09 octubre 2019

DINOSAURIOS EN LA SIERRA DE LAS VILLAS V

La mayoría de terópodos dejaron rastros simples de alimentación sobre los huesos de las presas, como rasguños largos, paralelos y superficiales, lo que indica que los dientes apenas tocaban el hueso. Esto no es sorprendente, porque, aunque los dinosaurios podían cambiar los dientes a lo largo de toda la vida, a diferencia de lo que nos ocurre a nosotros, ningún depredador querría romperse los colmillos cada vez que comiera.
Pero T rex era diferente. Las marcas de sus mordeduras son más complejas, empiezan con una profunda perforación circular, como un agujero de bala, que pasa a un surco alargado. Esta es una señal de que rex mordía profundamente a la víctima, a menudo directamente a través de los huesos, y después desgarraba. Los paleontólogos han establecido un término especial para esa forma de comer; “alimentación de perforación y tirón”. En el momento de perforación de la mordida, rex aplicaba una fuerza suficiente para romper literalmente los huesos de la presa. Esta es la razón por la que los montones de heces fosilizadas que dejaba T rex están llenos por completo de fragmentos de hueso. Triturar los huesos no es lo normal; algunos mamíferos, como las hienas, lo hacen, pero la mayoría de los reptiles modernos no. Hasta donde sabemos, los grandes tiranosaurios como T rex eran los únicos dinosaurios capaces de hacerlo. Era una de las habilidades que hacían del Rey, la máquina de matar definitiva.
¿Cómo era posible? Para empezar, contaba con unos dientes perfectamente adaptados, gruesos y en forma de escarpia, lo bastante fuertes para no romperse con facilidad cuando impactaban contra un hueso. A continuación, consideremos la potencia detrás de dichos dientes; los voluminosos músculos de las mandíbulas de T rex se constituían de acúmulos abultados de tendones, que proporcionaban energía suficiente para destrozar las extremidades, el dorso y el cuello de Triceratops, Edmontosaurus y otras presas. Podemos decir que rex poseía uno de los conjuntos de músculos mandibulares mayores y más potentes de los dinosaurios, sobre la base de las depresiones muy amplias y profundas de los huesos del cráneo, donde se fijaban los músculos.
Es posible hacer simulaciones experimentales del modo de actuación de estos músculos. Uno de mis colegas, Greg Erickson, de la Universidad Estatal de Florida, diseñó un experimento particularmente ingenioso a mediados de la década de los noventa, justo después de terminar los estudios de posgrado. Pasa mucho tiempo con ingenieros, y un día se les ocurrió una idea loca: prepararían una versión de laboratorio de T rex y determinarían lo fuerte que era su mordedura. Empezaron con una pelvis de Triceratops con una perforación de un centímetro de profundidad que había dejado un rex, y después plantearon una pregunta sencilla: ¿cuánta fuerza se necesitaría para producir una muesca tan profunda? No podían acceder a un T rex real y hacer que mordiera a un Triceratops real, pero encontraron una manera de simularlo, preparando un molde de bronce y aluminio de un diente de T rex, colocándole en una máquina de carga hidráulica y haciéndole golpear una pelvis de vaca, muy similar en forma y estructura al hueso de Triceratops. Empujaron una y otra vez el diente hasta que este hizo un agujero de un centímetro de profundidad, y después emplearon el instrumental para leer la fuerza requerida, que resultó en 13.400 néwtones, equivalentes a unos 1.300 kilogramos. Se trata de una cifra asombrosa, aproximadamente el peso de un viejo autobús escolar. En comparación, los humanos ejercemos una fuerza máxima de unos 80 kilogramos con los molares, y los leones africanos muerden con la fuerza de unos 425 kilogramos. Los únicos animales modernos que se acercan a los valores de T rex son los caimanes, que también muerden con una fuerza de unos 1.300 kilogramos. Sin embargo, hemos de recordar que la cifra para T rex, ¡lo es para un solo diente!
