19 julio 2024

POR LAS CASAS CUEVA DE LAS MINAS I (en construcción)

Sigo con la mía, o por mejor decir, regreso a Las Minas, con la intención de centrar el tiro fotográfico en los pozos azufreros y casas cueva que todavía aguantan y se resisten al definitivo derrumbe, elementos ambos que formaron parte esencial de la historia de esta comarca y que tras visitarlos, espero me completen la idea que tengo sobre este estratégico enclave.
Como siempre, una vez pasado el cruce hacia el pantano del Cenajo, y poco antes de llegar a Salmerón, a la salida de una curva, nos enfrentamos a la inconfundible silueta del volcán Monegrillo, que a estas alturas, lo he divisado y fotografiado desde todos los ángulos.
Pero hoy, antes de enfilar directo hacia Las Minas, me detengo unos instantes en Salmerón, y me doy un garbeo por sus inmediaciones, para tantear la próxima excursión a esta, que tengo pensado realizar, siguiendo el curso del río Segura por su margen derecha, a ver qué pinta tiene, si merece la pena o no, hacer una excursión por aquí y ya de paso, capturo su ermita, el volcán y la escuela nacional.
La antigua arquitectura franquista se halla en aparente buen estado de conservación, aunque los grafiteros, como en ellos es habitual, no han perdido ocasión de marranear cuanta superficie vertical se pueda garabatear.
Es un edificio todavía bastante aprovechable si en el futuro surgiera alguna iniciativa municipal de índole turística y/o cultural.
Desde el portal de la escuela se puede divisar la bonita factura que ofrece el Monagrillo por su flanco más septentrional. 
La vieja escuela se halla enclavada en un cerro desde el que se divisa el volcán al sur, sierras de Los Donceles y Pajares al norte, y los tejados de las casas de Salmerón al Este.  
Dirigiéndome ya hacia las casa cuevas de Las Minas, las situadas a su noroeste, las más inmediatas al cauce del río Segura, nada más sobrepasar el puente que hace de frontera natural entre ambas comunidades. Esta agrupación de viviendas cueva era conocida entre los lugareños como el barrio de La Esperanza. 
Antes de cruzar el puente sobre el río Segura, me encuentro con este exuberante lienzo que representa un campo de maíz ubicado a los pies del Volcán Monaguillo o cerro de Salmerón (492m). ¡Qué mar tornasolado de verdes...!
Ahora me propongo hacer un recorrido no solo por algunas de las cuevas del barrio de La Esperanza, el situado al noroeste de la pedanía hellinera sino también a los últimos vestigios que quedan de la antigua infraestructura minera, los que dan al río Segura y el volcán Monegrillo. El gran contraste que se produce entre unos elementos y otros causa impacto. Por un lado, alzamos la mirada y presenciamos el rutilante paisaje que nos brindan los campos de cultivo agrícolas, ahora, hacia finales de junio, revestidos de un intensísimo verde. También un tramo del río Segura, su fructífera vega que le surge por la margen derecha y la frondosa vegetación riparia que lo acompaña y al fondo y descollando, el siempre omnipresente volcán de Salmerón, que domina toda la escena; ¡cuadro bonito donde los haya, a la vista queda! Y en mi entorno más inmediato, lo que piso y pateo, la otra cara de la moneda, pues evoluciono por un verdadero páramo, sembrado de escoriales y derruidas instalaciones mineras, a las que se incorporan antiguos pozos de profundidad incierta, acotados por una frágil alambrada, de cuyo interior emana una tufarada penetrante a huevos podridos, el característico hedor acre del azufre que a pesar del tiempo transcurrido desde su cierre, sus intensos efluvios residuales todavía perduran. Sigo divisando viejos edificios aquí y allá, ruinas dispersas que pertenecieron a la explotación azufrera, y muchas cuevas, decenas de ellas, contiguas las unas a la otras. Hundidas muchas pero la gran mayoría, resistiendo todavía el inevitable desenlace de su derrumbe. ¡Qué paisaje más insólito para mí, qué tremendo contraste...!
