En el paraje de la Piedra del Agujero, se me ha ido el santo al cielo, permaneciendo más tiempo del aconsejable. Por ello, el astro rey en su cenit, comienza a hostigarme de lo lindo. Voy siguiendo el track y me acerco al sumidero. Debo tener cuidado porque precipitarse por el hueco, representaría para mi integridad física, algo más que un coscorrón o leve rasguño. A tiro de piedra tengo ya la casa del Agua de los Perros. Me encanta el topónimo. Su ubicación me parece idílica; perfecta para hacer un vivac.
¡Maravillas de la naturaleza que se dice...! No vi sencillo el acceso sin demorar en el tiempo la ruta, más de lo que ya llevaba de retraso, por tanto, decidí cogerle unas fotos, aprovechando el zoom de la cámara, desde un enclave que me pillara de paso. Lo bonito e interesante sería fotografiar la bóveda, en un día lluvioso, con el agua cayendo en torrente por el sumidero.
¡Impresionante lo de esta bóveda de cañón natural!
La misma toma de antes, sin la fiera.
Desde aquí al vértice geodésico del Caballo Torraso, se me indigestó un pelín la ruta. El sol caía a plomo sobre mi cogote y el calor menoscababa a cada paso, la frescura de mi empuje. Para más inri, hasta alcanzar el tramo de pista próxima a la "Laguna de Carrales", todo era un transitar campo a través, de monte arrasado, sin una mala sombra donde guarecerse o refrescarse. A todo esto, eran ya pasadas las dos de la tarde. Y me quedaba por delante el martirizador zigzagueo de acometida final a la caseta fogoneros del Caballo Torraso, donde pensaba reponer fuerzas y descansar; con un depósito de agua muy mermado que ya comenzaba a dosificar, la situación se tornaba incierta, sobre todo, pensando en la vuelta.
Pero mientras vemos adonde tenemos que subir, una vez alcanzada la pista, volvamos de nuevo a nuestros dinosaurios.
Un sofocante día de verano de 2010, en la ciudad de Gazhou, en el sudeste de China, el operador de una retroexcavadora notó un fuerte crujido. Se temió lo peor. La cuadrilla se apresuraba para terminar un polígono industrial. Cualquier retraso podía salir caro. Quizá había topado con una roca madre impenetrable, con una antigua cañería de agua, con una bomba no estallada, arrojada por el ejército japonés durante la II GM, o con cualquier otra molestia que pudiera retrasar el proyecto. Sin embargo, cuando el polvo y el humo se disiparon, no vio ni tuberías ni cables destrozados. No había roca firme a la vista. En cambio, apareció algo muy diferente: unos huesos fosilizados, muchísimos, algunos de ellos enormes. La obra se paralizó. El operario no poseía ningún título ni formación alguna en paleontología, pero intuyó que se trataba de un descubrimiento importante. Sabía que contemplaba los restos de un dinosaurio. El país se había convertido en el epicentro de nuevos descubrimientos de dinosaurios; en la actualidad, aproximadamente la mitad de las nuevas especies se encuentran allí. De modo que avisó al capataz y a partir de ese momento, comenzó la locura. El dinosaurio había permanecido enterrado durante más de 66 millones de años.
Qianzhousaurus forma parte del aluvión de nuevos descubrimientos de tiranosaurios que ha tenido lugar durante la última década y que está transformando el conocimiento que tenemos de este grupo de dinosaurios carnívoros, el más icónico de todos. El propio Tyrannosaurus Rex ha estado en el candelero durante más de un siglo, desde que fue descubierto en los primeros años de la década de 1900. Es el rey de los dinosaurios, un leviatán de doce metros de largo y siete toneladas de peso que podía mirar cara a cara a casi todos los habitantes del planeta.
Más adelante, durante el siglo XX, los científicos descubrieron algunos parientes cercanos de T rex que también eran enormes, y se dieron cuenta de que estos grandes depredadores formaban su propia rama en la genealogía de los dinosaurios. Que eran un grupo antiguo, originado más de 100 millones de años antes de T rex, durante los días dorados del Jurásico medio, cuando los dinosaurios empezaban a prosperar y los saurópodos cuellilargos hacían retumbar la tierra que pisaban. Los primeros tiranosaurios no impresionaban demasiado. Eran carnívoros marginales, del tamaño de un humano. Continuaron así durante otros 80 millones de años, viviendo a la sombra de depredadores mayores, como el Allosaurus, extensivo a sus parientes, y más tarde los feroces Carcarodontosaurios, en el Cretácico temprano y medio.