¡Imagínese cuánta potencia habría liberado una boca llena de estas escarpias de vía férrea! Y puesto que se trata de una medida de la fuerza necesaria para producir una marca de mordisco como la observada en un fósil, es probable que se trate de una estima a la baja de la potencia máxima. Probablemente, rex poseía la mordedura más fuerte de cualquier animal terrestre que jamás haya vivido. Podía triturar huesos con facilidad y habría sido lo bastante fuerte para atravesar un coche. Toda esta potencia procedía de los músculos de las mandíbulas, el motor que proporcionaba a los dientes la energía para asestar esa mordedura capaz de reventar los huesos. Pero eso no es todo. Si los músculos liberaban la fuerza suficiente para romper los huesos de las presas, también hubieran podido romper los huesos craneales del propio T rex. Física básica: a cada acción se le opone una reacción igual y opuesta. De modo que a rex no le bastaba con tener dientes muy grandes y unos músculos mandibulares enormes, también necesitaba un cráneo que pudiera soportar las tremendas tensiones que se producían cada vez que cerraba bruscamente las mandíbulas.
Emily hace lo mismo con los dinosaurios, y T rex ha sido una de sus musas favoritas. Emily construyó un modelo digital del cráneo basándose en escaneos de un fósil bien conservado, y después empleó el programa de AEF para simular las fuerzas de una mordedura que rompa los huesos y analizar la reacción del cráneo. El veredicto es que T rex poseía un cráneo notablemente fuerte, optimizado para resistir las fuerzas extremas de opresión y desgarre de su mordisco de 1.300 kilogramos por diente. Estaba constituido como el fuselaje de un avión, con los huesos individuales fuertemente fusionados, de modo que no se cayeran a pedazos al soportar el estrés. Los huesos nasales por encima del hocico conformaban un tubo largo y abovedado, que actuaba como un disipador de tensión. Las gruesas barras de hueso alrededor de los ojos proporcionaban solidez y rigidez, y la robusta mandíbula inferior era casi circular, en sección transversal, de modo que podía soportar fuertes presiones procedentes de todas las direcciones. Nada de esto se daban en otros terópodos, que poseían cráneos más delicados, con conexiones más laxas entre los distintos huesos. Se trata de la última pieza del rompecabezas, el último instrumento de la caja de herramientas que permitía a T rex morder con tal fuerza que perforaba y, después, desgarraba los huesos de su pitanza. Gruesos dientes en forma de escarpia, enormes músculos mandibulares y un cráneo de factura rígida eran la combinación ganadora. Si hubiera faltado alguna de estas cosas, T rex habría sido un terópodo normal, condenado a sajar y trocear a las presas con cuidado. Así es como lo hacían los otros tipos importantes (Allosaurus, Torvosaurus y los carcarodontosaurios), pues no poseían el arsenal necesario para cascar huesos. De nuevo, el Rey se yergue en solitario.
Pero ¿cómo capturaba su comida? Parece que no sería gracias a una velocidad excepcional. T rex era un dinosaurio especial en muchos aspectos, pero no era capaz de desplazarse con celeridad. Hay una escena famosa en Jurassic Park en la que el despiadado T rex, crispado por su insaciable apetito de carne humana, persigue a un jeep que corre a velocidades propias de una autopista. No hay que creer en la magia del filme, ya que es probable que el T rex real hubiera quedado atrás una vez que el jeep acelerara en tercera marcha. No es que fuera un holgazán que caminase con desgana por el bosque. Todo lo contrario; era ágil y activo, se movía con denuedo, con la cabeza y la cola en equilibrio sostenido mientras caminaba de puntillas entre los árboles, acechando a su presa. Pero la máxima velocidad que era capaz de alcanzar se encontraba probablemente alrededor de entre quince a cuarenta kilómetros por hora. Es más de lo que nosotros podemos correr, pero no es tan veloz como un caballo de carreras ni, desde luego, como un coche en carretera. De nuevo, es el modelado informático de alta tecnología lo que ha permitido a los paleontólogos estudiar cómo se desplazaba T rex. El pionero de estos trabajos fue, en la década del 2000, John Hutchinson, un estadounidense emigrado a Inglaterra que ahora es profesor en la Real Facultad de Veterinaria, cerca de Londres. Hutchinson pasa el día trabajando con animales; supervisa el ganado del campus de investigación de la universidad, hace que los elefantes corran en distintas condiciones para estudiar su postura y locomoción o diseca avestruces, jirafas y otros animales exóticos. John tiene un popular blog en el que cuenta sus aventuras, que lleva el maravilloso pero de algún modo, perturbador nombre de What’s John’s Freezer? (nota del bloguero: yo diría hasta siniestro. Si se bucea y husmea por entre las entradas del blog, se pueden observar multitud de esqueletos. Y también cadáveres. Congelados unos, disecados otros, de las más diversas especies y formas extrañas, ya que algunos son resultado de malformaciones. En fin, algunas fotografías despiertan algo de repelús.)