Hacia el año 1560, el hallazgo de manera casual (conato de incendio), por dos hermanos de Moratalla, de la existencia de azufre casi a nivel de superficie, determinó el punto de explotación y por tanto, el asentamiento y proliferación humanas que a lo largo de los siglos, se fue extendiendo por todo este territorio, y que iría creciendo en función de las nuevas utilidades que se le fueron descubriendo al versátil metaloide. Ubicada entre dos ríos y sierras que la circundan, al enclave de Las Minas le acompañaron afinidades propias a las del típico lugar apartado, de difícil acceso, y por tanto, de unas comunicaciones pésimas que hicieron complicado su contacto con la civilización. Por ello permaneció aislada y subestimada respecto de otros yacimientos cuyos lugares de asentamiento de la comunidad minera sí contaron con mejores servicios para los trabajadores, buenas vías de comunicación, menos mosquitos y el auspicio de compañías internacionales que coadyuvaron a la prosperidad de la zona, aunque solo fuera por el tiempo en que permaneció activa la explotación. En Las Minas se hicieron amagos de tales iniciativas pero nunca se llegaron a materializar de una forma duradera u óptima.
Aunque durante siglos y por causa de las frecuentes guerras, fueron estos yacimientos explotados por la corona, a la sazón la mayor interesada en proporcionarse el principal ingrediente para la pólvora, cuando los conflictos bélicos cesaron, y sobre todo cuando tras la guerra de sucesión, pasamos de la dinastía de los Austrias a los Borbones, decidieron estos últimos enajenarla y dejarla en manos privadas. Desde ese momento, este lugar sufrió el expolio de compañías nacionales, tan solo interesadas en sacar la mayor tajada posible, si bien es cierto que en circunstancias siempre difíciles. Dada la total inhibición del Estado, estas empresas actuaron como sustitutas del mismo mientras disfrutaron de manga ancha para su explotación, sin que los beneficios de su aprovechamiento, si es que los hubo, revirtiesen de alguna manera en la región saqueada. Aún así, los patronos se quejaban con frecuencia de la escasez de trabajadores y la carencia de mano de obra cualificada, pero es que los oportunistas tampoco ponían gran cosa de su parte por seducir con buenos sueldos al personal (¡si no dais qué esperáis...!, que diría mi padre). Por demás, una inversión tecnológica acorde a la que ya se estaba desarrollando en toda Europa, brillaba por su ausencia en estos lares, de manera que se puede afirmar que una de las principales causas de la baja productividad de estas minas radicaba en que se seguía manteniendo el viejo sistema del todo movido a brazo y tiro animal. Se trabajaba de forma tan arcaica y obsoleta que todo se ralentizaba hasta la exasperación, socavando por razones obvias el rendimiento total de la producción. Así no había manera de sacarle punta al azufre y cuando por fin llegaron esos adelantos, fue a última hora y cuando ya estaba casi todo el pescado vendido. Después de este periodo de gran bonanza que apenas duró un suspiro (veinte años), entraron en liza rivales allende los mares con los que no pudo ni supo competir, yéndose la gallina de los huevos rubios a freír espárragos, sin haber alcanzado ninguno de los consustanciales efectos sociales de prosperidad, urbanización y progreso que se le suponen a la industrialización. Tan solo quedaron tres bloques de pisos de cuatro plantas, que se construyeron en aquellos años por toda España, como fiel testimonio de que el enclave minero había sido desde su misma fundación, más concebido para el saqueo del azufre que para compensar y facilitar la vida de las personas que lo habían trabajado y sufrido.
Por todo lo acontecido aquí durante siglos, incluida su época de esplendor de que también disfrutó, como sabemos, por al menos dos décadas. Por atesorar este lugar en sí mismo un importante bagaje histórico, social y económico, resulta un tanto inexplicable que la comunidad manchega no haya considerado su importancia lo suficiente para haber puesto en marcha algún tipo de iniciativa o proyecto en aras de la restauración y conservación de tan exclusivo acervo rupestre, sobre todo, mientras exista la posibilidad de salvar algunos de los últimos vestigios de un patrimonio, que si nada ni nadie lo remedia, pronto se convertirán en toneladas de cascotes, polvo y olvido.
Estas casa cuevas se encuentran ubicadas en el barrio de la Esperanza (dan al río Segura y el volcán) y algunas son bastante profundas, pues siempre perforaban hacia adentro en distribuciones en forma de U y L, pues a los lados, se hallaban delimitados por las viviendas de sus vecinos. La capacidad o espacio de la vivienda suele oscilar en torno a los 25-35m², y seguían excavando para ampliar el número de habitaciones en función de lo que pudieran aumentar los miembros de la familia. Todas las casa cuevas suelen estar, como se observa en las fotografías, enjalbegadas con azulete, por el aspecto que este ofrece de higiene, limpieza, y por sus propiedades fungicidas, desinfectantes y como repelente de mosquitos, un azote que en verano representaba la mayor amenaza para sus habitantes y origen de la mala fama que acompañaba a Las Minas, y que había traspasado fronteras, motivo de que muchas personas, ya las rehuyeran de plano y las que pese a todo se aventuraron, ya no repitieran la temporada siguiente tras la mala experiencia sufrida en la anterior. También he leído que el azulete se utilizaba como ahuyentador de los malos espíritus. En fin, sus funciones eran muchas pero sobre todo resultaba muy económico aplicarlo por lo que se podían encalar las paredes de las dependencias rupestres una o dos veces al año y así adecentarlas y dejarlas como nuevas. En la siguiente imagen podemos ver el hogar chimenea, componente principal de la vivienda en torno a la cual se aglutinaba todo el componente familiar. Alacenas, bancos, anaqueles y hornacinas excavadas en la roca o empotradas en los muros son elementos inherentes y por tanto presentes en casi todas las casa cuevas por las que anduve.
