campo de San Juan la cosecha no había sido
mala. Había que combatir el hambre como fuera.
Hacía algún tiempo
que no había ido por allí, pero, la verdad, Secundino tenía buenos amigos en
aquellos campos. Los molineros estaban acumulando un poco de trigo de las
maquilas, que ocultaban en los sitios más inverosímiles. Por mucho que el
gobierno se empecinase en ese control estricto de la economía, no evitó ni la
producción clandestina, ni la corrupción que se asoció a la misma, ni, lo que
es peor, la pobreza y el hambre.
Había miedo a la
Guardia Civil y a los tíos de la Fiscalía, pero, al final, a todo se acostumbra
uno y siempre había algún arreglo por ahí que se podía hacer. Como ya hemos
dicho, los molinos trabajaban de noche y luego lo apañaban todo para que diese
la impresión de que allí no se molía.
En los cortijos
también había trigo, pero de la misma condición y circunstancia. Por pequeño
que fuera el cortijo, los civiles iban, fijo que iban. Por ello, para conseguir
comprar o cambiar algo había que andarse con mucha cautela y artimañas. Así que
el viaje de nuestros arrieros era doblemente complicado. El esparto,
clandestino, y el trigo y la harina escondidos en los molinos y los cortijos.
Además, competían con
otros arrieros por el tipo de mercancía que llevaban. Es verdad que los
arrieros no tenían unas coberturas exclusivas para su comercio y se movían de
acuerdo a su iniciativa, pero más o menos se respetaban.
Secundino sabía muy
bien que en ese Campo de San Juan y alrededores no se cría el esparto y que la
gente lo tenía que comprar, por eso pensó en ir allí. Tradicionalmente subían
arrieros, algunos buenos amigos de Secundino, con cargas de esparto de la parte
de Tazona, Socovos y de los cerros que hay alrededor de Letur, por debajo de la
Fuente de la Sabina, que se cría un esparto muy bueno. Pero, aquel año, el
trigo estaba en esa vecindad y eso lo sabía bien Secundino. Así que había que
buscarse las mañas para conseguirlo, aunque fuese en terreno de otros.
Para obtener el
esparto Secundino y sus hijos tuvieron que pasar lo suyo. De buena mañana y al
anochecer, Secundino, Genaro y Ramiro, el mayor de los otros dos hermanos que quedaban
en la casa, se estuvieron aventurando durante tres jornadas por los sitios en
los que cogían el esparto los clandestinos. Un día fueron al Bebedor, por unas
lomas que hay antes de la rambla de las Buitreras y los otros dos días se
metieron por la Cruz del Puerto al Campillo de Abajo y a la Casa del Tío
Moreno, apartándose lo que podían de las cuadrillas de gente que trabajaban
para las romanas "legales" de los factores, que cogían a hucha, que
es como ir a surco. O sea, tú vas por tu tajo y no te puedes salir, te toque lo
que te toque. En las grandes fincas iban a veces cien jornaleros cogiendo
esparto de esa manera.
En el Bebedor, a
punto estuvo de suceder un percance serio. Ramiro le echó el ojo a una atocha
muy hermosa que tenía delante. Se acercó para arrancar el esparto y cuando puso
el pie notó que las arenas estaban como tiernas. Cuando fue a echar mano al
esparto, el pie se le coló hasta la rodilla en un agujero. Menos mal que se
pudo agarrar a la atocha, porque el agujero se metía a las entrañas de la
tierra. Era una sima que se había abierto en la orilla de la rambla.
Por la tarde-noche
escondían el esparto junto con los cogiores
en unos oquedales que tapaban con tallo.
Había que tener valor
para tirarse al monte a arrancar esparto clandestino porque los propietarios lo
tenían muy bien controlado. Pero el menudeo se dio, tanto para vender a romanas
clandestinas, como a los cortijos en cuyas sierras no se criaba. Los montes de
alrededor de Archivel y del campo de Caravaca, en los que el esparto es
abundante, constituían un buen negocio en la postguerra para sus propietarios y
para los que les compraban la producción cada año. Dicen que los que tenían
montes con mucho esparto sacaron, en aquellos tiempos, para comprarse fincas.