Solo entonces, después de aquel interminable periodo de evolución discreto, casi en el anonimato, comenzaron los tiranosaurios a aumentar de tamaño y a hacerse más fuertes y dañinos. Alcanzaron la cima de la cadena trófica y dominaron el mundo durante los últimos 20 millones de años de la Era de los Dinosaurios. (Ejemplar capturado en las playas de Cabo de Gata, Almería)
El libro de Brusatte es muy didáctico y su éxito radica en el estilo coloquial, a veces un tanto novelero que emplea para escribir. Ello lo hace asequible a todo curioso que quiera acercarse al mundo de los dinosaurios. Es un paleontólogo muy joven que debe estar al día de los últimos descubrimientos y hallazgos. Aunque como sucede en el campo científico y de la investigación, sus tesis están sujetas a debate y no pocas refutaciones. De hecho, obviar al Spinosaurio en su libro, se me antoja un error de bulto que me ha dejado desubicado, como ya referí en la primera entrada de esta serie. No obstante, el capítulo que dedica al rex me parece muy interesante. Me apetece fusilarlo casi al completo, y de hecho, lo haremos. Es bastante extenso, pero bien merece la pena su lectura. Ya comprobaremos que el useño habla de su admirado rex completamente arrobado, rendido, entusiasmado, sin hacer la más mínima mención en su libro al otro bicho, que también contó para someter a sus víctimas, de armas y recursos corporales tan letales como los del mismo rex. Ante esta importante omisión que presenta el trabajo del señor Brusatte, no puedo por menos que hacer por mi cuenta, una sucinta recopilación de la información que en la red existe publicada sobre el Spinosaurio. Ya veremos, que si bien el rex fue un bicho aterrador, el otro, 30 millones de años antes, no le anduvo a la zaga en cuanto a capacidad mortífera se refiere. En fin, a todo esto, hemos llegado arriba y allí me he encontrado con un amable vigilante del Infoca que me ha hecho la estancia en las inmediaciones de la garita de Fogoneros, muy agradable.
Un sofocante día de verano de 2010, en la ciudad de Gazhou, en el sudeste de China, el operador de una retroexcavadora notó un fuerte crujido. Se temió lo peor. La cuadrilla se apresuraba para terminar un polígono industrial. Cualquier retraso podía salir caro. Quizá había topado con una roca madre impenetrable, con una antigua cañería de agua, con una bomba no estallada, arrojada por el ejército japonés durante la II GM, o con cualquier otra molestia que pudiera retrasar el proyecto. Sin embargo, cuando el polvo y el humo se disiparon, no vio ni tuberías ni cables destrozados. No había roca firme a la vista. En cambio, apareció algo muy diferente: unos huesos fosilizados, muchísimos, algunos de ellos enormes. La obra se paralizó. El operario no poseía ningún título ni formación alguna en paleontología, pero intuyó que se trataba de un descubrimiento importante. Sabía que contemplaba los restos de un dinosaurio. El país se había convertido en el epicentro de nuevos descubrimientos de dinosaurios; en la actualidad, aproximadamente la mitad de las nuevas especies se encuentran allí. De modo que avisó al capataz y a partir de ese momento, comenzó la locura. El dinosaurio había permanecido enterrado durante más de 66 millones de años.
Qianzhousaurus forma parte del aluvión de nuevos descubrimientos de tiranosaurios que ha tenido lugar durante la última década y que está transformando el conocimiento que tenemos de este grupo de dinosaurios carnívoros, el más icónico de todos. El propio Tyrannosaurus Rex ha estado en el candelero durante más de un siglo, desde que fue descubierto en los primeros años de la década de 1900. Es el rey de los dinosaurios, un leviatán de doce metros de largo y siete toneladas de peso que podía mirar cara a cara a casi todos los habitantes del planeta.