Algunas eran tan profundas que si no lo veía claro (vigas de madera soportando el techo) prefería no introducirme demasiado en su interior por si las moscas, no fuera que acabara sepultado bajo toneladas de tierra. No sentí sensación alguna de claustrofobia y sí cierto confort por aquello de la temperatura estable en torno a los 22º que reinaba en el interior, sobre todo si tenemos en cuenta que antes de salir del coche había visto en la pantalla los 30º C y subiendo. Aquel día recuerdo que me hizo durante toda la excursión, un calor infernal, acentuado por la gran humedad que impera en el lugar. Entre la temperatura y los mosquitos, tengo la impresión de que no es el verano la mejor época para hacer turismo por aquí, aunque desde el punto de vista pupilar, pienso que es la mejor.
La existencia de estos largos pasillos que conectan una casa cueva con otra adyacente no es muy frecuente. Esto se produjo en algunas casas hacia el epílogo de la explotación, porque durante el éxodo de muchas personas que fueron abandonando definitivamente Las Minas, en los últimos años antes del cierre, los vecinos que todavía quedaban y habitaban las cuevas, solicitaban a los jerifaltes del coto poder ocupar las contiguas dejadas vacantes si les venía a güevo, como en este caso, de tal manera que podían aumentar el espacio disponible para su familia y los animales de corral que tuvieren. Estos túneles o pasillos, también se podían utilizar para sembrar setas y champiñones, una práctica por entonces muy popular en este territorio. 
La lumbre u hogar representaba el elemento principal de la morada, en cuyo espacio inmediato "se hacía la vida", sobre todo en invierno. Por ello la chimenea solía ser la única receptora de algún tipo de ornamento, si es que lo había en el ya de por sí, espartano apartamento. Como se puede ver en la foto, algunas de muy bella factura que todavía aguantan los embates de la galopante erosión que sufren, aunque en la mayoría de las casa cuevas, la cornisa se ha venido abajo quedando solo la tronera de luz en el techo, que en muchas otras, ni siquiera eso.  
En la hornacina se acostumbraba colocar una imagen, para que en su santa divinidad protegiera la casa. Como la mayoría de habitantes de este lugar, pertenecían a poblaciones más o menos próximas a Las Minas, ya me estoy imaginando materializarse en el hueco, la virgen de La Esperanza, si la familia era de Calasparra, la de Las Maravillas, si eran de Cehegín, Jesucristo Aparecido si de Moratalla, del Rosario si de Bullas, de la Asunción si eran de Letur o de la Santísima y Vera Cruz, si procedían de Caravaca. 
Y todavía aguantan un poquito más y se resisten al derrumbe porque están reforzados los techos con vigas de pino, de lo contrario, ya se hubieran la mayoría venido abajo.
