25 febrero 2022

PEÑAS BLANCAS (por el cordal de la Cárcel) II y Final

Seguimos cumbreando por las sinuosidades del cordal, cuyos constantes toboganes van minando nuestras fuerzas sin apenas darnos cuenta. Sin embargo, a partir de aquí, parece que el terreno se presenta más asequible y alentador, progresando con rapidez y sin demasiado esfuerzo.
Allá abajo se distingue el camino por el que más tarde regresaremos, que atraviesa unos campos de indefinible belleza, resaltada estos días (principios de febrero) por la floración de unos almendrales que tiñen de color blanco el solitario paisaje. 
  
Aproveché el encuentro de una variedad exclusiva de aliaga que crece por aquí, para en combinación, tomarle unas fotos a aquella majada, bien mimetizada con el paisaje.
A estos bonitos arbustos, mejor ni acercarse porque arañan más que las zarzas.
Cabezo Negro (475m) y Sierra de la Muela (551m)
El bucólico paraje de Melé. Remanso de paz y silencio.
Alcanzando a distinguir la inconfundible silueta del cerro Roldán (494m). Igual nos damos una vuelta un día de estos, si es que no se halla restringido su acceso.
Nos hemos desviado del itinerario previsto unos cientos de metros a nuestra mano derecha  y encaramado a la morra de las Tetas porque desde esta antecima, hallamos el mejor punto de observación hacia Peñas Blancas. De ahí mi frustración, porque llevaba idea de capturar esta soberbia imagen con mi propia cámara. Pero mi gozo en un pozo.
La fotografía es del blog de Malpaso, al que conocí, años ha, de forma casual, en los Cuchillos de la Lavia. Mi intención, aparte de emular esta excelente panorámica, era comprobar si desde la cima de Peñas Blancas, se puede divisar La Manga, como así lo manifiesta Malpaso en su blog. Resultaba evidente, que con esta insuficiente visibilidad, no me era posible verificarlo. A otra vez será.
Enfocando hacia El Cañar. Y pretendía yo, iluso de mí, empalmar la bajada del embudo con la de las Lomas de las Carrascas, para luego volver a subir...¡ay la virgen, qué infeliz!
El macizo de Peñas Blancas es de los parajes más destacados y codiciados de la bella geografía cartagenera. La alargada prominencia, separa la cuenca del Mar Menor con la de Mazarrón. Con sus 625 metros de altura sobre el nivel del mar, constituye la cota más elevada del municipio de Cartagena. La visión de estas verticales paredes, desde mi punto de observación, resulta imponente, monumental, magnífica. No me extraña que acudan senderistas y escaladores de toda la geografía nacional y allende otras latitudes para conquistar tan fotogénica cima y soberbio muro. No es El Capitán, del parque Yosemite, sino El Tajo de Peñas Blancas, otra maravilla en sí misma, de nuestra hermosa orografía murciana.     
Breve postureo que la ocasión demanda y continuamos la marcha. Ahora sí que el vértice lo tenemos a tiro de piedra.
Atisbándose al fondo las poblaciones de Puerto de Mazarrón e Isla Plana, comprendidas dentro del Golfo de Mazarrón, entre los cabos Cope y Tiñoso.
El verdeante valle de El Cañar
Tras los preciosos minutos de contemplación y postureo que hemos permanecido en lugar tan extraordinario, descendemos unos metros, para recuperar el sendero que antes llevábamos hacia el suroeste. Superamos breve aunque empinada canal y alcanzamos por fin la cumbre de Peñas Blancas, representada por el simbólico vértice geodésico, situado al borde del abismo. 
Al toparme con el colorido tubo, la primera impresión que recibo es que se trata de la ikurriña, (falta de aire y de oxigenación del cerebro) pero una observación más exhaustiva me permite apreciar que a esta le falta el aspa verde, típica de aquella bandera. Mi duda surgía porque no recordaba haberme encontrado tan vivo colorido del vértice en mi anterior visita al techo de Cartagena. 
En efecto, la abreviatura y una indagación posterior, me llevan a descubrir que se trata de la bandera marítima de Cartagena.
Tengo pensado yantarme en el refugio, un bocata de fiambres con una manzana que llevo en la mochila, mientras dejo reflejada la impronta de mi excursión, en el libro de visitas, de manera que, dado que el horizonte se presenta nebuloso, tomo estas fotos de corrido y me encamino hacia el referido albergue, que se encuentra unos metros por debajo del vértice. 