Más adelante, durante el siglo XX, los científicos descubrieron algunos parientes cercanos de T rex que también eran enormes, y se dieron cuenta de que estos grandes depredadores formaban su propia rama en la genealogía de los dinosaurios. Que eran un grupo antiguo, originado más de 100 millones de años antes de T rex, durante los días dorados del Jurásico medio, cuando los dinosaurios empezaban a prosperar y los saurópodos cuellilargos hacían retumbar la tierra que pisaban. Los primeros tiranosaurios no impresionaban demasiado. Eran carnívoros marginales, del tamaño de un humano. Continuaron así durante otros 80 millones de años, viviendo a la sombra de depredadores mayores, como el Allosaurus, extensivo a sus parientes, y más tarde los feroces Carcarodontosaurios, en el Cretácico temprano y medio.
Solo entonces, después de aquel interminable periodo de evolución discreto, casi en el anonimato, comenzaron los tiranosaurios a aumentar de tamaño y a hacerse más fuertes y dañinos. Alcanzaron la cima de la cadena trófica y dominaron el mundo durante los últimos 20 millones de años de la Era de los Dinosaurios. (Ejemplar capturado en las playas de Cabo de Gata, Almería)
El libro de Brusatte es muy didáctico y su éxito radica en el estilo coloquial, a veces un tanto novelero que emplea para escribir. Ello lo hace asequible a todo curioso que quiera acercarse al mundo de los dinosaurios. Es un paleontólogo muy joven que debe estar al día de los últimos descubrimientos y hallazgos. Aunque como sucede en el campo científico y de la investigación, sus tesis están sujetas a debate y no pocas refutaciones. De hecho, obviar al Spinosaurio en su libro, se me antoja un error de bulto que me ha dejado desubicado, como ya referí en la primera entrada de esta serie. No obstante, el capítulo que dedica al rex me parece muy interesante. Me apetece fusilarlo casi al completo, y de hecho, lo haremos. Es bastante extenso, pero bien merece la pena su lectura. Ya comprobaremos que el useño habla de su admirado rex completamente arrobado, rendido, entusiasmado, sin hacer la más mínima mención en su libro al otro bicho, que también contó para someter a sus víctimas, de armas y recursos corporales tan letales como los del mismo rex. Ante esta importante omisión que presenta el trabajo del señor Brusatte, no puedo por menos que hacer por mi cuenta, una sucinta recopilación de la información que en la red existe publicada sobre el Spinosaurio. Ya veremos, que si bien el rex fue un bicho aterrador, el otro, 30 millones de años antes, no le anduvo a la zaga en cuanto a capacidad mortífera se refiere. En fin, a todo esto, hemos llegado arriba y allí me he encontrado con un amable vigilante del Infoca que me ha hecho la estancia en las inmediaciones de la garita de Fogoneros, muy agradable.
TIRANOSAURIO REX
El Triceratops se encontraba a salvo. Se hallaba al otro lado del río, separado por rápidos infranqueables, del peligro que se avecinaba en la orilla opuesta. Pero podía ver lo que estaba a punto de ocurrir y era incapaz de detenerlo. A no más de quince metros de distancia, sobre un saliente de arena y fango que se proyectaba hacia el otro lado del agua, se entretenía un grupo de tres Edmontosaurus. Arrancaban hojas de los matorrales floridos que se aferraban a la costa con los agudos picos parecidos a los de un pato. Mecían las mejillas, llenas de comida, en un movimiento masticatorio. El sol de las últimas horas de la tarde centelleaba sobre las corrientes, y los silbidos de los pájaros situados en lo alto de los árboles radiaban paz y calma.
Pero no todo iba bien. En la orilla lejana, el Triceratops advertía algo que el rebaño de Edmontosaurus no podía ver: otro animal, que se escondía entre los árboles más altos, en el linde de la jungla donde esta se encontraba con la barra de arena, con la piel escamosa y verde casi perfectamente camuflada. Los ojos lo delataban, dos esferas bulbosas que brillaban con expectación. Se movían rápidamente de izquierda a derecha, en intervalos de fracciones de segundo, vigilando a los tres masticadores de plantas desprevenidos, a la espera del momento adecuado. Y este llegó, en una explosión de violencia.