No cabe duda que la condiciones de trabajo en el coto azufrero tuvieron que ser penosas, porque la actividad minera siempre lo fue, ya que no debe resultar muy saludable trajinar allá abajo, respirando todo ese polvo que se terminaba incrustando en las vías respiratorias y los pulmones. Se trabajaba a destajo y el salario era directamente proporcional a la extracción por kilos del mineral que se hubiera podido lograr, por lo que unas semanas se ganaba mucho, dependiendo la riqueza de la veta a exprimir y otras no sacaban ni pa pipas, por lo que si a ello sumamos los mosquitos y los pocos servicios con los que contaba una zona tan aislada como esta, los jornaleros (la mayoría, campesinos de las poblaciones cercanas) que acudían por aquí a echar la temporada, se pensaban mucho el repetir. Bajo estas duras e inestables condiciones de trabajo, no es de extrañar que la falta de personal se convirtiera en la queja recurrente de las compañías explotadoras, a pesar de que ofrecían ventajas tan atractivas y de reclamo como "habitación gratuita". Lo que concedían en realidad con el empleo de tan cínico eufemismo era un pico y una pala para que los mismos trabajadores excavaran su propio agujero donde poder dormir. Era una práctica muy extendida por entonces en la minería española, sobre todo, en aquellos lugares donde la orografía se prestaba a ello. De hecho, en toda nuestra geografía, ni qué decir tiene que en el sureste peninsular y por ende, en toda la franja mediterránea, las casas cueva donde vivía la gente suponían una costumbre de lo más extendida y vista con toda naturalidad, que al parecer, provenía del tiempo de los moros. Tenía muchas ventajas, siendo su climatización estable, tanto en invierno como en verano, la más destacada. Por otro lado, aunque ya por entonces se pudiera asociar a los habitantes de las casa cuevas (barrios de gitanos) como de los más humildes de cada población que las tenía incluidas en su padrón, no caigamos en el error de juzgar las circunstancias, costumbres y hechos de antaño con los ojos de hoy, porque entonces, patinamos.
Las viviendas rupestres o casas-cueva, se desarrollan enteramente en el interior rocoso de los estratos margosos y calizos y eran típicas de los mineros que trabajaban en Las Minas de azufre. La alternancia entre estratos duros y blandos propios del roquedo de Las Minas permite el vaciado a pico y pala de los materiales menos consistentes que se encuentren entre dos capas sólidas. Esta técnica que parecía simple no lo era tanto pues tenía su intríngulis ya que requería la supervisión de alguien avezado que supiera ir horadando en el punto conveniente. El diletante arquitecto debía mantener el nivel del techo a la altura media de un español de aquel tiempo (bajita respecto a la de hoy en día), operación difícil de conseguir para un neófito en la materia debido a la inclinación de los estratos. Una vez excavados los ambientes deseados se procedía a acondicionar el alojamiento. Lo primero que se había de procurar era evitar los desmoronamientos de las paredes margosas. Para ello se recurría a muros de contención en los puntos críticos como la fachada, y a los enlucidos y enjalbegados en paredes y suelos. Los trabajos de excavación y vaciado de los huecos, antes de darlos por finiquitados para ser utilizados, podían durar alrededor de un año.
Este emplazamiento y la idiosincrasia propia de la minería azufrera produjeron un sistema de relaciones sociales con matices aventajados respecto del mundo rural, pero muy lejos de llegar a ser industrial. Aunque no obstante, hubo una época dorada en que trabajar en la mina reportaba cierto caché. Como ya apuntábamos, muchos de los mineros  que acudían a estos contornos entre los meses de noviembre y junio, eran primero agricultores que venían de Letur, Moratalla o Calasparra a echar la temporada para aprovechar el tiempo y no perder ripio durante los meses de invierno. Necesitaban el dinero para sus propios proyectos y trabajar aquí, mal que bien, les garantizaba el peculio que necesitaban. Eran transeúntes, venían de paso, se apañaban con cualquier cosa, y por ello tragaban y aceptaban con lo que fuera por tal de ganarse unas perricas, total, era solo por unos meses, mejor que estar parados en sus respectivas poblaciones. 
Otros vivían de la mina y moraban aquí con sus familias durante todo el año, por eso se mostraban más reivindicativos, más exigentes, menos conformistas con las condiciones de trabajo dadas, aunque también contaban con algunos alicientes, aquellos que los indujo en su día a establecerse en Las Minas. Ya veíamos en capítulos anteriores lo que decía la coplilla... “Cásate conmigo niña que soy minero de azufre, que gano siete reales y pa´ vivir ya nos cubre”. Hombre joven que no tenía donde caerse muerto, y quería empero casarse y tener familia, pensar en la mina con "casa o habitación pagada", no sonaba mal, no era mal principio así que, muchos se animaron lo suficiente para intentarlo. Porque entre otras razones, las jornadas de trabajo eran de ocho horas (en el campo, de sol a sol), mucho tiempo libre durante seis días a la semana, los domingos no se trabajaba y en el verano, que se paraba la mina, se podía laborar en la agricultura, cogiendo esparto o en los pantanos. Es decir, casa gratis e ingresos durante todo el año. Hasta se podía ahorrar. Y con el tiempo, esto fue mejorando, como después veremos, es decir, que no se vivía tan mal y las casa cuevas, una vez te acostumbrabas, te permitían tu calidad de vida, tu confort, tus buenos raticos con los vecinos, eran una forma de vida, en fin, reconozco que estoy aporreando el teclado, sin mucho orden ni concierto, según las fuentes a que he tenido acceso me lo están evocando, pero en una de las ocasiones en que anduve por aquí, me puse a hablar con una lugareña, entre los sesenta y setenta años que encontré sentada en un banco. El gesto al principio suele ser serio, de cierta desconfianza, pero en cuanto escuchan tu acento, de por aquí cerca y tu modo de expresarte, se muestran más cercanos, más abiertos. Me decía la buena señora, que ya habitando los pisos que les había construido el tío Paco, muchos vecinos siguieron conservando las cuevas porque en verano, se estaba y se dormía mejor que en aquellos. De ahí que algunas se hallen en sorprendente buen estado de conservación. Total, las abandonaron definitivamente, como quien dice, antes de ayer.