De camino al refugio, observo a estos guiris disfrutando del paisaje cartagenero. Creo que no se han percatado todavía de mi presencia. Se les percibe muy concentrados en su sesión fotográfica, aunque seguro que no tanto como yo con la mía.
En esta ocasión, me encuentro el refugio, cerrado a cal y canto y perfectamente limpio (barrido) y ordenado, aunque en sendas libretas que hacen de libro de visitas, no queda espacio para escribir nada. Me encuentro el hermoso gesto y testimonio, de este héroe anónimo (situación en la que cualquiera nos podemos encontrar de un día para otro) que me conmueve y emociona. ¡A saber la de dramáticas historias personales que cada ser humano experimenta y sufre a lo largo de su vida! Ruido de voces me hacen salir de mi ensimismamiento. Súbditos británicos vienen hacia el refugio. Al abrir el ventano, les sorprende mi presencia y tras acertar a proferir un espontáneo ¡Hello!, les respondo con un ¡Hola! y se desvían in extremis hacia el vértice. Ya no me quedo a gusto porque sé que aguardarán a que yo me marche para visitar la guarida de piedra.  
Me lo pienso mejor y como siento cierta ansiedad por quitarme cuanto antes, el marrón del embudo de encima, decido continuar y posponer el bocadillo para cuando enfile el camino que evoluciona por la rambla del Horno Ciego. 
Vuelvo a colocar la fotografía de donde la tomé prestada. Procuro dejarlo todo tal y como me lo había encontrado y reemprendo la marcha.
Enfrentarme visualmente a la abrupta orografía del embudo, su intuida verticalidad, con el pórtico e imponente peñasco piramidal enfrente, me producen escalofríos. En momentos de inquietud así, es mejor meterse en faena cuanto antes, a ver si el morlaco es tan fiero como lo pintan. Pero despacico y buena letra. Reconocida la muletilla, algo recalcitrante del ¡ay la virgen!, en que incurro más de lo debido, llevo idea de adjuntar hacia el final de esta segunda parte de mi crónica, testimonio en vídeo de mi pequeña odisea. El terreno de bajada se presenta algo deslizante, por la humedad reinante, y el que suscribe, no puede por menos de confesar que sobre todo al principio del descenso, le temblaban un poco las piernas. Menos mal que existe tan exuberante vegetación y asideros rocosos donde afianzarse, que facilitan la bajada sobremanera. Asimismo, evolucionas tan encajonado que nunca se experimenta una sensación real de verticalidad. Mi preocupación inicial fue el temor al resbalón y hacerme daño, que conforme iba avanzando se fue disipando. Una bajada muy disfrutona, sin duda, pero en la que hay que llevar especial precaución por lo deslizante y vertiginoso de algunos de sus tramos.
Vaya desde este humilde rincón, mi mayor respeto y admiración, y deseo de pronta y definitiva recuperación para la persona que fue capaz de subir descalzo por el embudo de Peñas Blancas, como ofrenda y sacrificio que un día hiciera para curación de ella misma y su amigo. Mis mejores vibraciones y deseos proclamo, en este momento y lugar. Igual le llegan, ¿quién lo sabe...?
La aislada aguja rocosa de aspecto piramidal, vista desde su retaguardia. Por este sombrío pasillo, se puede acceder a la altiplanicie donde se ubica el vértice y refugio de Peñas Blancas, de la forma más rápida y directa posible. Y también emprender la retirada del referido enclave, embudo abajo, como hemos hecho nosotros.
Tramo de nuestro recorrido de lo más espectacular, que nos permite posicionarnos justo al pie de este colosal murallón rocoso, y con un poco de suerte, contemplar las evoluciones de esos audaces escaladores que desafían la verticalidad de sus blanquinosas paredes calizas. He leído por alguna parte que se puede escalar la pared por las innumerables vías que existen abiertas en ella, desde los 60 hasta 180 metros y entre 5A y 8A+ de dificultad, que desde mi reciente aventura por el Almorchón, todas estas peculiaridades de la escalada me resultan más familiares.