El monstruo de piel verde y ojos rojos se precipitó fuera de la maleza para salir al paso de los herbívoros. Era una visión terrorífica: el depredador acechante era más largo que un autobús urbano. Alcanzaba los trece metros de longitud y pesaba al menos cinco toneladas. De las escamas del cuello y del dorso sobresalía pelusa, un vello miserable e hirsuto. Tenía una cola larga y musculosa, unas piernas corpulentas y unos brazos ridículamente minúsculos colgando a los lados mientras se abalanzaba de cabeza hacia el rebaño de Edmontosaurus con las fauces abiertas. Al abrir la boca, dejó ver los alrededor de cincuenta dientes puntiagudos que se alojaban en el interior, cada uno de ellos del tamaño de una escarpia de vía férrea. Se cerraron sobre la cola de uno de los Edmontosaurus, y la cacofonía del hueso aplastado y de los gritos de angustia reverberó por todo el bosque. Desesperado, el Edmontosaurus objeto del asalto consiguió liberarse y anadeó hasta llegar a los árboles, con la cola cortada colgando tras él y con un diente roto del depredador clavado como una marca de la lucha. ¿Sobreviviría o sucumbiría a las heridas en las profundidades ocultas del bosque? El Triceratops no lo sabría nunca.
Molesta por el fracaso del ataque, la bestia dirigió la atención al más pequeño de los pico de pato, pero el joven se marchaba corriendo hacia el interior del bosque, esquivando troncos y matorrales a velocidad de carrera. El voluminoso carnívoro se dio cuenta de que no tenía posibilidades de atraparlo y emitió un gemido de frustración, surgido de lo más hondo de su garganta.
Todavía quedaba un Edmontosaurus, arrinconado en la barra de arena, entre el agua y el monstruo ávido de carne. Cuando el depredador giró la cabeza en dirección al río, ambos se miraron a los ojos. La huida era imposible, de manera que ocurrió lo inevitable.
La cabeza se abalanzó hacia delante. La dentellada encontró la carne. Los huesos se quebraron cuando el cuello del herbívoro quedó hecho jirones; la sangre se derramó hacia el agua y se mezcló con las blancas corrientes de espuma, al tiempo que los dientes rotos del depredador llovían a medida que este desgarraba a su víctima.
Después, en el interior del bosque se produjo un ruido de crujidos. Las ramas se quebraban y las hojas salían volando. El Triceratops observaba impresionado cuando otras cuatro bestias verdes, de enorme cabeza y dientes como escarpias, casi idénticos en tamaño y forma al primero, aparecieron sobre la orilla del río. Era una manada; el atacante era el líder y ahora los subordinados venían a compartir la victoria. Los cinco animales hambrientos resoplaban y gruñían, mordisqueándose unos a otros la cara mientras competían por los mejores tajos de carne.
Desde la comodidad de la orilla opuesta, el Triceratops sabía bien qué era lo que veía. Porque lo había vivido antes; en una ocasión, se había librado de las fauces de uno de aquellos asesinos voraces, al que había corneado con uno de sus cuernos hasta que la bestia lo liberó del agarre. Todos los Triceratops conocían a aquel depredador feroz. Era su gran rival, el terror que surgía como un fantasma desde los árboles y masacraba rebaños enteros. Era Tyrannosaurus Rex, el rey de los dinosaurios, el mayor depredador que ha vivido en tierra firme en los 4.500 millones de años de historia del planeta.
Tyrannosaurus rex es un personaje célebre, protagonista habitual de numerosas pesadillas, pero también fue un animal real. Los paleontólogos saben mucho de él, como qué aspecto tenía, el modo en que se desplazaba, respiraba y percibía el mundo, qué comía, cómo crecía y por qué pudo llegar a hacerse tan grande. En parte, se debe a que tenemos muchos fósiles: una cincuentena de esqueletos, algunos casi completos, más de los que existen para cualquier otro dinosaurio. Pero más que nada la razón está en que muchos científicos se sienten atraídos de forma impulsiva hacia la majestad del rey, de la misma manera que muchas personas están obsesionadas con las estrellas de cine o con los deportistas. Cuando los científicos nos encaprichamos con algo, empezamos a juguetear con todo instrumento, experimento u otro tipo de análisis a nuestro alcance. Hemos sometido a T rex a toda nuestra caja de herramientas: TAC para observar las cavidades del cerebro y de los órganos de los sentidos, animaciones de ordenador para comprender su postura y locomoción, programas informáticos ingenieriles para establecer modelos de alimentación, estudios microscópicos de los huesos para ver cómo crecía... y la lista sigue. Como resultado, sabemos más de este dinosaurio del Cretácico que de muchos animales actuales. ¿Cómo era T rex como animal vivo que respiraba, se alimentaba, se desplazaba y crecía? Permítame el lector que le ofrezca una biografía no autorizada del rey de los dinosaurios.