Algunas de estas casas conservan ciertos toques artísticos que trascienden, detallicos que nos transmiten la idea de una familia con arte y estilo, con sentido de la armonía y la estética. Me encanta. Es una pena que el consistorio no haya tomado medidas para conservar y proteger tan valioso patrimonio rupestre, de todo punto IRREPETIBLE. O tal vez sí. ¿Volveremos a las cavernas...?
 Como ya decíamos por ahí detrás, las empresas privadas en los siglos diecinueve y veinte relevan al monarca de turno, que hasta ese momento había necesitado del azufre para defender el imperio y asegurar su buen nombre en los libros de historia. pero siempre desde su trono, alejado, intangible, inaccesible para el común de los mortales. Pero los nuevos dueños parecían igual de inalcanzables, invisibles, seguían igual de lejos, en el extranjero incluso; ahora el azufre no se extraía sólo para las guerras. El ansia de gloria cedía el puesto al afán de lucro de los accionistas. Los métodos cambiaron, aparecieron las máquinas, los explosivos, la electricidad y el tren...; pero los mineros siguieron cavando, picando, cargando y descargando, cagando y meando, respirando azufre, enfermando, por un mísero jornal que no difería mucho del que pagara el monarca. Y, sobre todo, Las Minas seguía siendo un estado dentro de otro estado en el que la máxima autoridad la ejercía el jerarca de turno que hacía y deshacía a su antojo desde su Olimpo capitalino, tal y como en su día obrara su graciosa majestad. Fue en definitiva "un cambiar todo para que nada cambie..." que reza el socorrido adagio lampedusiano.
Sin embargo, estos magnates, al contrario que el rey, se debían a sus accionistas y clientes, porque competir en el mercado tiene sus exigencias si de mantener el balance positivo ergo las ganancias se trata, y por mucho que en su fuero interno abominaran tener que depender del palurdo labriego, lo cierto es que no podían permitirse el lujo de prescindir de ni tan siquiera uno solo de ellos porque el currante minero andaba desaparecido y había que engatusarlo, seducirlo para que acudiera a la llamada como fuera, de modo que con este propósito se emprendió una política de atracción y estabilización de la población obrera, mediante la concesión de viviendas y creación de servicios como el economato, tiendas de alimentación, carnicería, cantina, peluquería, escuela de niños, niñas y niñes, cine, botica, médico, casa de citas y hasta salón de masajes, etc. Este es el momento en que Las Minas resurge de sus cenizas, se convierte en el nuevo El Dorado, se pone de moda, todo quisque quiere venir a trabajar aquí y adquiere entidad de comunidad estable y deviene auténtico cosmos cuya existencia orbita en torno al amarillo sol del azufre. 
La concepción minera de la sociedad está profundamente arraigada en esta polarización entre el poder alejado e inaccesible y el pueblo llano, separados por un abismo espacial que sirve tanto para reforzar la distancia en el estrato social, como para evidenciar lo fuera de alcance en que se hallan los que en las alturas ostentan el mando y condicionan la existencia del simple ciudadano de a pie que solo busca ganarse las habichuelas, proveer a su familia y el día de mañana, aspirar a poderse comprar una casa. La manifestación de este statu quo es la dualidad definida por los mineros con expresiones tales como "los de arriba" y "los de abajo", metáfora esencial de su visión de un cosmos compuesto por el mundo subterráneo, la mazmorra, el Castillo de If  donde trabajan y languidecen los peones de las minas frente al más limpio y saludable, el de la jet set minera, el bendecido por la luz del sol, esos que coexisten en el espacio pero en un escalón por encima al de aquellos. Esta dicotomía se materializa en el respectivo mundo físico, el ambiente en que se desenvuelve la existencia, en el propio hábitat, en el cómo, donde y con quién se vive. Llegado a este punto, me pregunto si en la escuela, también se producía esa velada segregación entre los niños de arriba y los de abajo. Seguramente.
