03 octubre 2019

DINOSAURIOS EN LA SIERRA DE LAS VILLAS III

Antes de visitar la Piedra del Agujero me doy un garbeo por los alrededores. Las panorámicas son amplias alzando la mirada hacia El Chillar, Los Torreones, La Muela, Hoya Morena, el cauce del Guadalquivir que se adivina en la depresión y más allá de la cadena montañosa, apenas distinguible, Villanueva del Arzobispo.
Pero yo he venido aquí a hablar de mi libro, esto es, de los dinosaurios, y no hay dios que me baje del burro. Llegado a este punto, creo haber dejado claro que a lo largo de la historia de nuestro planeta, cada equis millones de años, se vienen produciendo una serie de catástrofes concatenadas que nos conducen de manera inexorable al apocalipsis. En la historia de la tierra se han sucedido no menos de cinco extinciones masivas, las cuales han originado que unas especies se extingan y otras por el contrario, sobrevivan, evolucionen y terminen proliferando.
A menudo pensamos en los dinosaurios como animales antiguos, pero en realidad son unos recién llegados en la historia de la vida.
La Tierra se formó hace unos 4300 millones de años, y las primeras bacterias microscópicas evolucionaron unos cuantos cientos de millones de años después. Durante unos 2.000 millones de años, fue un mundo bacteriano. No había plantas ni animales, nada que pudiera verse fácilmente a simple vista. Y entonces, en algún momento, hace 1800 millones de años, estas células sencillas desarrollaron la capacidad de agruparse en organismos mayores y más complejos.
Una edad de hielo global (que cubrió de glaciares casi todo el planeta hasta los mismos trópicos), vino y se fue, y en el proceso, hicieron aparición los primeros animales que evolucionando desde los océanos, fueron diversificándose, transformando sus aletas en patas, desarrollaron dedos y emergieron a tierra hace unos 390 millones de años. Estos fueron los primeros tetrápodos, y entre sus descendientes se incluyen todos los vertebrados que viven en la actualidad en tierra: ranas y salamandras, cocodrilos y serpientes, y más tarde, dinosaurios y nosotros. Esta historia se conoce gracias a los fósiles; miles de esqueletos, dientes, huellas y huevos encontrados en todo el mundo por generaciones de paleontólogos.
Se cree que andar erguido fue una de las razones por las que los animales se recuperaron después de que las sucesivas erupciones volcánicas conmocionasen una y otra vez el planeta. Tras la evolución de los arcosaurios de marcha erguida a partir de los despatarrados, el origen de los dinosauromorfos fue el siguiente gran acontecimiento evolutivo. No solo se erguían orgullosamente sobre unas patas rectas, sino que, además, los músculos de dichas extremidades estaban muy desarrollados, al tiempo que unos huesos característicos en las caderas, las conectaban al tronco, todo lo cual, junto con la larga cola de la que contaban, les permitía moverse incluso más deprisa y de manera más eficiente de lo que lo hacían otros arcosaurios de andar erguido.

En Prorotodactylus vemos trazas que dejó el tipo de animal que por evolución dio lugar a los dinosaurios. Tenía el tamaño aproximado de un gato doméstico y habría tenido suerte si hubiera pesado cuatro kilogramos y medio.
El animal que dejó Prorotodactylus habría tenido un aspecto desgalichado, con la velocidad de un guepardo, pero con las proporciones desgarbadas de un perezoso, quizá no el tipo de animal del que se hubiera esperado que evolucionasen los enormes Tyrannosaurus y Brontosaurus. La mayoría de ellos eran carnívoros, pero algunos evolucionaron herbívoros. Se desplazaban a gran velocidad, crecían deprisa, tenían un metabolismo acelerado y eran dinámicos y activos en comparación con los letárgicos anfibios y reptiles con los que cohabitaban.
 Se estima que los primeros dinosaurios surgieron hace 240 millones de años.
 El intrigante Nyasasaurus, conocido por parte de un brazo y algunas vértebras encontrados en Tanzania, fosilizados en unas rocas de una antigüedad de aproximadamente 240 millones de años, puede ser el dinosaurio más antiguo del mundo.
Dejando de lado todas las incertidumbres, se sabe que hace 230 millones de años hicieron su aparición los verdaderos dinosaurios. 