No sé si exageran, pero incluso hablan de un paisano que sacó seiscientas mil
pesetas en un año con el esparto.
Muy distinto era para
los jornaleros. Para sacar un jornal que les librase del hambre tenían que
coger, en un penoso día de trabajo, catorce o quince arrobas, que se pagaban a
dos pesetas. Algunos hombres bien curtidos en el oficio llegaban a coger más de
veinte arrobas, pero para eso tenía que haber esparto a tajo parejo. Así que,
razones había para aventurarse a coger de forma clandestina y llevarlo a unas romanas
que lo tomaban bastante más caro.
Los dueños de las
fincas vendían a los intermediarios el esparto de un año por un tanto. Éstos
disponían, en distintos lugares, a sus factores con romanas, a las que los
jornaleros tenían que llevar las cargas de esparto. Para vigilar a los
clandestinos había guardas rurales, contratados por los dueños, pero que iban
armados. En todo caso, según la circunstancia, avisaban a la Guardia Civil. El
esparto que producían grandes fincas como El Tornajuelo, Las Aguzaderas,
Pulpite o El Campillo, iba para Cieza o Calasparra, donde había auténticas
industrias esparteras.
Secundino y Genaro salieron solos esa mañana del mes de octubre con la burra y la mula. Empezaron a cargar, antes de salir el sol, el esparto que habían ocultado en una endija dentro del barranco del Noguerón, en la solana de Mojantes. Allí llenaron dos arpiles, de siete arrobas cada uno, para cargar la mula. Iba la pobre mula vencía de tanto peso, pero Secundino esperaba ir descargándola pronto. Todavía de noche dieron la vuelta y se metieron por Los Cerricos, pero echaron por un camino que sale más allá del Cerro de Fuentes, por encima de Archivel, esquivando el cuartel de la Guardia Civil. Al pintar el día ya estaban subiendo por la Casilla del Paletón. Un poco más adelante, a la derecha, habían escondido la otra carga de esparto, hecho manojos.
Como no querían pasar
por donde pudiesen andar los civiles, enseguida que brincaron el Puerto de la
Tía Lucía se metieron por la orilla de la carretera, siguiendo junto al cauce
de la rambla de las Pollás, hasta las Casas de Aledo. De allí, enseguida se
sale por la Casa Letrao a San Juan, donde está la ermita. Un poco más abajo ya
había dos molinos pequeños, el de Santiago y el de la Casa Rueda.
La mañana era fresca
y el terreno estaba calado, porque el mes de septiembre había traído abundantes
lluvias a una zona al parecer amplia del Sureste de España, tal y como cuentan
los periódicos y los datos que hay. En Caravaca cayeron en ese mes ochenta
litros por metro cuadrado de lluvia.
El diario
"Línea" de Murcia, de 26 de septiembre de 1941, dice que "tan
fuerte y tan pronto ha llovido en casi todas las zonas de la región murciana
que fue preciso adelantar las operaciones de siembra... Esta persistencia del
vientecillo tormentoso, con la descarga de frecuentes e intensas lluvias...nos
da la ilusión de vivir en países norteños".
El camino lo hicieron
bien y cerca del mediodía ya estaban a las puertas del caserío de San Juan. Al
entrar en él, con las bestias cargadas hasta los topes, las mujeres que estaban
trajinando en la calle se quedaron mirando fijas, como solía pasar. Ellos
saludaron, como manda la buena educación en esos campos y siguieron hacia abajo
en busca de los molinos.
Esos molinos ya no
están, pero en aquellos tiempos estaban. Del molino de Santiago apenas queda
nada y el de la Casa Rueda lo ocuparon con un embalse que han hecho un poco más
arriba de La Risca, que no sé para qué vale, porque no lo llenan nunca. Las
expropiaciones sí las hicieron, pero el embalse no embalsa. Ellos sabrán.