Quien vaya al laboratorio de John podrá ver que hay unos congeladores llenos de cadáveres de animales de todas las formas y tamaños, procedentes de todo el mundo. Lo más probable es que haya uno o dos descongelándose, candidatos a la mesa de disección. Pero el laboratorio de John tiene otro elemento más aséptico, el de los ordenadores, que emplea para preparar modelos digitales de los dinosaurios, con los que calculamos el peso y la postura de los saurópodos cuellilargos. John empieza con un modelo tridimensional de un esqueleto, obtenido por TAC, por escaneos superficiales de láser o por el método fotogramétrico del que ya hemos tenido conocimiento. Después, usa el conocimiento que posee de los animales modernos para dar cuerpo al conjunto, añadir músculos cuyo tamaño y posición se basan en los lugares de fijación visibles en los huesos fósiles y otros tejidos blandos, envolverlo en piel y colocar el modelo en posturas realistas. Luego el ordenador hace la magia, poniendo al modelo a realizar todo tipo de rutinas gimnásticas y calcular la velocidad probable con la que se desplazaba el animal. Los modelos de John nos proporcionan la horquilla de quince a cuarenta kilómetros por hora antes citada para la velocidad de T rex.
Los modelos informáticos también dejan claro que a rex le hubieran hecho falta unos músculos de una inmensidad absurda en las patas para correr tan deprisa como un caballo, hasta el punto de que más del 85 por ciento de su masa corporal total estaría solo en los muslos, lo que resulta obvio que es imposible. T rex era demasiado grande para correr de manera excepcionalmente rápida. El enorme tamaño implicaría así mismo otro lastre, y es que el Rey Tirano no podía girar muy deprisa, pues de otro modo se habría caído como un camión que toma una curva a demasiada velocidad. Así pues, lo cierto es que Spielberg se equivocó, T Rex no era un velocista, y habría tendido emboscadas a sus presas para realizar ataques fulminantes en lugar de perseguirlas como un guepardo.
Tender emboscadas a las presas puede requerir una gran cantidad de energía, en arrebatos. Por suerte, T rex tenía otro as en la manga o, para ser más exactos, dentro del pecho. ¿Recuerda el lector aquellos pulmones hipereficientes de los saurópodos, que les permitían alcanzar un tamaño tan enorme? Resulta que T rex tenía unos pulmones iguales, que además son como los de las aves actuales, como fuelles rígidos anclados a la columna vertebral, capaces de extraer oxígeno tanto cuando el animal inspira como cuando espira. Los nuestros solo pueden tomar oxígeno durante la inhalación, para luego expulsar dióxido de carbono durante la exhalación. Se trata de un logro impresionante de ingeniería biológica. Cuando las aves actuales (y asimismo T rex) inspiran, el aire rico en oxigeno les recorre los pulmones, como de hecho cabe esperar. Pero también es cierto que parte del aire inhalado no pasa directamente por los pulmones, sino que se desvía hacia un sistema de sacos conectado a estos. Allí se mantiene, hasta que el animal espira, entonces se libera y pasa a través de los pulmones, para proporcionar un nuevo disparo rico en oxigeno a la vez que se expulsa el desecho de dióxido de carbono. Las aves obtienen el doble por el mismo precio, un suministro continuo de energético oxigeno.