 En Argentina se hizo un descubrimiento importante. El Parque Provincial de Ischigualasto, en la parte nororiental de la provincia de San Juan, es el típico lugar que uno se imagina rebosante de dinosaurios. También se le llama valle de la Luna, y es fácil imaginar que se encuentra en algún otro planeta, lleno de columnas pétreas esculpidas por el viento, barrancos angostos, riscos cubiertos de orín y tierras yermas y polvorientas. Hacia el noroeste se elevan los picos imponentes de los Andes y, a lo lejos, hacia el sur, se hallan las llanuras secas que cubren la mayor parte del territorio, donde las vacas pastan la hierba que hace que la carne de res argentina sea tan deliciosa. Durante siglos, Ischigualasto ha sido un paso importante para el ganado que se abre camino desde Chile a Argentina, y hoy en día muchas de las pocas personas que viven en la zona son ganaderas. Este paisaje impresionante resulta ser también el mejor lugar del mundo para encontrar los dinosaurios más antiguos.
La región está en la actualidad tan profundamente erosionada y tan poco alterada por edificios y carreteras u otras molestias humanas que oculten los fósiles que los dinosaurios se encuentran con relativa facilidad, al menos en comparación con tantas otras partes del mundo, donde un paleontólogo puede pasarse días deambulando y rezando para encontrar algo, aunque solo sea un diente.

 Un ranchero local llamado Victorino Herrera, que conocía los riscos y fisuras de Ischigualasto tan bien como conozco yo las canteras, sendas y barrancos de Burete, recordaba haber visto algunos huesos desmoronarse desde la arenisca, y condujo a unos jóvenes científicos a la localización. Herrera realmente había descubierto huesos, muchos, y era evidente que formaban parte del extremo posterior del esqueleto de un dinosaurio. 

 Tras algunos años de estudio, se determinó que los fósiles correspondían a una nueva especie de dinosaurio a la que se denominó, en honor del granjero, Herrerasaurus, una criatura del tamaño de una mula que podía correr sobre las patas traseras. Futuros descubrimientos revelarían que Herrerasaurus era un depredador feroz, con un arsenal de aguzados dientes y garras, como una versión primitiva de T rex o Velociraptor. Herrerasaurus fue uno de los primerísimos dinosaurios terópodos, un miembro fundador de aquella dinastía de depredadores inteligentes y ágiles que posteriormente ascendería hasta la cima de la cadena alimentaria y que, en último término, evolucionaría hasta dar lugar a las aves.
Con el correr de los milenios, llegó un momento en que los tres grupos principales (los terópodos, carnívoros; los saurópodos, de largo cuello, y los ornitisquios, herbívoros) ya habían divergido en el árbol genealógico, como hermanos que se dispusieran a formar sus propias nidadas. Los dinosaurios se habían perfilado y emprendido definitivamente la marcha.
Los principales tipos de dinosaurios podían encontrarse por todo el mundo. Aquella imagen por antonomasia, que con tanta frecuencia se repite en las exposiciones museísticas y en los libros infantiles, era real como la vida misma: los dinosaurios hacían retumbar la tierra, en la parte superior de la cadena trófica; feroces carnívoros se entremezclaban con gigantes cuellilargos y herbívoros acorazados y con placas, mientras los pequeños mamíferos, lagartos y ranas huían despavoridos.
No hay nada en este inventario de la diversidad creciente que resuma mejor la dominancia recién obtenida de los dinosaurios que los saurópodos, esos gigantes inconfundibles que se dedicaban a devorar plantas, de largo cuello, de patas columnares, de vientre enorme y cerebro pequeño. Algunos de los dinosaurios más famosos son saurópodos, como Brontosaurus, Brachiosaurus o Diplodocus. Aparecen en casi todas las exposiciones de museos y son las estrellas de Jurassic Park; Pedro Picapiedra trabajaba en la cantera de pizarra a lomos de uno de ellos. Junto con Tyrannosaurus rex, son los dinosaurios más icónicos.
