01 octubre 2019

DINOSAURIOS EN LA SIERRA DE LAS VILLAS II

Mientras seguimos avanzando hacia la cocorota de la Piedra del Enjambre, estudiamos la forma de hilvanar todo este batiburrillo de nociones adquiridas merced a mis últimos apuntes sobre dinosaurios. Una suerte de registro resumen de las jugadas más interesantes que he ido recopilando durante la lectura del interesante libro de Brusatte. El propósito es combinarlas con el relato en imágenes de nuestra más reciente excursión. Volvemos por tanto con esos colosos del Jurásico y Cretácico para afirmar que no eran alienígenas ni fallos evolutivos. Tuvieron por el contrario, un éxito arrollador, llegando a medrar durante más de 150 millones de años, dando lugar a algunos de los animales más asombrosos que hayan existido jamás, entre los que se incluyen las aves y unas diez mil especies de dinosaurios modernos. Su hogar era el nuestro, el mismo planeta Tierra, sometido a cambios climáticos y ambientales, tan caprichosos como los que afrontamos nosotros. A veces llegaron a evolucionar bajo condiciones tan difíciles (monstruosas erupciones volcánicas, impacto de meteoritos, desplazamiento de continentes, niveles de mar y temperaturas que oscilaban caóticamente, etc) que cuesta creer que pese a todo, fueran capaces de adaptarse durante millones de años al entorno tan cambiante que les tocó vivir. Sin embargo, hace 66 millones de años, un suceso de consecuencias apocalípticas, arramblaría en tan solo treinta días, con toda forma de vida sobre la tierra. Solo Carles Puigdemont, Quim Torra y alguno más, lograrían aguantar hasta nuestros días.
Desde lo alto de la Piedra del Enjambre se divisan buenas panorámicas en derredor.
Eras geológicas
 Las rocas registran la historia; cuentan relatos de un pasado muy antiguo, mucho antes de que los humanos deambularan sobre la Tierra. Ese cambio en las rocas, quizá solo sea detectable para los ojos avezados de un científico, pero documenta uno de los momentos más increíbles de la historia de la Tierra. Una breve ocasión en la que el mundo cambió, un punto de inflexión que tuvo lugar hace unos 252 millones de años, antes de nosotros, antes de los mamuts lanudos, antes de los dinosaurios, pero que todavía reverbera en la actualidad. ¿Quién sabe el aspecto que hoy tendría el mundo, de haberse desarrollado las cosas de otra manera...!
Si hubiéramos estado en este mismo lugar hace 252 millones de años, durante una porción de tiempo que los geólogos denominan "periodo Pérmico", nuestro entorno apenas habría sido reconocible. No habría fábricas ni cortijos en ruinas, ni independentistas ni otras señales de vida humana. No habría aves en el cielo, ni conejos, ni ratas ni cobardes puigdemones dando golpes de estado, camino de Bruselas para no ser detenidos; ni jabalíes ni cabras que se nos cruzaran al amanecer o atardecer en las sendas de Burete, ni ardillas escalando graciosamente y con brío el erecto tronco de un pino Carrasco; ni coscoja que nos arañara las pantorrillas al buscar un lugar apartado en la senda de los Rincones Oscuros donde echar una cagada; ni tábanos, pulgas ni mosquitos tigre que se alimentaran con nuestra sangre calidad reserva del 64. Todo eso evolucionaría algo más tarde.
Llegado un punto, la Tierra empezó a retumbar a gran profundidad. No habríamos podido notarlo en la superficie, al menos en sus orígenes, hace unos 252 millones de años. Ocurría a 80 kilómetros, quizá a 170 kilómetros bajo tierra, en el manto, la capa intermedia del sándwich que forman la corteza-manto-núcleo de la estructura de nuestro planeta. El manto es roca sólida tan caliente y sometida a una presión tan intensa que, durante largos tramos del tiempo geológico, puede fluir como una gelatina extra viscosa. De hecho, el manto tiene corrientes, como un río. Estas corrientes son las que impulsan el sistema que transporta las fuerzas que fragmentan la delgada corteza externa de las placas tectónicas que en el transcurso del tiempo se desplazan unas con respecto a las otras.
No tendríamos montañas ni océanos ni superficie habitable sin las corrientes del manto. Sin embargo, de vez en cuando, una de las corrientes se descontrola. Una serie de penachos calientes de roca líquida se desgajan y empiezan a abrirse paso hacia la superficie, para finalmente estallar a través de los volcanes. Imagínese el lector un continente abrasado por la lava, el cuadro apocalíptico de una película de desastres, de serie be. Baste decir que todos los pareiasaurios, dicinodontes y gorgonopsios, bichos anteriores a los dinosaurios, la mayoría de ellos se volatilizaron, desaparecieron. Estamos hablando de la extinción masiva que aconteció entre el Pérmico-Triásico, hace 252 millones de años, proceso que duraría un millón de años y que acabaría con el 96% de las especies que por entonces habitaban el planeta. Casi todo quisque la palmó.
Al final del Pérmico, fueron estos los agentes reales de muerte e iniciaron una cascada de destrucción que duraría millones de años y que, en el proceso, cambiaría el mundo de manera irrevocable.
Las descripciones de desastres y catástrofes podrían seguir a lo largo de imágenes como las que nos sirven para ilustrar este apocalíptico momento, pero el resumen es que el final del Pérmico fue una muy mala época para estar vivo, pues se dio el mayor episodio de mortandad en masa de la historia de nuestro planeta.
Aquel momento en el tiempo, hace 252 millones de años, cuya crónica se recoge en el rápido cambio de pizarras a rocas guijarrosas en una cantera polaca, fue lo más cerca que estuvo la vida de ser eliminada por completo. Después las cosas mejoraron. Siempre lo hacen. La vida es resiliente, y algunas especies son siempre capaces de superar incluso las peores catástrofes, en espera de la siguiente.
Después de haber visitado el mirador de la Piedra del Enjambre, vistas que serán eclipsadas sin duda por las que disfrutaremos a continuación desde el entorno de la Piedra del Agujero, (también denominada Ojo de Carrales) durante el camino, pasamos por estas ruinas de la Choza de la Albarda.
La clase de geografía habría sido fácil en aquellos días. Un súper continente, al que llamamos Pangea, y un océano, al que llamamos Pantalasa. 