Si el lector se ha preguntado alguna vez cómo es que algunas aves pueden volar a miles de metros de altura, en un aire enrarecido en el que nosotros respiraríamos con dificultad, ha de saber que el arma secreta está en los pulmones. Los paleontólogos no han encontrado todavía un pulmón fosilizado de T rex, y probablemente nunca tengan esa suerte. Resulta un tejido demasiado fino y delicado como para fosilizarse. Pero sabemos que rex tenía unos pulmones muy eficientes, como los de las aves, porque este tipo de sistema respiratorio deja impresiones en los huesos que sí se pueden observar en los fósiles. Todo tiene que ver con los sacos aéreos, los compartimentos de almacenamiento de aire esenciales de los pulmones del tipo que tienen las aves. Estos sacos son como globos, blandos, de paredes delgadas, flexibles, y se inflan y se desinflan durante el ciclo de ventilación. Hay varios conectados al pulmón, enclavados entre los otros muchos órganos del tórax, que incluyen la tráquea y el esófago, el corazón, el estómago y los intestinos. A veces no queda espacio para ellos, así que serpentean hasta llegar al único disponible, pegados a los mismos huesos. Al hacerlo los invaden a través de agujeros grandes y de paredes lisas y, una vez dentro de la cámara, se expanden. El proceso se puede identificar con facilidad en los fósiles. Lo vemos en la columna vertebral de T rex, así como en otros muchos dinosaurios, entre los cuales, como descubrimos anteriormente, están los enormes saurópodos. Es algo que no se encuentra en mamíferos o en lagartos, ni en ranas ni peces, ni en ningún otro tipo de animal que no sean las aves modernas o los dinosaurios extintos y unos pocos parientes muy próximos, como huella delatora de unos pulmones únicos.
Es bastante evidente el drama que supondría un ataque de T rex.
Los pulmones suministraban la energía, que se transfería a los músculos de las piernas para impulsar a rex hacia delante con un arrebato de velocidad con la que se abalanzaba sobre la sorprendida víctima. Y entonces ¿qué ocurría? Imagine el lector a T rex como un gigantesco tiburón terrestre. Al igual que un Gran Blanco, el resto de la acción se ejecutaba con la cabeza, con la que consumaba el ataque para luego recurrir a sus fuertes mandíbulas a modo de cepo, para agarrar a la presa, someterla, matarla y triturar la carne, las entrañas y los huesos antes de tragársela. T rex no tenía otra opción que cazar con la cabeza por delante, porque tenía unos brazos lastimosamente diminutos. El Rey había evolucionado a partir de ancestros más pequeños, como Guanlong y Dilong, que contaban con unos brazos mucho más largos para sujetar a las presas.
Pero en el curso de la evolución de los tiranosaurios, la cabeza creció, los brazos se hicieron más pequeños y el cráneo adoptó gradualmente todas las funciones venatorias que solían realizar aquellos. 

 Y entonces ¿por qué T rex seguía teniendo brazos? ¿Por qué no los perdió por completo, de la misma manera que las extremidades posteriores, que ya no eran necesarias, desaparecieron en las ballenas cuando evolucionaron a partir de los mamíferos terrestres que colonizaron las aguas? Este misterio ha cautivado desde hace mucho tiempo a los científicos y ha suministrado una cantidad infinita de material para que dibujantes y cómicos hicieran chistes malos. Resulta que estos brazos pequeños, por absurdos que parezcan, no eran inútiles. Aunque cortos, eran corpulentos y musculosos, y tenían un propósito.
Fue Sara Burch quien lo descifró. Sara también se formó en el laboratorio de Paul Sereno en la Universidad de Chicago, donde entablamos amistad, pero después nuestros caminos divergieron; yo me entregué a estudiar genealogía y evolución, mientras que Sara quedó cautivada por los huesos y los músculos. Hizo la tesis doctoral en un departamento de anatomía, donde disecó todo un zoo de animales, y desde entonces ha seguido un recorrido profesional habitual para los paleontólogos como profesora de anatomía humana para estudiantes de Medicina. Sabe más acerca de la estructura anatómica de los dinosaurios que casi cualquier persona viva, como el mecanismo de unión de los huesos o el tipo de músculos que tenían. Sara reconstruyó el antebrazo de T rex y de otros muchos terópodos. Determinó qué músculos había presentes y lo grandes que eran a partir de las marcas de fijación que había en los huesos conservados, valiéndose de los análisis comparativos con reptiles y aves modernas como guía. Resultó que los brazos aparentemente ridículos de rex tenían unos potentes extensores en los hombros y flexores en los codos, justo los músculos necesarios para sujetar algo sin que se escabulla, para mantenerlo cerca del pecho. Parece que T Rex usaba estos brazos cortos pero fuertes para sujetar a las presas que se debatían mientras las mandíbulas les cascaban los huesos. Eran cómplices del crimen.