Los saurópodos y otros dinosaurios eran los dueños absolutos de esta tierra, convertidos a la postre en un fenómeno global. Lo cierto es que no hay mejor manera de decirlo: los saurópodos que dejaron sus huellas en aquella antigua laguna escocesa eran unos animales formidables en el sentido literal del término; eran impresionantes, intimidantes, inspiraban asombro. Nacían, crecían, se desplazaban, comían y respiraban, se escondían de los depredadores, dormían, dejaban huellas, morían. Y, en la actualidad, no hay nada en absoluto que se parezca a los saurópodos, ningún animal con el tipo anatómico de panza hinchada y cuello largo, ninguno en la tierra que se acerque ni por asomo a su tamaño.
Los saurópodos eran tan grandes que cuando se descubrieron los primeros huesos fósiles en 1820, los científicos alucinaron sin entender nada.
Muchos saurópodos alcanzaban tamaños incluso superiores a los de la mayoría de las ballenas. Fueron los animales más grandes que jamás hayan hollado la tierra, y forzaron el límite de lo que la evolución puede lograr. Esto plantea una pregunta que ha fascinado a los paleontólogos durante más de un siglo: ¿cómo es posible que los saurópodos llegasen a ser tan inmensos? Es uno de los grandes enigmas de la paleontología. Pero antes de intentar resolverlo, primero hay que elucidar una cuestión más fundamental: ¿qué tamaño alcanzaron los saurópodos? ¿Qué longitud tenían, hasta qué altura podían estirar su cuello y, más importante, cuánto pesaban? Resulta que estas son preguntas difíciles de contestar, en particular en lo que se refiere al peso, porque, de momento, no podemos colocar un diplodocus en la balanza y pesarlo sin más.
Hoy en día, los animales terrestres más grandes y más pesados son los elefantes, que varían de tamaño en función de la especie a la que pertenecen y del hábitat en el que se hallan, pero la mayoría pesan entre cinco o seis toneladas. El mayor de los registrados pesaba alrededor de once toneladas. Esto no es nada comparado con los saurópodos. Lo que nos devuelve a la pregunta del millón: ¿cómo pudieron estos dinosaurios alcanzar tamaños tan desorbitados en comparación con cualquier otra criatura animal que la evolución haya engendrado nunca?
Ejemplar inmortalizado en el pantano de Argos, Cehegín (Murcia)
De los estudios anatómicos de los huesos se infiere que si los saurópodos hubieran carecido de sus cuellos largos, tasas de crecimiento rápidas, pulmones hipereficientes, sistema de sacos aéreos que aligeraban el esqueleto y enfriaban el cuerpo etc, resulta harto improbable que hubieran podido transformarse en semejantes colosos. No hubiera sido posible en términos biológicos. Pero la evolución reunió todas las piezas, las juntó en el orden adecuado y, ¡bingo! cuando el juego estuvo montado en el mundo posvolcánico del Jurásico, los saurópodos se encontraron de repente capaces de superar obstáculos que nunca antes se habían podido soslayar. Alcanzaron proporciones grandiosas, desmesuradas y se extendieron por todo el mundo; se erigieron dominantes de la manera más extraordinaria y conservaron su hegemonía durante cien millones de años más. 
Se sabe mucho acerca de los dinosaurios del jurásico tardío. Ello se debe a que existen fósiles abundantes de esa época en muchas partes del mundo. Es solo uno de esos caprichos de la geología: algunos periodos están mejor representados que otros en el registro fósil, lo que suele deberse a que durante la época en cuestión se formaron más rocas o a que estas aguantaron mejor los rigores de la erosión, las inundaciones, las erupciones volcánicas y todas las demás fuerzas que conspiran para hacer que los fósiles sean difíciles de encontrar. En lo que se refiere al Jurásico tardío, gozamos de dos golpes de suerte. Primero, había comunidades enormemente diversas de dinosaurios que vivían a lo largo de los lagos y mares de todo el mundo; los lugares perfectos para enterrar fósiles en sedimentos que más tarde se transformarían en roca. Segundo, dichas rocas se hallan en la actualidad expuestas en lugares convenientes para los paleontólogos, en regiones secas y con escasa población de Estados Unidos, China, Portugal y Tanzania, donde molestias como edificios, carreteras, bosques, lagos, ríos u océanos no cubren el botín de fósiles.