Empecemos con las estadísticas vitales. No hace falta decirlo, pero rex era enorme; los adultos tenían unos trece metros de largo y se estima que pesaban siete u ocho toneladas, en virtud de aquellas ecuaciones que hemos visto unos capítulos atrás con las que se calcula el peso del cuerpo a partir del grosor del fémur. Se trata de unas proporciones fuera de lo común para los dinosaurios carnívoros. Los amos del jurásico (el carnicero Allosaurus, Torvosaurus y sus parientes) crecían hasta los diez metros de largo y pesaban unas pocas toneladas; eran monstruos, desde luego, pero nada que se acercara a rex. Después de que los cambios de temperatura y del nivel del mar dieran paso al Cretácico, algunos Carcarodontosaurios de África y Sudamérica crecieron aún más que sus predecesores del Jurásico. Los Giganotosaurus, por ejemplo, eran casi tan largos como rex, y quizá alcanzaron las seis toneladas. Pero sigue siendo una o dos más liviano que rex, de manera que este no tiene competidores para el título de animal puramente carnívoro, mayor que cualquier otro que viviese en tierra firme durante la era de los dinosaurios o, de hecho, en cualquier época de la historia de nuestro planeta.
Si se muestra una imagen de T rex a unos niños de párvulos, sabrán lo que es de inmediato. Tiene un estilo característico, un físico único o, en la jerga científica, un plan corporal distintivo. La cabeza era enorme, posada sobre un cuello corto y robusto, como el de un culturista. La descomunal cocorota se estabilizaba gracias a una cola larga y ahusada, que se proyectaba en horizontal, como un balancín. Rex se mantenía nada más que sobre las patas traseras, y los muslos y las pantorrillas musculosos impulsaban sus movimientos. Se mantenía en equilibrio sobre la punta de los pies, como si fuera una bailarina, y el arco o planta del pie rara vez tocaba el suelo, de manera que sus tres dedos enormes mantenían todo el peso. Las extremidades anteriores parecían inútiles, unas cosas esmirriadas con dos dedos regordetes, cómicamente desproporcionadas en relación con el resto del cuerpo. Este no era grueso como el de los saurópodos cuellilargos, pero tampoco mostraba la complexión delgada de un corredor como Velociraptor. Era el tipo corporal propio de T rex.
La potencia de rex radicaba en la cabeza. Era una máquina de matar, una cámara de tortura para las presas y una máscara del mal, todo en uno. De aproximadamente un metro y medio de largo desde el hocico al oído, el cráneo tenía la longitud aproximada de una persona promedio. Más de cincuenta dientes aguzados como cuchillos que formaban una sonrisa siniestra, algunos muy pequeños para mordisquear, en la parte delantera del hocico, y una hilera de escarpias aserradas del tamaño y la forma de bananas que recorrían los lados de las mandíbulas superior e inferior. Los músculos que las abrían y cerraban, sobresalían de la parte posterior de la cabeza cerca del agujero, del tamaño de un tapón de rosca, que alojaba el oído. Cada uno de los globos oculares era del tamaño de un pomelo. Delante de estos había un gran sistema de senos cubiertos de piel que ayudaba a aligerar la cabeza, y unos grandes cuernos carnosos en el extremo del hocico. Unos pequeños cuernos sobresalían delante y detrás de cada ojo, así como debajo de cada mejilla: unos botones nudosos de hueso cubiertos de queratina, el mismo material del que están constituidas nuestras uñas.