Ahora bien, hay una última vuelta de tuerca en el relato de cómo cazaba T rex. Cada vez estamos más seguros de que no iba de caza en solitario, sino que se desplazaba en manada. La evidencia procede de una localidad fósil canadiense ubicada entre Edmonton y Calgary, en lo que ahora es el Parque Provincial del Salto de Búfalos de Dry Island. 
Lo descubrió en 1910 nada menos que Barnum Brown, que solo unos años antes había encontrado el primer esqueleto de T Rex en Montana. Brown viajaba por el corazón de las praderas canadienses, yendo en barca aguas abajo a lo largo del río Red Deer, para soltar el ancla cada vez que veía huesos de dinosaurio sobresalir en la ribera. Cuando llegó a Dry Island, advirtió varios huesos de un primo de T rex algo más antiguo, llamado Albertosaurus, uno de los depredadores culminales norteamericanos inmediatamente anteriores a la migración desde Asia de aquel.
 Solo tuvo tiempo de recoger una pequeña muestra antes de dirigirse de vuelta a Nueva York. Estos huesos languidecieron durante décadas en lo más profundo de las criptas del Museo Americano, hasta que Phil Currie, el principal buscador de dinosaurios de Canadá, tuvo noticia de ellos en la década de los noventa. Siguió los pasos de Brown, localizó el sitio y empezó a excavar. A lo largo de la década siguiente, su equipo recolectó más de un millar de huesos que pertenecen al menos a una docena de individuos, que van desde adolescentes a adultos, todos ellos Albertosaurus. Lo cierto es que solo hay una manera en que numerosos individuos de la misma especie puedan conservarse juntos; tuvieron que haber vivido y muerto del mismo modo. Algunos años después, el equipo de Phil encontró una fosa común similar en Mongolia, repleta de varios Tarbosaurus, el primo asiático más próximo a T Rex. Era evidente que Albertosaurus y Tarbosaurus iban en manada, y conjeturamos que también lo hacia el propio rex. Si la emboscada de un depredador y triturador de huesos de siete toneladas no resulta ya lo bastante terrorífica por sí sola, imagine el lector una jauría de ellos operando juntos. 
¡Dulces sueños!

Entremos en la cabeza del rey ¿Qué pensaba? ¿Cómo percibía el mundo? ¿Cómo localizaba a sus presas? No cabe duda de que son preguntas de muy difícil respuesta. Ya nos es casi imposible ponernos el lugar de otros animales vivos modernos, o en sus garras, en sus aletas, y captar el aspecto que tiene su mundo. Pero podemos estudiar el cerebro y los órganos de los sentidos y empezar a configurar una imagen. Con todo, con los dinosaurios no tenemos suerte, ya que el cerebro, los ojos, los nervios y los tejidos asociados con oídos y nariz son blandos y de fácil descomposición, lo que significa que rara vez superaron los rigores de la fosilización. Así que, ¿qué podemos hacer?
La tecnología, una vez más, hace que lo imposible sea posible. El cerebro, los oídos, la nariz y los ojos de los dinosaurios desaparecieron hace mucho tiempo, pero estos órganos ocupaban un espacio en los huesos: la cavidad cerebral, las cuencas oculares, etcétera. Podemos estudiar estas cavidades para hacernos una idea de cómo eran los órganos de los sentidos que los ocupaban originalmente; pero hay otro problema, ya que muchos de tales espacios se hallan dentro de los huesos, y no son observables desde el exterior. Aquí es donde interviene la tecnología, puesto que podemos recurrir a un TAC para visualizar el interior de los huesos de los dinosaurios. Estos escaneos no son más que unos rayos X muy potentes. Por eso se recurre tanto a ellos en medicina; si nos duele la tripa o notamos un crujido en los huesos, es probable que el médico nos haga un TAC para ver qué nos ocurre dentro del cuerpo sin tener que abrirlo. Lo mismo ocurre con los dinosaurios. Podemos usar los rayos X para tomar una serie de imágenes internas, que después podemos montar juntas en modelos tridimensionales mediante distintos programas informáticos. Este procedimiento se ha convertido prácticamente en una rutina en la paleontología, de modo que muchos laboratorios tienen un escáner en el local. En las manchas en escala de grises de los rayos X, los paleontólogos pueden discernir las estructuras internas que alimentaron la inteligencia y las proezas sensoriales de unos dinosaurios que murieron, hace tantísimo tiempo. Los tiranosaurios como rex se han contado entre sus sujetos favoritos (o sus pacientes favoritos, si se quiere), cuyos comportamientos y capacidades cognitivas son misterios que hay que diagnosticar.