A propósito de la recolección de huesos, Brusatte cuenta en su libro, que no solo tuvo lugar en el oeste de los Estados Unidos la fiebre del oro. También existió paralela a esta la de los huesos, alentada entre otros, por dos excéntricos científicos que terminarían rivalizando y odiándose entre sí. Habiéndose descubierto en Denver, hacia 1870, un yacimiento de fósiles, la vorágine de aquel descubrimiento comenzó a extenderse por todo el oeste de Estados Unidos, hasta los más remotos pueblos y puestos fronterizos anejos al ferrocarril. Como cualquier fiebre prospectiva, el frenesí de los dinosaurios atrajo a una horda de personajes de dudosa reputación a las tierras de Wyoming y Colorado. Muchos de estos hombres eran curtidos oportunistas con una misión: convertir los huesos de dinosaurios en dinero contante y sonante. No les llevó mucho tiempo darse cuenta de quién pagaba más: dos sofisticados académicos de la Costa Este, Edward Cope, de Filadelfia, y Charles Marsh, de la Universidad de Yale, que por entonces estudiaban los primeros dinosaurios del Triásico que se habían encontrado en el occidente de Norteamérica. En el preludio de sus respectivas investigaciones, grandes colegas, con el tiempo su amistad terminaría degenerando en abierta hostilidad rival. Tanto es así que llegaron a convertirse en enemigos íntimos. Lo nunca visto en los ámbitos académicos. Y en tan radiactiva esquizofrenia catalizaría su particular contienda que utilizarían todo tipo de malas artes por tratar de llevarse el gato al agua y aventajar al otro en su pugna por etiquetar el mayor número posible de dinosaurios. Ambos acabaron arruinados, sufriendo el desprestigio de sus homólogos.
He aquí un fragmento de lo que Wikipedia revela sobre estos dos egocéntricos investigadores que, pese a sus extravagantes excesos, la comunidad científica, terminaría por reconocerles, su impagable contribución a la ciencia. 
"La guerra de los Huesos fue un período de intensa especulación y descubrimientos de fósiles durante la Gilded Age (Edad Dorada) de la historia de los Estados Unidos, marcado por una gran rivalidad entre Edward Drinker Cope (de la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia) y Othniel Charles Marsh (del Museo Peabody de Historia Natural de Yale). Los dos paleontólogos utilizaron métodos deshonestos para superarse en su disciplina, recurriendo a sobornos, robos y destrucción de huesos. Los científicos también se atacaron mutuamente en obras científicas, intentando arruinar la credibilidad del otro y dejarlo sin financiación. Inicialmente, Cope y Marsh eran colegas que se trataban de manera educada, pero tras diversas disputas personales se convirtieron en enemigos acérrimos. Su búsqueda de huesos los llevó al Oeste, a los ricos yacimientos paleontológicos de Colorado, Nebraska y Wyoming. Entre 1877 y 1892, ambos utilizaron su patrimonio y su influencia para financiar sus propias expediciones y obtener servicios y huesos de dinosaurios de cazadores de fósiles. Al final de la guerra de los Huesos, ambos habían agotado su patrimonio en busca de la supremacía paleontológica. Cope y Marsh quedaron económica y socialmente arruinados por sus esfuerzos para deshonrar al contrario, pero sus contribuciones a la ciencia y a la disciplina de la paleontología fueron inmensas, dejando al morir toneladas de fósiles guardados en cajas sin abrir. La disputa entre los dos llevó al descubrimiento y la descripción de más de 142 especies nuevas de dinosaurios. Las consecuencias de la guerra de los Huesos se plasmaron en un mejor conocimiento de la vida prehistórica y despertó el interés del público por los dinosaurios, llevando a continuar la investigación de fósiles en América del Norte durante las décadas siguientes. También se han publicado diversos libros históricos y adaptaciones de ficción sobre este periodo de intensa actividad paleontológica".
Estoy casi encima de la Piedra del Agujero, pero aún no la diviso. A veces advierto cierta sensación de vahído cuando alterno la vista entre lo cerca de sendas pantallas del gps y cámara de fotos, y lo lejos del panorama que tengo frente a sí. Deben ser consecuencias de la edad. Sobre todo me lo digo a mí mismo para tenerlo siempre presente no sea que al asomarme a un cortado como el que tengo ahora frente a mis pies, sufra un mareo, pierda el equilibrio y emule el vuelo de Ícaro pero sin alas.