Prudencio, que le pone oído a todo, dice:
- El embalse está mal
hecho. No lo llenan, vaya y reviente la presa.
- Yo creo que no lo
pueden llenar porque es para prevenir avenidas y si lo llenan hay que devolver
las perras a Europa.
- Pues vaya manera de
tirar el dinero, joder.
En los dos molinos
hicieron trato, pero como llevaban las bestias cargadas dejaban apuntada la
cuenta para luego recoger el trigo a la vuelta.
A tiro de piedra
queda La Risca, que estaba bastante animada entonces. Cuando llegaron era media
tarde y a la aldea entraba gente procedente del monte. Traían cargas de leña.
Pero en esos días de
octubre, cuando el otoño entra lluvioso, las tierras pardas de las umbrías se
muestran agradecidas y tiran setas de varias clases. Allí solo se cogen las
setas de cardo, que salen cerca de donde hay bancales y, sobre todo, los
guíscanos, que se crían en las umbrías, aunque hay que conocer las manchas. Los
guíscanos, los hagas como los hagas, están buenos. A Genaro se le hizo la boca
agua cuando vio llegar a un parroquiano con un cesto lleno hasta arriba.
También, algunos piujaleros de La Risca venían de sembrar
unos trozos de centeno y trigo candeal. Otra cosa no se sembraba todavía,
aunque los periódicos de Murcia lo dijeran. Claro, que las tierras cálidas de
Murcia y alrededores nada tienen que ver con estas sierras.
Es verdad que las
cosas estaban mal en todos sitios, pero en los pueblos, cuanto más grandes,
peor, mientras en las aldeas pequeñas y los cortijos, a la supervivencia, como
era hábito, se llegaba. En los pueblos, las colas para conseguir la ración eran
cada vez más largas. Hasta se dice que, a veces, cortaban la distribución de alimentos
antes de terminar la cola. Y eso que lo que daban era miseria. El pan lo
adulteraban los que gobernaban aquello, porque trigo no llevaba casi nunca. El
de cebada aún se podía comer, incluso el de panizo al principio, pero ese año
no había quien le hincara el diente. Dicen que molían la panocha entera, con el
zuro incluido. El pan te raspeaba en el galillo y además parecía madera. Pan de
serrín, le decían. También cuentan que, hasta con las lentejas, hacían harina.
Hacías migas con harina de lentejas y salían negras. Por la noche, se iban los
zagales a la cama, con un mendrugo de pan de aquel, mojado en un aguachirles de
café-malta, y el estómago haciendo ruido.
En La Risca hay
cuatro o cinco callejuelas, que se apegan a una era de trillar, que usaban los
vecinos por turno. Normalmente se organizaban bien los vecinos para el uso de
la era, pero como eran muchos y cada cual tenía poco para trillar, también hubo
sus cosas alguna vez, con las horcas de madera y otros objetos contundentes.
Por las callejuelas y
en la era había bastantes críos a la hora que llegaron, jugando al burro y
tirando piedras por ahí. En La Risca había muchos críos, por lo menos cuarenta
o cincuenta, porque entonces las mujeres parían siete u ocho cada una.
Estaba por ahí el barbero de las Casas de Aledo, arreglando a algunos vecinos. El hombre, además, tenía una miaja novia en La Risca y los zagales lo tenían enfilado. Le hacían alguna que otra judiá. Ese día, había atado la burra a una reja y a la perrucha que le acompañaba la dejó suelta por ahí. La perrucha le ladraba con hostilidad a los críos, que se arremolinaron por allí.
Secundino apartó sus bestias, vaya y se espantaran con los críos, que no parecían muy de fiar.