Los escaneos nos cuentan no pocas cosas acerca de nuestro paciente. Para empezar, rex tenía un cerebro distintivo. No se parecía en absoluto al nuestro, sino que era más bien un largo tubo levemente combado en la parte posterior, rodeado por una extensa red de senos. También era un cerebro relativamente grande, al menos para un dinosaurio, lo que sugiere que T rex era bastante inteligente. Ahora bien, existen muchas incertidumbres a la hora de medir algo como la inteligencia, incluso en los humanos; no hay más que pensar en todas las pruebas de CI, exámenes, exámenes de selectividad y otros métodos que empleamos para evaluar la inteligencia de las personas. Sin embargo, existe una medida directa a la que los científicos recurren para hacer una comparación aproximativa de la inteligencia de diferentes animales. Se denomina “cociente de encefalización”. Es básicamente una medida del tamaño relativo del cerebro a partir del tamaño del cuerpo, ya que, después de todo, los animales más grandes tienen asimismo un cerebro mayor, como los elefantes, que tienen un cerebro mayor que el nuestro, pero no son más inteligentes. El CI de los tiranosaurios mayores, como T rex, estaba en un rango de 2,0 a 2,4. En comparación, el nuestro es de alrededor de 7,5, el de los delfines oscila entre 4,0 y 4,5, el de los chimpancés entre 2,2 y 2,5, el de perros y gatos se halla en la gama de 1,0 a 1,2 y el de ratones y ratas languidece alrededor de 0,5. Sobre la base de estos números, podemos decir que rex era más o menos tan inteligente como un chimpancé y más inteligente que un perro o un gato, lo que significa que era mucho más inteligente de lo que marca el estereotipo de los dinosaurios.
Una parte del cerebro de los tiranosaurios particularmente grande eran los bulbos olfativos. Se trata de unos lóbulos que hay en la parte delantera del cerebro y que controlan el sentido del olfato. Cada uno de los dos bulbos era algo mayor que una pelota de golf, y mucho mayor en tamaño absoluto que el de cualesquiera otros terópodos. Desde luego, T rex era uno de los más grandes entre estos, de modo que quizá poseía unos bulbos olfativos enormes nada más que en virtud de su tamaño extremo. Entonces, lo que se necesita es una medida relativa del tamaño de los bulbos olfativos. Eso es lo que consiguió precisamente Darla Zelenitsky, de la Universidad de Calgary. Compiló escaneos de numerosos terópodos, calculó el tamaño de los bulbos olfativos y los normalizó dividiéndolos por el tamaño del cuerpo. Incluso después del proceso, seguía encontrando que los grandes tiranosaurios eran casos absolutamente aparte junto con los dinosaurios raptores, que tenían unos bulbos olfativos enormes en proporción y, por lo tanto, un agudo sentido del olfato en comparación con otros dinosaurios carnívoros.
Pero no solo el olfato, sino otros sentidos estaban asimismo aumentados. Los escaneos nos permiten ver dentro del oído interno de rex una red en forma de lazo de tubos que controlarían a la vez el oído y el equilibrio. Los canales semicirculares en la parte superior (que son lo que conferiría la forma de lazo) eran largos y retorcidos. Tal como sabemos a partir de las comparaciones con animales modernos, esto significa que T rex era ágil y capaz de movimientos muy coordinados de cabeza y ojos. De debajo del lazo surge la cóclea, la parte del oído interno que regula la audición. En T. rex la cóclea era más alargada que en la mayoría de los demás dinosaurios. En los animales actuales existe una fuerte correlación: cuánto más larga es la cóclea, mayor es la sensibilidad a los sonidos de baja frecuencia. En otras palabras, Rex también tenía un agudo sentido del oído. Como de la vista; los enormes globos oculares del T. rex se dirigían parcialmente hacia los lados y parcialmente hacia delante, lo que significa que poseían una visión binocular. El rey podía ver en tres dimensiones y percibir la profundidad, al igual que nosotros. Hay otra escena en Jurassic Park en la que se les dice a los asustados humanos que se estén quietos, porque si no se mueven, T. rex no podrá verlos. Tonterías; puesto que podía percibir la profundidad, un rex real se habría zampado sin problema a estas personas acongojadas y desinformadas.