Una vez dejamos atrás los tramos más verticales ergo deslizantes, nos podemos relajar y recrear en este entorno grandioso que corta la respiración. El apabullante murallón rocoso nos parece que se cierne todavía más sobre nosotros.
Es que, ¡tela marinera por donde hemos bajado...!
He dado en la red con una leyenda referida a Peñas Blancas, que me tomo la licencia de fusilar, por si alguien sintiera la curiosidad de conocerla: "Cuentan que en aquellos tiempos de privaciones vivía en Tallante un párroco con su sobrina, a la que llamaban Mariluz. Era ésta una mocita joven, recién rebasada la pubertad, que se abría a la vida hermosa y dulce como las flores de marvarisco. Tan celoso estaba el párroco de su belleza y de los mozos que acudían a cortejarla atraídos por el delicado aroma de su lozanía, que no permitía a su sobrina ni pisar la calle salvo para ir a escuchar misa.
Así que Mariluz veía girar el mundo de lejos, a veces desde su ventana, otras desde el primer banco de la iglesia donde su tío oficiaba el servicio cada día. Y mientras, ella rezaba, rezaba mucho pidiendo un amor que la librase de esa suerte.
Sucedió que en ese pueblo vivía también José Juan, un mozo despierto y de buen corazón que hacía los recados del tendero y llevaba a casa del señor párroco legumbres y huevos cada semana. Como de las cuentas de la cocina se encargaba la sobrina, y no conocía la chica más varón con el que cruzar palabra, pasó lo que tenía que pasar y acabó haciendo amistad con el mozuelo o, más bien, prendándose de él. Surgió el romance casto que se avivaba cada noche cuando, bajo la luna y a espaldas del señor cura, José Juan la rondaba al otro lado de la reja de su ventana.
En esto llegó el tiempo de la romería del Cañar, allá por el mes de enero, y salió en procesión la Virgen acompañada del pueblo entero y de los peregrinos de la región. Entre tanta multitud nadie reparaba en que José Juan caminaba muy cerca de la sobrina del cura. Ambos jóvenes se quedaron rezagados al final del grupo, lejos de la atención del atareado párroco, que sólo tenía ojos para los continuos traspiés de los portadores de la Virgen de la Luz, que ese año parecían más torpes que nunca.
Así, llegando a la Rambla del Cañar, y amparados por la distracción de la buena Virgen, los enamorados escaparon sin ser vistos, alcanzaron el borde de las paredes de Peñas Blancas y al caer la tarde enfilaron hacia un refugio de pastores donde pretendían pasar la noche.
Ya se creían a salvo los jóvenes enamorados cuando sonaron los primeros disparos al aire. Comandados por el agraviado cura, un grupo de lugareños armados de trabucos intentaban dar caza y escarmiento al ultrajador y rescatar a la mancillada. José Juan huyó con Mariluz a salto de mata, seguro de encontrar un buen escondite en alguna de las galerías horadadas por las recientes explotaciones mineras. Cuando el grupo les dio alcance, ya bordeaban los altos de las minas de hierro y sólo una figura se recortaba en el atardecer. El cura, loco de rabia y celos al distinguir la silueta del mozo raptor, agarró el trabuco cargado de uno de los vecinos y disparó. Más que a José Juan debió acertar a las piedras que lo sustentaban, pues cayó el joven despeñado con un gran estruendo de rocas, que abrieron un gran boquete en una de las galerías y sepultaron su cuerpo bajo el desprendimiento.
De Mariluz nunca más se supo. Con la salida del sol, después de buscarla toda la noche inútilmente por las distintas galerías, los lugareños descubrieron espantados una nueva forma en la roca, allí donde José Juan había sido sepultado: una figura de mujer, moza de senos turgentes y expresión triste, aparecía recortada en bajorrelieve sobre la pared vertical que hacía de lápida a la tumba de su amado.
Cuentan que el párroco enloqueció y terminó sus días perdido en aquellos montes, desafiando los cortados verticales de caliza de las Peñas Blancas y llorando a su sobrina por las galerías abandonadas de las minas de hierro.
Y cuentan también que su alma condenada sigue penando por aquellos parajes, vigilando a la doncella que vive en la roca y dispuesto, trabuco en mano, a despeñar a cualquiera que ose tocarla."