Bueno, pues cogieron a la perruja del barbero y le ataron unas hojalatas en el rabo. El animal se lio a pegar brincos y a formar ruido con las hojalatas. La burra del barbero, al ver el apuro de la perrucha, pegó un tirón y soltó el ramal de la reja. Como el animalujo seguía pegando corcovos por allí, la burra se espantó y salió pitando para abajo, desbocada, unos quinientos metros, a donde está el molino. Con tan mala suerte que se cayó a la acequia del molino, que es bastante honda y allí se quedó atrapada. Los zagales eran revoltosos, pero al barbero le temían, entre otras cosas porque era cazador y llevaba siempre la escopeta encima. Así que, subieron corriendo a la aldea a contar a otros muchachos algo más mayores lo que había pasado. El barbero ya había terminado su tarea y estaba hablando con la novia.
- Cristóbal -que así se llamaba el barbero- la burra se ha espantao y está en la acequia del molino.
Salió hacia abajo con la mosca en la oreja a ver lo que había pasado. Cuando vio la burra allí dentro de la acequia y la perrilla con las hojalatas en el rabo se puso que se lo llevaban los demonios. Cogió la escopeta y tiró para la era de trillar. Al verlo llegar, los críos desaparecieron de momento.
Empezó a pegar berríos por allí.
- ¡Estos zagales están sin criar!
Secundino y algunos hombres intervinieron para calmarlo.
- Hombre, que es cosa de zagales.
- Me cago en los zagales de Belén. Veremos a ver lo que pasa con la burra.
Por fuerza quería que salieran los que le habían puesto las hojalatas a la perra, para darles un escarmiento. Pero claro, eso iba a ser imposible.
Vamos a ver si sacamos la burra y luego ya veremos, hombre.
El molino de Juan o de la Risca
Se fueron al molino
seis o siete hombres. La acequia en ese momento estaba vacía, como es natural,
porque el molino estaba parado. Como era bastante honda, la burra no salía de allí
de ninguna manera.
Las burras son
animales bastante nobles y son listas, según se mire. Si les enseñas a hacer un
recorrido, no tengas cuidado que ellas van a donde pertenece, por lejos que
esté. Una buena burra o una mula la enfilas a la besana y traza recta. Por lo
que sea, tienen ese instinto. Además, si están bien alimentadas, puesto que
ellas necesitan sus piensos cuando corresponda, trabajan sin cansarse. Bueno,
sin cansarse no sé, pero no paran de trabajar. Incluso para comer son
disciplinadas. Si vas a una uncía, tomando un buen pienso antes de empezar a
labrar, ya es bastante, pero si vas a dos uncías, ya tienes que darles un
pienso entre medias.
Lo malo es si la cosa
se tuerce. Si el animal se mete en un sitio y no ve salida, empieza a sejar y a
dar cabezazos y no hay quien lo gobierne. Se encabezona en hacer una cosa y no
hay manera de cambiarle el giro.
Y eso es lo que pasó.
Con el jaleo, estaba ya atardeciendo. Probaban a tirar del ramal de un sitio
para otro y la bestia venga a sejar. Los zagales estaban por ahí en los
bancales, mirando y advirtiendo a los dos culpables de la que se les venía
encima, si no sacaban la burra. Porque era ya casi de noche. Es capaz a que si
no la sacaban se podía morir allí en la acequia. Es que, aunque parezca
mentira, las bestias se mueren fácil. Empiezan a temblar y se mueren.
Al final atinaron, a
sugerencia de Secundino, que tenía ya mucho mundo, a echar en la acequia una
gaveta de paja con una estera encima, que le hizo como de rampa a la burra y,
siendo casi noche, la pudieron sacar.
A todo esto, los
arrieros en la aldea hicieron algo de menudeo con el esparto. Pero trigo, lo
que es trigo, no pudieron tratar casi ninguno, porque en La Risca también había
bastante necesidad y gastaban pan de cebada y hasta de centeno. Ahora, al molinero
sí le dejaron un par de arrobas de esparto, que necesitaba para picar. En esa
parte del campo les gustaba comprar el esparto sin cocer, porque en eso no
había engaño. El que subían de Tazona y por ahí, a veces era ya cocido y
picado, lo cual no siempre estaba hecho a gusto de los cortijeros, porque el
esparto, si no se deja un mes en la balsa, no sale bueno para picarlo.