La lectura de este libro es reveladora y sobre todo, muy didáctica LAS MINAS DE HELLÍN, del autor, Daniel Carmona Zubiri y tras su amena e interesante lectura, de la que voy a fusilar a continuación, algunos fragmentos, ahora sí que comprendo y tienen significado para mí, todos los edificios que observo en ruinas a mi alrededor. Ahora sí que puedo imaginarme el ajetreo bullicioso, el trasiego de gentes y tráfico de maquinaria pululando de un lugar para otro; ¡el tiberio que se tendría que organizar, sobre todo los domingos y fiestas de guardar, en una población, a principios del siglo veinte, cercana a los tres mil habitantes! ¡Qué locura! Es que si reparas en el aspecto que presenta en la actualidad, desamparado y senil, casi desierto, es que cuesta imaginar aquella confusión de otrora. Y la anécdota que relata sobre las peloteras, sin llegar a mayores, que se originaban durante los partidos de fútbol, entre los trabajadores de Arriba y los de Abajo..., entre los colorados y amarillos...😆 donde también intervenían las mujeres...en ese encono y rivalidad soterrados por la diferente categoría de unos y otros...seguro que tuvieron que acontecer algo más que palabras. Y eso que yo venía por aquí a darme un simple garbeo por la zona, con mi cámara y tal, y conocer su paisaje, sin mayores pretensiones y mira tú por donde...pero claro, ¿quién iba a imaginarse la rica e interesante historia con que me iba a tropezar...! 
Como si de una escenificación gráfica de la jerarquía social se tratara, "los de arriba" ocupan el núcleo central de población, situado en la parte alta de la misma, mientras la mayor parte de los mineros, "los de abajo", ocupan el resto del pueblo y sobre todo la gran periferia de casas-cueva. La parte alta es un auténtico espacio de privilegio, dotado de todos los servicios y en el que estaban instalados los altos cargos de la explotación (prueba de que constituía un auténtico espacio residencial de privilegio es que ni siquiera se llegó a horadar con galerías por debajo de él. La explotación eludió continuar las labores por debajo, a pesar de que se suponía que era una de las partes más ricas del criadero).
En su condición de representantes de las empresas propietarias constituían la minoría rectora, dividida a su vez en dos grupos: los facultativos (ingeniero y capataz) y los gestores (gerente y administrador). El gerente, el ingeniero y el administrador se alojaban en el mejor edificio de la población, la casa de la gerencia. Las prolongadas ausencias de gerente e ingeniero solían dejar como cabezas visibles de la empresa al administrador y al capataz. El cargo más importante, el de gerente, lo solía ocupar un familiar de los importantes miembros del consejo de administración, caso de José O'Shea, de Eduardo O'Shea y Manuel O'Shea. Por supuesto, el ingeniero debía ser alguien de confianza, lo mismo que los cargos de administrador y capataz, aunque estos estaban más abiertos a gente con talento, tal y como se evidencia con el último administrador, Esteban Abellán Martínez.
En las inmediaciones de la casa de la gerencia vivían el cura, el médico y la maestra en sus respectivos domicilios. Aunque pertenecen a la minoría rectora de la comunidad, su actividad no les implica directamente en el diario trabajo de la mina y eso les sitúa en un estatus distinto. Su autoridad no procede de la propiedad, de ser los amos, sino de velar por la educación, la salud y la moral de la comunidad, a pesar de ser asalariados de la empresa. Los comerciantes (carnicería, cantina, economato), los obreros de mayor cualificación (barberos, carpinteros, electricistas, albañiles, trabajadores de la espartera) y, según los mineros, los "enchufados" (generalmente fundidores y personal de almacenes) completan este grupo, conocido como "los de arriba" no sólo por estar más altos en la escala social, sino porque su trabajo se desarrollaba en superficie y habitaban la parte más codiciada de la población. En realidad, este grupo debiera de haber sido "los de en medio", una mezcla de clase obrera alta y vieja clase media, pero no logran adquirir entidad suficiente para configurarse como grupo intermedio.
Los mineros eran el grupo social mayoritario de Las Minas. Desde la privatización desempeñaban su actividad en pozos y galerías del subsuelo, por lo que es evidente que se definieran a sí mismos como "los de abajo". Algunos de ellos pasaban por Las Minas fugazmente, alojándose en los viejos cuarteles; algún otro probablemente tuvo la oportunidad de ocupar una casa de superficie, pero la mayoría habitaba en el cinturón de casas- cueva que se diseminaban por los barrancos y escoriales de los alrededores de Las Minas y La Estación.