Los dinosaurios nacieron en un mundo que nos resultaría completamente ajeno. ¿Cómo era vivir en un lugar como ese?Primero, pensemos en la geografía Física. El supercontinente se extendía por todo un hemisferio de la Tierra en el Triásico, desde el Polo Norte al Sur. Se parecía un poco a una gigantesca letra C, con una gran hendidura en el centro, por la que un brazo de Pantalasa se introducía en el continente. Encumbradas cordilleras serpenteaban a través del paisaje en ángulos extraños, señalando las suturas en las que unos bloques más pequeños de corteza habían colisionado antaño para constituir el continente gigante, como piezas de un rompecabezas. Dicho rompecabezas no se ensambló muy fácilmente ni con rapidez. Durante cientos de millones de años, las altas temperaturas del interior del planeta empujaron y arrastraron aquella diversidad de continentes más pequeños que habían sido el hogar de generaciones de animales mucho antes de la aparición de los dinosaurios, hasta que todos los continentes quedaron aglutinados en un solo y extenso reino. 
El apocalipsis de la extinción de finales del Pérmico dejó un campo de juego tan vacío que hubo espacio para que evolucionara toda suerte de animales, algo que ocurrió sin cesar durante los cincuenta millones de años del Triásico. Fue una época de una gran agitación biológica, que cambió el planeta para siempre y que todavía resuena en la actualidad. No es extraño que muchos paleontólogos se refieran al Triásico como el "alba del mundo moderno".

Las nuevas criaturas estaban tan bien dotadas, con una velocidad, agilidad, metabolismo e inteligencia superiores, que ganaron en la competencia con todos los demás animales del Triásico, como las salamandras gigantes, los primitivos sinápsidos parecidos a mamíferos o los pseudosuquios de linaje crocodiliano.
 Los dinosaurios eran los elegidos. Su destino manifiesto era enfrentarse a las especies más débiles, superarlas y establecer un imperio global. Se impusieron a sus oponentes en el campo de batalla del Triásico tardío.
Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos de nuevo al tormento de las calamidades que se avecinaban. En algún momento de hace aproximadamente 240 millones de años, la Tierra empezó de nuevo a resquebrajarse. La evolución aún no había llegado a los dinosaurios propiamente dichos, pero sus antepasados dinosauromorfos del tamaño de un gato estuvieron allí para experimentar el agrietamiento... aunque no había mucho que experimentar, al menos todavía no. Pudieron haberse producido algunos terremotos menores, pero es probable que los dinosauromorfos ni siquiera los notasen, pues estaban atareados con cosas más importantes como eludir a las supersalamandras y sobrevivir a los megamonzones.
 