¿Puede imaginar el lector esta faz horrible como último recuerdo antes de que los dientes se cerraran, triturándole y rompiéndole los huesos? Más de un dinosaurio encontró su fin de esta manera.
El cuerpo (la cabeza, los brazos pequeñitos, las piernas corpulentas y todo el tronco hasta la punta de la cola) estaba cubierto por un cuero escamoso y grueso. De esta manera, T rex parecía un cocodrilo o una iguana de gran tamaño; tenía aspecto de lagarto. Pero había una diferencia clave, y es que rex tenía también unas plumas que le sobresalían entre las escamas. Tal como se ha mencionado en el capítulo anterior, no eran unas grandes plumas ramificadas como las de las alas de un ave, sino filamentos más sencillos, con un aspecto y un tacto más parecidos al del pelo; las más grandes eran tiesas como las púas de un puercoespín. Desde luego, T rex no podía volar, como tampoco podían esos antepasados en los que aparecieron por evolución dichas protoplumas, en los primeros días de los dinosaurios. No, como descubriremos más adelante, las plumas eran al principio unos simples mechones de integumento, que animales como T rex empleaban para mantenerse calientes, así como para exhibirse, para atraer pareja e intimidar a los rivales. Los paleontólogos no han encontrado todavía ninguna pluma fosilizada en un esqueleto de T rex, pero estamos seguros de que tuvo que haber poseído alguna de esas pelusas, porque se han encontrado tiranosaurios primitivos revestidos de plumas con aspecto de pelo, como ha ocurrido con otros muchos tipos de terópodos, conservados en las raras condiciones que permiten la fosilización de fragmentos blandos. Esto significa que los ancestros de T rex tenían plumas, de modo que es muy probable que Rex también las tuviera.
T rex vivió desde hace unos 68 hasta hace unos 66 millones de años, y su hábitat eran las llanuras costeras y los valles fluviales cubiertos de bosque del oeste de Norteamérica. Allí domeñaba en diversos ecosistemas, que incluían una abundancia de especies presa como Triceratops, que tenía cuernos por la cara; Edmontosaurus, de pico de pato; Ankylosaurus, que parecía un tanque; Pachycephalosaurus, de cabeza en domo, y muchos más. Los únicos que competían con él por el alimento eran los dromeosaurios, mucho más pequeños, dinosaurios raptores del tipo de Velociraptor, lo que quiere decir que no tenía mucha competencia.
Aunque en estos mismos entornos habían prosperado otros varios tiranosaurios durante los 10 a 15 millones de años anteriores, no eran los antepasados de T rex. Sus primos más cercanos, por contra, eran especies asiáticas como Tarbosaurus y Zhuchengtyrannus. Resulta que T Rex era un inmigrante. Empezó su periplo en China o en Mongolia, saltó por el puente continental de Bering, viajó a través de Alaska y Canadá, y se abrió camino hacia el sur, en el corazón de lo que ahora son los Estados Unidos. Cuando el joven rex llegó a su nuevo hogar, encontró que todo estaba dispuesto para instalarse. Se propagó por el oeste de Norteamérica, una plaga invasora que se extendió desde Canadá hasta Nuevo México y Texas, expulsando al resto de los dinosaurios depredadores, de los de tamaño medio a los más grandes, hasta que él solo controló todo un continente.
Después, llegó el día en que todo terminó. T rex estaba allí cuando el asteroide cayó del cielo hace 66 millones de años, exterminando a todos los dinosaurios no voladores y poniendo un final violento al Cretácico. El Rey se esfumó en la cima, en el culmen de su poder.
Lancha del Tosero
¿De qué festines gustaba el Rey? Sabemos que T rex era un carnívoro de orden superior, un puro comedor de carne. La alimentación es una de las inferencias más sencillas que podemos hacer sobre cualquier dinosaurio, y no requiere ningún experimento sofisticado ni técnico para descubrirlo. T rex tenía una boca llena de gruesos dientes aserrados y afilados como navajas. Las manos y pies presentaban garras grandes y puntiagudas. Lo cierto es que solo hay una razón por la que un animal pueda presentar estas características, y es que son armas, usadas para obtener y procesar carne. Uno no tiene dientes como cuchillos y dedos como garfios para comer repollos. Para quien aún pueda dudarlo, hay abundancia de otras pruebas; se han encontrado huesos conservados en el área del estómago de esqueletos de tiranosaurios, así como en los coprolitos (heces fosilizadas) de estos, y el oeste de Norteamérica está sembrado de esqueletos de dinosaurios herbívoros, en particular de Triceratops y Edmontosaurus, con señales de mordiscos que encajan perfectamente con el tamaño y la forma de los dientes de T rex.