El trabajo del minero de azufre era de gran dureza física, arriesgado y sin protección social de ninguna clase, a cambio de un exiguo salario diario que variaba en función del mineral extraído. Los grandes atractivos que ofrecía eran la nula exigencia de cualificación, un ingreso seguro y la disponibilidad de tiempo. El calendario minero se iniciaba entre septiembre y octubre, y finalizaba entre mayo y junio. La jornada laboral era de unas 8 horas al día, 6 días a la semana, lo cual permitía sobrellevar la dureza del trabajo en la mina y realizar alguna otra actividad que generara ingresos extra. Por otro lado, había escuela y médico, lo que no era tan frecuente en poblaciones de tamaño similar de los alrededores.
La procedencia tradicional de los mineros era el interior de Murcia (Calasparra, Moratalla, Caravaca) y de la Sierra del Segura. La mayoría eran campesinos y pastores que aprovechaban el cese invernal de las labores, por lo que su regreso anual a la mina era incierto; pero tras la privatización de 1870, desde Lorca llegaron muchos mineros del azufre que habían trabajado en la explotación de la Serrata y acudieron a la llamada de las nuevas empresas.
La contratación de campesinos es una constante de la minería sureña, pues para el campesino era la oportunidad de obtener ingresos extras y reinvertir en la mejora de sus tierras; y para las empresas era indispensable contar con una mano de obra numerosa y disponible estacionalmente. El caso de Las Minas añade un extra a este modelo por su antigüedad, pues mucho antes de la enajenación nacional de las minas ya seguía esta idiosincrasia desde tiempos de Felipe II. El intenso proceso de tecnificación de la minería y el fin de la dinámica de vaivenes del mercado internacional entre 1890
y 1914 da paso a una óptica distinta en la producción minera; el productivismo inicial de los ingenieros da lugar a la decisión de asentar a la mano de obra, establecer economatos, hospitales, lugares de ocio, en un intento de controlar también al movimiento obrero desde el paternalismo empresarial.
Sin embargo, la movilidad geográfica de este grupo social se mantuvo elevada en Las Minas, porque las medidas destinadas a asentar a la población se quedaron más que cortas. "Nosotros vivíamos en cuevas, pero éramos mineros honrados, no como los de la cabilas. Vivíamos en cuevas porque era lo que había, pero no robábamos ni hacíamos nada malo". Las casas-cueva eran la vivienda característica del minero en Las Minas, excavadas por ellos mismos en el abarrancado solar del coto, las casas-cueva eran una concesión de la empresa para solucionar los problemas de alojamiento. Los mineros podían ocupar cualquier cueva que hubiera quedado vacante o excavar una nueva si lo preferían. Por supuesto, no disponían ni de agua ni de electricidad, por lo que para iluminarse de noche recurrían a las lámparas de carburo ("carbureros") y las de petróleo, comúnmente conocidas como "pavas"; el agua bajaban a buscarla al río. Para cocinar, y en invierno para calentarse, utilizaban la "carbonilla", restos medio quemados del carbón que se empleaba en los hornos de primera fusión.
Las enormes diferencias entre la élite rectora y los mineros eran motivo de una constante tensión que, no obstante, no parece que se tradujeran en conflictos de importancia, aunque genera la dualidad entre los de arriba y los de abajo que escenifica su enfrentamiento en diversos ámbitos de lo cotidiano. En clave deportiva encontramos una de sus manifestaciones más espectaculares. En efecto, se configuraron dos equipos de fútbol: Los "Colorados", trabajadores cualificados", contra "Amarillos" mineros (por el azufre). Los partidos acababan frecuentemente en peleas, fruto de las constantes provocaciones que unos y otros se lanzaban en el ínterin. 
Las mujeres, lejos de quedar al margen, intervenían por una y otra parte como instigadoras o manteniendo el ambiente de rivalidad mediante sutiles maniobras de desprecio, tales como no echar azafrán a la comida (Colorados), o evitar el tomate (Amarillos). Este antagonismo de clase obrera contra clase media y clase obrera alta, basado en las relaciones laborales y rasgo definidor de la identidad minera que encontraba cauce de alivio en el enfrentamiento deportivo, no es más que una parte del enfrentamiento. El detalle de que la élite rectora de Las Minas no participaba en los partidos evidencia como eludían los contactos directos con los obreros, que podían acabar en choques. Esta estrategia de mantener la distancia se incrementa conforme ascendemos en la jerarquía de poder, de modo que si administrador y capataz no se mezclaban con el común, Ingeniero y Gerente estaban ausentes la mayor parte del tiempo. Así, los de la empresa se mantenían a distancia de los reproches y reivindicaciones obreras, y los mineros y los otros obreros sólo podían hallarse mutuamente como blanco de sus tensiones.