 
 Estas fuerzas y fracturas de hace unos 200 millones de años conformaron la geografía moderna. Pero acontecieran más cosas, porque los continentes no se separan sin más y ahí se acaba todo. Al igual que con las relaciones humanas, las cosas pueden ponerse muy desagradables cuando un continente se fragmenta. Y los dinosaurios y otros animales que crecieron en Pangea estaban a punto de cambiar para siempre debido a las consecuencias de que su hogar se partiera en dos. No se exagera: algunos de aquellos flujos de lava alcanzaron en conjunto los mil metros de espesor. Podrían haber enterrado el As de Copas casi dos veces. Un total de ocho millones de kilómetros cuadrados quedaron anegados en lava en el corazón de Pangea. Ni que decir tiene que volvió a ser una mala época para ser un dinosaurio o, si a eso vamos, cualquier otro bicho viviente.
 Se trató de algunas de las mayores erupciones volcánicas de la historia de la Tierra. La lava no solo bañó el territorio, sino que los gases tóxicos que surgieron de ella envenenaron la atmósfera y provocaron un calentamiento global desbocado. El resultado fue una de las mayores extinciones en masa de la historia de la vida, una mortandad que afectó a más del 30 por ciento de las especies y quizá a muchas más. Sin embargo, aunque resulte paradójico, fue lo que ayudó a los dinosaurios a superar la depresión de sus inicios vitales y a convertirse en los animales enormes y dominantes que llegarían a encandilar nuestra imaginación.
 
 
 

La lava penetró en cuatro oleadas, cada una de las cuales abrasaron las cuencas de rift, (los rifts son fosas tectónicas alargadas donde la corteza terrestre está sufriendo divergencia y distensiones, producto de la separación de placas tectónicas. Si el rift está activo, la tectónica puede producir sismos y vulcanismo recurrente. Los rifts pueden tener dimensiones de centenares a miles de kilómetros de longitud) antes verdes, y propagó gases tóxicos por todo el planeta, con lo que una situación mala se trocó en otra mucho peor. No fue hasta transcurrido aproximadamente un millón de años (un parpadeo en términos geológicos) que las erupciones cesaron, pero habían transformado la Tierra para siempre. Los dinosaurios, los arcosaurios pseudosuquios del linaje crocodiliano, los grandes anfibios y los parientes de los mamíferos primigenios que vivían en las cuencas de rift eran dichosamente ignorantes de lo que estaba a punto de ocurrir. Las cosas empeoraron de forma vertiginosa.
Las erupciones iniciales de Marruecos liberaron nubes de dióxido de carbono, un gas de potente efecto invernadero que en poco tiempo caldeó el planeta. Hubo tal calentamiento que unas extrañas formaciones de hielo sumergidas en el interior del fondo marino, llamadas "clatratos", se derritieron de forma simultánea en todos los océanos del planeta. Los clatratos no son como los bloques de hielo sólido a los que estamos acostumbrados, los que ponemos en los cubatas o utilizamos en un balde para enfriar los quintos de cerveza. Son una sustancia más porosa, una celosía de moléculas de agua helada que pueden atrapar otras sustancias en su interior. Una de dichas sustancias es el metano, un gas que rezuma constantemente desde las profundidades de la Tierra y se infiltra en los océanos, pero que queda encerrado en los clatratos antes de poder escapar a la atmósfera. El metano es desagradable; es un gas de efecto invernadero más potente incluso que el dióxido de carbono, y su capacidad de caldear la Tierra es de más de treinta y cinco veces la de este gas. De manera que, cuando el primer torrente de dióxido de carbono volcánico aumentó las temperaturas globales y derritió los clatratos, todo el metano anteriormente atrapado bajo el océano se liberó de golpe. Esto inició un proceso desenfrenado de caldeamiento global. La cantidad de gases de efecto invernadero en la atmósfera se triplicó en cuestión de aproximadamente unas pocas decenas de miles de años, y las temperaturas aumentaron del orden de 3 o 4 grados.
Los ecosistemas terrestres y oceánicos no pudieron resistir un cambio tan rápido. Las temperaturas mucho más cálidas imposibilitaron el crecimiento de muchas plantas y, de hecho, más del 95 por ciento de ellas se extinguió. Los animales que se alimentaban de plantas se encontraron sin comida, y muchos reptiles, anfibios y primeros parientes de los mamíferos desaparecieron asimismo, como una hilera de fichas en efecto dominó en la cadena alimentaria. Las reacciones químicas en cadena hicieron que aumentase la acidez del océano, lo que diezmó a los organismos con caparazones calcáreos y desbarató las redes tróficas. El clima se volvió peligrosamente variable, con episodios de calor intenso seguidos de periodos más frescos. Esto aumentó las diferencias de temperatura entre el Pangea septentrional y el meridional, lo que provocó que los megamonzones fueran más severos, que la humedad aumentase aún más en las regiones costeras y que los interiores continentales devinieran mucho más secos. Pangea no había sido nunca un lugar particularmente acogedor, pero aquellos primeros dinosaurios, que ya se hallaban limitados por los monzones, los desiertos y sus rivales pseudosuquios, se encontraban ahora en una situación incluso peor.
Paradójicamente, después de que algunas de las mayores erupciones volcánicas de la historia de la Tierra profanaran los ecosistemas, los dinosaurios se hicieron más diversos, más abundantes y más grandes. Aparecieron especies completamente nuevas de dinosaurios por evolución, las cuales se diseminaron por entornos nuevos, mientras que, sin embargo, otros grupos de animales se extinguían. A pesar de que el mundo se iba al garete, los dinosaurios prosperaban, aprovechando de alguna manera el caos que había a su alrededor.
Cuando los volcanes se quedaron sin lava y su reinado de terror de seiscientos mil años hubo terminado, el mundo era un lugar muy distinto del que había sido en el Triásico tardío. Era mucho más cálido, las tempestades eran más intensas y había incendios con facilidad; nuevos tipos de helechos sustituyeron a las antaño abundantes coníferas de hoja ancha, y muchos de los animales más carismáticos del Triásico habían desaparecido. Tanto los parientes de los mamíferos con aspecto de cerdo, los dicinodontes, como esos herbívoros con pico que eran los rincosaurios se habían extinguido; los anfibios, las supersalarnandras, habían desaparecido casi en su totalidad. ¿Y qué había sido de los pseudosuquios, aquellos arcosaurios de linaje crocodiliano que habían superado a los dinosaurios en número, en potencia muscular y, al parecer, en competencia, durante los últimos treinta millones de años del Triásico? Casi todas las especies mordieron el polvo. Los hocicudos fitosaurios, los etosaurios de aspecto de tanque, los rauisuquios, depredadores culminales, y esos extraños bichos parecidos a los dinosaurios del tipo de Effigia...