Extraño ejemplar de dinosaurio, perteneciente al cretácico tardío, cuya fisonomía probable es recreada por ordenador. Los fósiles de este individuo se hallaron en La Pollera, Cehegín (Murcia), por un grupo de estudiantes de paleontología procedentes de la University of Begastry, dirigidos por el reputado profesor William Parreño, muy conocido de los ambientes vinícolas y científicos. Se cree que este dinosaurio carnívoro prosperó y ejerció su dominio entre la Peña Rubia, El Quipar y Burete, hace 70 millones de años. De la localización y estudio de sus fósiles se ha constatado que prefería regiones tranquilas de arroyos y riachuelos antes que de ríos ruidosos pues le tenía fobia patológica al agua y los petardos. Fue el primer ejemplar de dinosaurio en este territorio, que de las plumas evolucionó a la pelambre abundante e hirsuta. Los fósiles se conservan en el Museo comarcal del Escobar.  
Así pues, no todo era fuerza bruta. T rex tenía potencia, desde luego, pero también cerebro. Una gran inteligencia, un sentido del olfato de primer orden, y el oído y la vista agudizados. Añádanse estas capacidades al arsenal de rex para elegir a sus víctimas, para escoger qué pobres dinosaurios eran los que iban a morir. 
Lo que más pasmado me deja al imaginar a T rex como un animal real es el principio de su vida como una cría diminuta. Todos los dinosaurios, hasta donde sabemos, hacían eclosión de huevos. Todavía no hemos encontrado ningún huevo de T rex, pero sí que tenemos huevos y nidos de muchos terápodos estrechamente emparentados. Parece que la mayoría de estos dinosaurios vigilaban los nidos y proporcionaban al menos un mínimo de cuidados a sus crías. Sin algo de amor paterno, las crías de dinosaurios habrían sido un caso perdido, porque eran minúsculas. No hay ningún huevo de dinosaurio del que tengamos noticia que fuera mayor que un balón de baloncesto, de modo que incluso las especies más grandes, como T rex, habrían tenido, todo lo más, el tamaño de una paloma al entrar en el mundo.
Cuando mis padres estudiaban a los dinosaurios en el colegio, la conjetura era que T rex y sus parientes crecían como las iguanas, a lo largo de toda la vida, haciéndose cada vez más grandes de forma gradual. Podían llegar a ser tan grandes porque vivían mucho tiempo, y pasado alrededor de un siglo, alcanzaban el tamaño definitivo de algo más de doce metros y el peso de siete toneladas, para después, finalmente, dar algunos pasos y morir. Esta idea llegó incluso a los libros sobre dinosaurios que yo leía de niño, pero, al igual que otras muchas figuraciones arraigadas sobre los dinosaurios, resulta que es falsa. Los dinosaurios como T rex crecían muy rápido, de un modo más parecido a las aves que a los lagartos. La evidencia se halla velada en el interior de los huesos de los dinosaurios, y paleontólogos como Greg Erickson encontraron una manera de sacarla a la luz. Los huesos no son bastones y amasijos estáticos fijados en el cuerpo, sino tejidos vivos, dinámicos, que crecen, que se reparan y se remodelan constantemente. Esta es la razón por la que se curan si se rompen. A medida que la mayoría de los huesos crecen, se hacen más anchos en todas direcciones, expandiéndose desde el centro hacia afuera, pero, por lo general, este crecimiento rápido solo tiene lugar durante determinadas partes del año, en particular el verano o la estación húmeda, cuando abunda el alimento, mientras que se hace más lento durante el invierno o la estación seca. Si se corta un hueso, se puede ver un registro de cada transición temporal del crecimiento, con las fases rápidas y las lentas, en forma de anillos. Así es, al igual que ocurre con los arboles, los huesos tienen anillos en su interior, y debido a que el paso del verano al invierno tiene lugar una vez al año, cada año se forma uno. Al contarlos, se puede saber lo viejo que era un dinosaurio en el momento de su muerte.