Allí en el molino,
con el bramar suave y continuo del agua del río, pasaron la noche Secundino y
Genaro. Descargaron los animales, que se quedaron en la gloria sin el peso y
durmieron en un cuarto que les dejaron, con unas almaraquejas sobre unos catres
que no estaban nada mal. Eran de esos enguitaos, pero no tenían piojos, con lo
cual ya era bastante.
A su edad Genaro
dormía como un lirón, pero Secundino se despertaba muchas veces. Cada vez que
abría el ojo escuchaba el trajín del agua entrar al cárcavo del molino y de la
piedra moler. Y pensaba, menos mal que han sacado a la burra de la acequia.
Luego se le metía en la cabeza la copla:
Al pie del molino me
puse a considerar / las vueltas que da una piedra y las que tiene que dar.
Y se volvía a dormir.
Por la mañana
probaron las migas del molinero. No habían catado otras como esas desde hacía
tiempo y, contentos, tomaron el camino de La Risca de Abajo.
Junto al cauce del
río no se puede caminar porque está lleno de maleza y de chopos negros del
terreno, de un cuerpo de recios. En otros sitios han puesto chopos de esos
canadienses, que no son lo mismo. Crecen más rápido, pero no da el mismo gusto
de verlos que los chopos de toda la vida.
Muy cerca va el
camino que baja hasta Capel. Por ahí echaron nuestros arrieros, ya que
enseguida hay otro molino, conocido por diferentes nombres, aunque mayormente
se le nombra como de Enmedio, el de Emilio o el de Los Tormos, que es el
cortijo que hay monte arriba, debajo de unas peñas, donde ahora hay unos
ingleses.
La finca de los
Tormos se extiende por la ladera, lindando con la de La Risca de Abajo. El
molino de los Tormos está en el propio río, ahora medio en ruinas, aunque a la
casa del molinero le han hecho unos arreglos. Me han dicho que lo compraron
unos de Murcia y trajinan algo por allí. Un día subía yo por ese camino arriba
y me preguntaron dos hombres de Cartagena, pero yo no entendí bien qué querían
saber. Les deseé buen día y seguí camino.
Pues Secundino y
Genaro bajaban por el camino tranquilamente cuando presenciaron un suceso
bastante inaudito. Una escena de esas que te cuesta trabajo creer lo que estás
viendo. Iban un montón de gitanos corriendo por esos montes en porreta viva.
Desnudicos, como Dios los echó al mundo. Gitanas y gitanos. Grandes y mayores.
Corrían y lloraban de manera desesperada.
Ya nos contará Prudencio la anécdota de los gitanos y otras experiencias en el siguiente capítulo que transcurrirá por Salchite, que ya va siendo hora de dar por finiquitado este, que nos ha salido más extenso de la cuenta. Así que, damos por concluida la parte de nuestro relato que transita por las inmediaciones del curso del río Alhárabe. En las próximas entradas nos quedaremos muy cerca de lo ya recorrido, esto es, dos incursiones por la sierra de los Calares de la Capilla, que hice la primera vez en solitario y la segunda con mi amigo Pedro y Viky, y en las siguientes excursiones, nos daremos una prolífica vuelta por la sierra del Frontón donde, cágate lorito, nos volvimos a tropezar, con nuevos ejemplares de dinosaurios, producto como ustedes recordarán, de la clonación genética que desde hace algún tiempo, el doctor Parreño viene desarrollando y exportando desde su cuartel general en Burete hacia otras sierras de nuestra provincia y limítrofes. Que dios nos pille confesados porque los caminantes blancos y dragones del Juego de Tronos, se quedan en simples inofensivas mascotas, comparados con estos mastodontes del jurásico que proliferan en nuestros montes como malditos roedores.
¡HASTA LA PRÓXIMA AMIGOS!
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