La zona permanece sembrada de vestigios del antiguo incendio que asoló esta parte de la sierra de las Villas. No hay nada mejor como andar solo para ser tú quien sorprenda a los moradores del bosque y no al contrario, como suele ser lo habitual.
Desde que a través de mis últimas lecturas, vuelvo a tener conciencia geológica y paleontológica, miro las estratificaciones de las rocas con otros ojos. Atento por si veo aflorar un fósil o el extremo de un fémur de dinosaurio o mamut, pongamos por caso.
Supongo yo que estas ruinas corresponderían a una caseta de vigilancia forestal. Su reducida dimensión no parece atribuirle otra función que esta.
Sobre la caseta, en aquel montículo que se observa al fondo, se halla un tubo de vértice geodésico.
El paraje se ofrece inmenso y solitario, hipnótico. De esos lugares que desprenden un aura especial. Un intangible solo perceptible a través de los sentidos. 
El topónimo de esta caseta derruida es muy chocante: Casa del Agua de los Perros.
¿¡Ande pijos se hallará la Piedra del Agujero!?, ¡pero si estoy sobre ella...!, ¡se habrá vuelto loco el gps! Lo más probable es que sea yo el inepto zopenco que no da con ella; a ver por aquí...
Mientras seguimos buscando el corredor hacia la piedra del Agujero, nosotros porfiamos con el asunto que llevamos entre manos. El Allosaurus fue el carnicero del Jurásico, tanto de manera figurada como literal. Este feroz depredador acechaba las llanuras de inundación y las riberas fluviales. Era algo así como un Tyrannosaurus rex pero algo más pequeño y ligero, con un peso de dos toneladas y media, una longitud de nueve metros en la edad adulta, y mejor equipado para correr. Se ganó de verdad el titulo de "carnicero" porque los paleontólogos creen que usaba la cabeza como un hacha para golpear a su presa hasta matarla. Los modelos informáticos encuentran que los delgados dientes de Allosaurus no podían morder con mucha fuerza, pero que el cráneo podía soportar cantidades importantes de fuerza de impacto. También se ha llegado ha conocer que podía abrir las fauces de manera extraordinaria, de modo que, cuando estaba hambriento debía de atacar con la boca muy abierta y acuchillar a la presa, cortando la piel y los músculos con esos dientes finos pero aguzados, que se disponían a lo largo de las mandíbulas como las hojas de unas tijeras. Probablemente muchos Stegosaurus y Brontosaurus emitieron el último aliento así. Si por alguna razón el Allosaurus sediento de sangre no podía matar a la víctima utilizando solo sus mandíbulas mortíferas, siempre podía rematar la tarea con un par de trompadas de sus brazos de tres dedos con garras, que eran más largos y más versátiles que las regordetas extremidades anteriores de T rex. Si un saurópodo cualquiera mostraba indicios de debilidad, entonces se podría apostar con seguridad que un Allosaurus estaba escondido en la maleza, listo para saltar sobre el cuellilargo, aprovechando su momento de flaqueza.
Había otros muchos depredadores por debajo del Allosaurus en la cadena trófica. Estaban Ceratosaurus, un cazador de seis metros de largo ubicado en el nivel intermedio, con un cuerno terrorífico en el hocico.

Un carnívoro del tamaño de un caballo llamado Marshosaurus por el púgil de la guerra de los Huesos; y un primo primitivo de T. Rex, del tamaño de un asno, llamado Stokesosaurus. 
 
Después estaban los acuchilladores, varias alimañas de constitución grácil, corredores céleres como Coelurus, Ornitholestes y Tanycolagreus, la versión de los guepardos de la formación Morrison. Y todos estos devoradores de carne, incluso el Allosaurus vivían probablemente amedrentados por otro monstruo que reinaba cerca de la cima de la cadena trófica. Se llama Torvosaurus, y no se sabe gran cosa de él, porque sus fósiles son muy raros.
 Pero los huesos que existen pintan un cuadro terrorífico, el de un depredador culminal, con dientes en forma de cuchillo, diez metros de largo y un peso de unas dos toneladas y media, o quizá más, proporciones no muy alejadas de las de algunos de los grandes tiranosaurios que surgirían más tarde por evolución.