El enconamiento de esta transposición de lucha clases al plano futbolístico no puede ser indicativo más que de una poderosa represión del enfrentamiento en el plano político. Según el que fue último administrador de las Minas, "las buenas relaciones existían en el trabajo y la convivencia", al tiempo que afirma "éramos muy feudales; cada uno cumplía con su obligación y las cosas funcionaban`. Es evidente que el feudalismo, aunque sea metafóricamente, nada tiene que ver con la cordialidad y sí con una estricta jerarquía social. Difícilmente podemos evitar relacionar la ausencia de actividad sindical y política con el traumático suceso que marcó la historia de nuestro país en el siglo XX: La Guerra Civil. Sabemos que durante la II República la presencia de UGT en Las Minas era bastante significativa y que en el transcurso del conflicto bélico las tareas se mantuvieron. Ya en la década de los cuarenta, desaparece todo rastro de sindicatos y se instala la Guardia Civil con la excusa de vigilar los polvorines de explosivos y evitar los altercados a los que tan aficionados eran los mineros, bien fueran protestas laborales, bien simples peleas. Este hecho tiene paralelos en otros enclaves mineros como Lanteira en el Marquesado de Zenete (Granada).
Detalle curioso con que me tropecé en esta casa cueva. 
Por si esto fuera poco, llega un grupo de 84 presos políticos destinados allí por el programa de redención de penas por el trabajo en régimen de semi libertad. Aquel grupo era mano de obra gratuita para la explotación, un auténtico regalo para la empresa "Coto Minero". Este grupo es el protagonista de una anécdota que todos los antiguos mineros recuerdan.
Algunos de estos presos, "que no eran malos, más que estaban en la cárcel por sus ideas", llamaron un día de madrugada al cuartel de la Guardia Civil. Los guardias, alarmados, preguntaron qué hacían allí a aquellas horas, a lo que los presos respondieron tranquilizando los ánimos, diciendo que no pretendían escaparse, sino que habían capturado a unos ladrones que intentaban robar la caja fuerte con la nómina de los trabajadores y querían entregarlos. El extraordinario comportamiento moral que demostraron los presos impresionó gratamente a los guardias civiles y a los propios mineros. El episodio pasó a formar parte del recuerdo popular y emerge siempre que se pregunta por la Guerra Civil, aunque casualmente nadie recuerda nada del conflicto, ni de ideas políticas o los sindicatos.
El enfrentamiento en el plano político e ideológico quedaría definitivamente excluido de la vida cotidiana y limitado a la tradicional rivalidad laboral tras la guerra. Se ahondaba así en la distancia entre clases, generándose una intensa desconfianza y rencor hacia el poder al que se concibe negativamente como corruptor, y a quienes lo detentan como incapaces y negligentes. Una muestra de ello es la extendida opinión de que lo que condujo a Las Minas a la ruina fue el exceso de mandos ("Había demasiados encargados y todos mandaban mucho"), fruto a su vez de la mala gestión. -Esta visión de los hechos se evidencia en otras explotaciones cercanas, en las que los mineros utilizan parecidos argumentos para justificar el cierre de la explotación: "sobran jefes" o "la empresa no tiene amo"- Más jefes que indios, de lo que siempre ha adolecido también mi empresa, y creo que sigue igual sino peor.
En el otro extremo, desde las memorias de las Juntas de accionistas de la "Azufrera del Coto", se entrevé lo que pensaban los altos cargos de la empresa y accionistas respecto a los obreros. Para ellos no eran mucho más que un mal necesario, que les causa numerosos quebraderos de cabeza; una masa humana de la que se quejan constantemente por su escasa disponibilidad y cualificación, llegando a considerar su sustitución por medios mecánicos como la barrenadora marca Ingersoll. Desde luego, su preocupación por los mineros y la mejora de sus condiciones vitales no iba más allá de que se asentaran en Las Minas para disponer de su energía laboral.
La pista hacia Maeso.
De las casa cuevas del barrio de La Esperanza, nos trasladamos a los pozos y ruinas que nos quedaron por recorrer en el anterior paseo. 
Entretanto, el gran contraste que salta a la vista entre el vergel del Segura y el erial ruinoso y desértico que tengo a mis pies, me siguen causando un impacto difícil de describir.  
FINAL PRIMERA PARTE