Greg obtuvo permiso para cortar los huesos de varios esqueletos diferentes de T rex, junto con otros muchos tiranosaurios que son sus parientes cercanos, como Albertosaurus y Gorgosaurus. De forma sorprendente, ningún hueso tenía más de treinta anillos de crecimiento. Esto significa que los tiranosaurios maduraban, alcanzaban la edad adulta y morían al cabo de tres décadas. Los dinosaurios grandes como T rex no crecían de forma lenta durante varias décadas o incluso siglos, sino que debían de alcanzar un tamaño enorme en un crecimiento rápido durante un periodo de tiempo mucho más corto. Pero ¿con cuánta rapidez? Para descubrirlo, Greg elaboró unas curvas de crecimiento; dispuso en un gráfico la edad de cada esqueleto, determinada a partir del número de anillos óseos, en relación con el tamaño del cuerpo, calculado a partir de aquellas ecuaciones para estimar el peso a partir de las dimensiones de las extremidades que vimos anteriormente. Esto permitió a Greg computar el ritmo al que T rex crecía cada año. Se trata de una cifra casi demasiado elevada como para asumirla, ya que resulta que durante sus años de adolescencia, aproximadamente desde los diez a los veinte, iba ganando unos setecientos sesenta kilogramos al año. ¡Esto supone del orden de dos kilos diarios! No es extraño que T rex tuviera que comer tanto; toda aquella carne de Edmontosaurus y Triceratops impulsaba un demencial acelerón de crecimiento adolescente que transformaba a un polluelo del tamaño de un gatito en el rey de los dinosaurios. 
Podríamos llamar a T rex el James Dean de los dinosaurios, puesto que vivía rápido y moría joven. Una vida dura que suponía una tremenda tensión para su cuerpo. El esqueleto tenía que soportar la adición diaria de dos kilos durante los años del estirón. De alguna manera, el cuerpo tenía que metamorfosearse de una cría diminuta a un monstruo, de modo que no resulta ninguna sorpresa que el esqueleto de T rex cambiara de forma espectacular a medida que maduraba. De chavales, eran como unos elegantes guepardos; en la adolescencia, unos corredores de aspecto larguirucho, y como adultos, unos purasangres terroríficos, más largos y pesados que un autobús. Los jóvenes corrían probablemente mucho más deprisa que los adultos, y quizá perseguían a sus presas, mientras que los espalda plateada eran tan enormes que solo podían cazar con emboscada, con un apoyo mucho mayor en la fuerza que en la velocidad. Lo que es particularmente aterrador es que, al parecer, jóvenes y adultos convivían en manada, lo que significa que quizá cazaban en equipo, complementando las habilidades mutuas para hacer de la vida de sus presas un infierno.
Y aquí está, un vislumbre de la vida y la época del dinosaurio más famoso de la historia. T rex mordía con tanta fuerza que podía triturar los huesos de las presas, era tan corpulento que las carreras veloces le estaban vetadas en la edad adulta, crecía tan rápido en la adolescencia que aumentaba de peso dos kilogramos al día durante una década, tenía un cerebro grande y unos sentidos agudos, cazaba en manada y hasta estaba cubierto de plumas. Quizá no sea esta la biografía que el lector esperaba. Y ahí está la cuestión. Todo lo que hemos descubierto acerca de T rex nos dice que esta especie, así como los dinosaurios en general, eran unos éxitos increíbles de la evolución, bien adaptados a sus ambientes, los amos de su época. Lejos de ser fracasos, eran éxitos evolutivos. También eran notablemente similares a los animales actuales, en particular a las aves, puesto que tenían plumas, crecían a un ritmo similar e incluso respiraban como las aves. Los dinosaurios no eran extraterrestres, sino animales reales que tenían que hacer lo que todos hacemos, a saber, crecer, comer, desplazarse y reproducirse. Y ninguno lo hizo mejor que T Rex, el único y verdadero rey.
FINAL QUINTA PARTE

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