El mismo conjunto de dinosaurios domeñaba cualquier rincón del globo. Los majestuosos saurópodos se repartían la comida y presentaban un máximo de diversidad que no tenía parangón con ningún otro grupo de grandes herbívoros en la historia de la Tierra. Otros más pequeños prosperaban a su sombra, y un equipo variopinto de carnívoros sacaba partido de toda esa carne. Algunos, como Allosaurus y Torvosaurus, fueron los primeros terópodos realmente gigantescos. 

Otros, como Ornitholestes, fueron los miembros fundadores de la dinastía que al final daría lugar a Velociraptor y a las aves. El planeta se achicharraba y los dinosaurios podían desplazarse adonde quisieran. Así era el auténtico Parque Jurásico.
 Mientras localizo o no, el agujero de la dichosa piedra, me dedico a atrapar el paisaje, que eso también me gusta. 
Aquí debo marcharme y poner tierra de por medio porque no me fío. Cuando se acercan tanto, es que meten miedo y no puedes estar seguro de que no te ataquen. El instinto depredador lo llevan en su ADN, y contra ese atavismo genético, no hay tu tía. Además, el combate a muerte entre Triceratops y Rex, parece inminente, y seguro que saltan chispas. No me gustaría que me pillara semejante choque de titanes en medio. El rex se relame de gusto pensando en la sabrosa carne del astado, pero este no se lo pondrá fácil y venderá cara su molla. Pongo pies en polvorosa y busco la piedra del agujero, ya de manera decidida.
Por fin encuentro el pasillo de camino al agujero que se halla justamente a la derecha de la caseta. Lo digo por si alguien buscando información, da con este lugar y pretende hacer la ruta. Puede estar tranquilo que estos bichos solo se encuentran en la imaginación del autor de este blog y por tanto, un velociraptor será lo último con lo que se tropiece en la sierra de las Villas. Aunque cuando uno sale al monte, cualquier cosa puede suceder. Por cierto, ya me pierdo entre tantas especies distintas, pero este dinosaurio al parecer era bastante más pequeño que el que nos sugería en su película Spielberg.
Estos monumentos naturales, auténticos prodigios que solo la madre naturaleza es capaz de forjar para su propio deleite y el de los humildes mortales que saben reconocer la belleza que habita en ellos, no son solo producto de la casualidad sino también del hábil escultor que es el tiempo y su modeladora ayudante que es la erosión.
En la transición del jurásico al Cretácico no hubo ninguna calamidad, como el impacto de un asteroide o una gran erupción, que diera fin al Jurásico, ninguna extinción súbita de plantas ni animales, ningún maravilloso nuevo mundo en el amanecer del Cretácico. Más bien, el reloj seguía su marcha, y los diversos ecosistemas jurásicos de saurópodos gigantescos, dinosaurios de dorso cubierto de placas y carnívoros tanto pequeños como monstruosos tuvieron continuidad en el Cretácico. Sin embargo, esto no quiere decir que no hubiese cambiado nada, porque ocurrieron muchas cosas en la Tierra en el límite entre el Jurásico y el Cretácico; no fueron cambios apocalípticos, sino cambios más lentos en los continentes, los océanos y el clima, que tuvieron lugar a lo largo de unos 25 millones de años. El mundo de invernadero del jurásico tardío fue interrumpido por un repentino descenso de las temperaturas, seguido de un retorno a condiciones más áridas, antes de que las cosas volvieran a la normalidad en el Cretácico temprano. Los niveles del mar empezaron a decrecer durante la parte final del Jurásico tardío y permanecieron bajos en el linde entre los dos periodos, hasta que las aguas empezaron a subir de nuevo hacia unos diez millones de años ya entrado el Cretácico.
Después de tomarme largo tiempo en este insólito lugar, toca reanudar la marcha y encaminarme hacia el próximo objetivo que llevo marcado en la excursión de hoy, el sumidero de la Iglesia Agua de los Perros.
Hacia allí me dirijo mientras echo un vistazo a la otra cara de la Piedra del Agujero, que al pillarme en oblicuo, no puedo capturar.
La Casa Agua de los Perros. Lo que queda de ella.
FINAL TERCERA PARTE

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