De ninguno de ellos se supo nada después. Los únicos pseudosuquios que consiguieron permanecer después de la gran fragmentación de Pangea fueron unos pocos tipos de crocodilianos primitivos, un pequeño grupo rezagado y agotado por la batalla que, al final, evolucionaría para dar lugar a los caimanes y cocodrilos modernos, pero que nunca volverían a conocer el éxito del que habían gozado en el Triásico tardío, cuando parecían destinados a adueñarse del mundo.
De algún modo, los dinosaurios salieron vencedores. Resistieron la división de Pangea, el vulcanismo, los caprichosos cambios del clima y los incendios que diezmaron a sus rivales. Interesante sería tener una buena respuesta al por qué. ¿Había algo especial en los dinosaurios que les confirió una ventaja sobre los pseudosuquios y los demás animales extinguidos?
¿Crecían más deprisa, se reproducían más rápido, tenían un metabolismo superior o se movían de manera más eficiente? ¿Tenían maneras mejores de respirar, de esconderse o de aislar el cuerpo durante las oleadas de calor y frío extremos? Es posible, pero el hecho de que tantos dinosaurios y pseudosuquios tuvieran un aspecto y un comportamiento tan parecido hace que estas ideas sean vaporosas, de poca consistencia, en el mejor de los casos.
Quizá los dinosaurios simplemente tuvieron más suerte. Quizá las reglas normales de la evolución quedan desmanteladas cuando tiene lugar una catástrofe global tan repentina y devastadora. Podría ser que los dinosaurios, sencillamente, fueran esos pasajeros que salieron indemnes de un accidente de aviación, salvados por la buena fortuna, cuando tantos otros han muerto. Sea cual sea la respuesta, se trata de un enigma que espera a ser resuelto por la siguiente generación de paleontólogos.
Ni qué decir tiene, que a estas alturas del relato, nos hallamos caminando por encima de La Piedra del Agujero. Es un lugar curioso y emblemático de por aquí; propicio y propenso al encuentro con alguna criatura despistada del doctor Parreño. Espero equivocarme pero es el típico entorno que a ellas les gusta.
No me resultó sencillo encontrar el agujero horadado en la piedra porque el gps me situaba justo encima, y no lograba localizarlo, pero es que, en efecto, la ventana labrada en la roca se hallaba por debajo de mí. Solo eso que llaman intuición montañera me condujo hasta dar con el pasadizo de acceso al lugar.
FINAL SEGUNDA PARTE

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