Como tantos monarcas, rex era un tragón. Se atiborraba de carne. Los científicos han deducido cuánta comida necesitaría un rex adulto para sobrevivir, basándose en la ingesta alimentaria de los depredadores actuales, a la escala de un animal del tamaño de rex. Las cantidades estimadas provocan náuseas. Si T rex tenía el metabolismo de un reptil, entonces habría necesitado unos cinco kilogramos y medio de chuletas de Triceratops al día. Pero es muy probable que se trate de un cálculo muy a la baja porque, como veremos más adelante, los dinosaurios eran mucho más aviares que reptilianos en el comportamiento y la fisiología, e incluso pudieron haber sido, al menos muchos de ellos, de sangre caliente, como nosotros. Si este fue el caso, entonces rex habría necesitado engullir unos ciento once kilogramos de manduca cada día. Esto supone muchas decenas de miles de calorías, quizá incluso cientos de miles, en función de la cantidad de grasa que al Rey le gustara que tuviera su bistec. Es aproximadamente la misma cantidad de alimento que comen tres o cuatro leones macho de tamaño grande, que son unos de los carnívoros modernos más activos y más hambrientos.
Vértice geodésico del Caballo Torraso
Vértice geodésico del Caballo Torraso
Quizá haya llegado a oídos del lector que a T rex le gustaba la carne muerta y podrida, que era un carroñero, un recolector de cadáveres de siete toneladas, demasiado lento, demasiada estúpido o demasiado grande para cazar su propia comida fresca. Esta acusación parece hacer la ronda cada pocos años, uno de esos relatos de los que los periodistas científicos parecen no cansarse. No hay que creerlo. Va contra el sentido común que un animal ágil y activo con una cabeza dotada de dientes como cuchillos cuyo tamaño se acercaba al de un coche Smart no usara su bien dotada anatomía para abatir a las presas, sino que simplemente anduviera por ahí recogiendo las sobras. También se opone a lo que sabemos de los carnívoros modernos, pues muy pocos comedores de carne son carroñeros puros, y aquellos que lo hacen con efectividad (los buitres americanos, por ejemplo) son animales voladores que pueden inspeccionar áreas amplias desde arriba y descender en picado cuando avistan o huelen un cadáver en descomposición. La mayoría de los carnívoros, por otra parte, cazan de forma activa, pero también carroñean siempre que tienen la oportunidad.
Después de todo, ¿quién rechaza una comida gratis? Esto es así para leones, leopardos, lobos e incluso hienas, que no son los carroñeros puros de la leyenda, sino que de hecho obtienen gran parte de su comida mediante la caza. Al igual que estos animales, es probable que T rex fuera tanto un cazador como un carroñero oportunista. ¿Duda todavía el lector de que rex fuera capaz de obtener su propia comida? Existe evidencia fósil de que T rex cazaba, al menos los huesos de Triceratops y Edmontosaurus con impresiones de dientes de T rex, muestran señales de curación y recuperación del tejido, de modo que fueron atacados con vida y sobrevivieron. El más sugerente de estos especímenes es un conjunto de dos huesos caudales de Edmontosaurus fusionados con un diente de T. rex que hay clavado entre ellos, envueltos por la masa retorcida de tejido cicatricial que los soldó al curarse. El pobre dinosaurio de pico de pato recibió el violento ataque de un tiranosaurio que se saldó con una herida terrible, pero conservó como trofeo de esa experiencia casi mortal, un diente del depredador. La mayoría de las marcas de dientes de T rex son peculiares.
Al fondo, coincidiendo con el tubo, El Blanquillo, de 1835 metros.
(alto de Pedro Miguel).
FINAL CUARTA PARTE
No hay comentarios:
Publicar un comentario