Ya vamos caminando por la senda de los Mineros, que como se recordará, presenta deterioro en algún que otro tramo, pero lo más comprometido, ya ha pasado. Ahora toca relajarse y seguir disfrutando con las sensaciones que nos va dejando esta emocionante ruta. Hace un rato, estuve allá en lo alto, observando el panorama y tomado unas fotos desde la morra de las Tetas. Desde aquí he creído distinguir la existencia de un sendero, mucho menos escarpado que el del embudo. Ignoro si será practicable.  
Las Tetas, norte y Sur
En el bellísimo entorno del Collado del Labajo, se erigen los desafiantes contrafuertes de Peñas Blancas, creando un escenario pétreo de aspecto imponente.
El Cordal de la Cárcel, por donde hemos ido evolucionando hasta alcanzar Peñas Blancas. Por aquí, creo recordar que me detuve a beber agua y prepararme el bocata para irle hincando el diente mientras caminaba. Las piernas ya las tenía exangües, y necesitaba recuperar fuerzas porque el conocido alpargatazo que tenía por delante hasta alcanzar el coche, me producía algo de tedio.  
Voy caminando por una rambla que en algunos lugares la refieren con el topónimo del Horno Ciego, y en otros, por el de Jarales. Es la confusión toponímica habitual, según se trate de unos autores u otros, de una cartografía antigua u otra moderna, según te la indique un lugareño o un senderista ilustrado que pasaba por aquí. Vamos, lo de siempre que sucede en otros lares.
Los bancales de almendros van sucediéndose en las laderas del Cabezo Calderón, intercalándose con algunos grupos de pino carrasco. Si no fuera por la fatiga que ya comienza a hacer mella, estaría disfrutando del paseo, pero el cordal de la Cárcel, me ha dejado el chasis para el arrastre. Pero palos con gusto no pican. A seguir haciendo camino, sin prisa pero sin pausa.
Durante la caminata por la rambla del Horno Ciego me tropecé con este magnífico ejemplar de aliaga. Me pareció insólita una floración tan prematura, dado que en el noroeste, que se cría este arbusto a mansalva, comienza a amarillear y alcanzar su mayor esplendor entre los meses de marzo y abril, cuando la planta ya barrunta el calor de la primavera, por ello me pareció extraño ver una aliaga tan precoz. 
Le pregunté por el asunto a San Google, el santo que ampara a los legos y a instancias de él, pude saber:

Habitat y distribución
Planta del Mediterráneo occidental, que se distribuye por el sur de Francia, Península Ibérica y puntualmente en el norte de África (contadas localidades de Marruecos). En la Región de Murcia se conoce de la mitad norte, común en la comarca del Noroeste. elemento de la vegetación de los de matorrales, ribazos de cultivo y orlas de bosque del interior de la Región, que además coloniza pronto los cultivos muchos años en barbecho.

Observaciones
La floración de la aliaga es muy explosiva, a finales de abril los matorrales de Moratalla y Caravaca se tiñen de amarillo, coincidiendo con el comienzo de la máxima actividad de los insectos, pasados ya los días fríos, habituales y muy continuos desde el principio del año: las aliagas en flor son signo inequívoco de la llegada del buen tiempo. El híbrido de Genista scorpius con Genista mugronensis (Genista xsegurae) ha sido citado en diversos puntos del Noroeste (Venta Cavila, río Moratalla).
En la costa se presenta una especie similar, de parecida ecología, pero más termófila, e idéntico nombre común. Se trata del iberoafricanismo Calicotome intermedia, presente en la Península ibérica sólo en la Región de Murcia, en las sierras de Cartagena, desde el Cabo Tiñoso al Cabo de Palos. Esta aliaga domina amplias superficies, sobre todo aquellas afectadas por incendios, que las hacen proliferar; la maraña intrincada y cerrada que forman es prácticamente impenetrable y deja severos arañazos en brazos y piernas de quienes se atreven a atravesarla. FUENTE
Ya decía yo que esta variedad tan temprana de aliaga era un endemismo exclusivo de Cartagena.
Y esto es todo, con el vídeo amenizado con música del saxofonista Richard Elliot, que me ha de servir como complemento a esta humilde crónica de mis andanzas por esos caminos de dios, damos por finalizada esta nueva aventura senderista que ha discurrido por los campos de Cartagena. 
¡HASTA LA PRÓXIMA AMIGOS!