Hace unos días saltaba la noticia de que autor/es desconocidos le pegaban fuego a la antigua estación de La Luz, hoy día convertida en albergue para peregrinos. Al parecer, uno o varios gamberros, habían reventado la puerta de entrada y una vez dentro, prendíanle fuego a dos o tres colchones que existían en una de las estancias del piso superior. Ante el aviso de un transeúnte, una brigada de bomberos de Mula acudió rápida a sofocar el incendio, logrando que la fechoría no fuera a mayores. No parece que los daños materiales hayan sido de consideración pero es conveniente que los responsables municipales procedan pronto a su reparación dado que en caso contrario, corre peligro este emblemático edificio de sufrir el fenómeno de los cristales rotos, teoría mediante la cual se viene a sostener que cuando en un inmueble, más o menos desamparado, se rompe una ventana y no se arregla, la propensión a que se rompan los cristales de las demás aumenta exponencialmente. Lo he comprobado muchas veces en casas y cortijos que parecen abandonados, que se han mantenido incólumes por mucho tiempo mientras han permanecido sus paredes intactas, puertas y ventanas cerradas. Hasta que llega el día en que una nevada hunde el techo; un bárbaro o amigo de lo ajeno, violenta o quebranta la vivienda para robarla o simplemente infligirle daño y al poco tiempo y en breve plazo, esta y otras colindantes, sufren el expolio y galopante destrozo de todo el conjunto.
Yo es que a esta parte de la vía verde le tengo una querencia especial porque llevo pasando por aquí, una pajera de años, lo mismo andando que en bicicleta. La Luz, sus inmediaciones, túneles, pantanos, muela de Don Evaristo, pistas, sendas y caminos, cuestarrón del Arrebolado...sensaciones que de estos lugares emanaron, forman parte inalienable de mis recuerdos. Por ello cuando el otro día andaba por aquí, y tomaba estas fotos, me embargaba la nostalgia. Este viaducto, que fotografiamos a continuación, se halla del albergue, apenas a unos cientos de metros. El puente no es romano pero tiene la hechura y solidez de aquellos. Las obras para traer el tren a nuestra comarca se hicieron de rogar, pero una vez aprobadas, se construyeron pensando en su perdurabilidad. Aún así, desde que comenzaron las obras hasta que por fin fue inaugurada la línea ferroviaria, pasaron más de diez años, dando lugar a que muchas se deterioraran y tuvieran que arreglarse o rehacer de nuevo. Toda una odisea. Eran tiempos convulsos en España, desde el punto de vista político y social, con diferentes cambios de gobierno alternándose en el poder y lo que decidía y aprobaba uno, el otro lo derogaba. Me han dejado un interesante libro que con pelos y señales describe el complicado proceso de construcción del ferrocarril en el noroeste murciano. Desde que comenzaron las primeras reivindicaciones para su construcción, en las cuales se involucrarían autoridades y gentes de todos los pueblos interesados hasta el mismo momento en que, tras diversas modificaciones y cambios de última hora, el proyecto fue aprobado, con muchos altibajos realizado e inaugurado por la II República, el 29 de mayo de 1933. Algunos de los detalles más curiosos e interesantes que se deriven de su lectura, procuraré rescatarlos en próximas publicaciones de este blog.
He dejado el coche en un caseta que ya sufre el proceso del que antes hablábamos. Otrora intacta y cerrada, bajo la protección y cuidado de su dueño, hoy se encuentra desmantelada y a un pie de la ruina y el destrozo. Desconozco lo que le haya podido suceder, en todo este tiempo que he permanecido sin frecuentar la zona aunque me lo puedo imaginar. Los chorizos amigos de lo ajeno no descansan. Es como si se creyeran inmunes e impunes respecto del brazo ejecutor de la ley y por ende hacia los jueces que dictan sentencia. Como si el sistema judicial les repanflinfara. Se ríen porque sus fechorías apenas les acarrean consecuencias, salvo a las víctimas que tienen que soportar sus desmanes. Así me parece a veces, cuando me cruzo con lugareños de una determinada comarca, que se me quedan mirando con cara de pocos amigos, concibiendo si no seré yo un mangante rural escudriñando y tanteando el lugar donde asestar su próximo golpe.
Mi silueta reflejada en los muros del "Puente de la Luz". Soplaba un viruje incómodo bien temprano por la mañana del que me protegía la capucha.
Sierra de Ricote
Existe una senda escondida, poco conocida que se coge en un punto del camino de la umbría del tío Evaristo. La misma nos conduce, entre la frondosa pinada y el espeso matorral, a lo alto de la meseta que forma la muela geológica. Una vez situados en el borde del cortado que da a la cara norte, las vistas hacia los campos de labor de Martibáñez, Codoñas, La Silla, Venta Reja, El Prado, Cajitán, etc, nos parecen magníficas.
El Puente de la Luz y al fondo la Muela de Codoñas
Disparando hacia el cerro Rodero (680m). Desde la cima de aquella loma también tendremos oportunidad de presenciar unos buenos paisajes hacia la muela de Don Evaristo y Bullas.
Pero tiempo al tiempo.
Pero tiempo al tiempo.
Una de las esquinas de la muela de Don Evaristo que hace chaflán.
El ubérrimo paraje localizado en las inmediaciones de la casa del Arrebolado y al pie del cerro Rodero nos parece casi idílico.
Balsa de la Luz
Casa de la Agüica y al fondo la sierra del Oro, enfocando con la cámara la solana del relojero y el alto de la Rana que le precede. En el momento de redactar estos comentarios, preciso es decir que ya nos dimos un garbeo por esta sierra. Espectacular. Me sorprendieron la dureza del recorrido así como los tramos aéreos de continuas trepadas que hube de sortear. Ya daremos cumplida cuenta de esta excursión cuando le llegue el momento.
Las ubicuas antenas de la sierra de Ricote.
Desde cierta altura, hemos advertido la existencia de muchos pantanos a rebosar, lo que induce a pensar que debe ser zona rica en aguas subterráneas.
Al fondo el viaducto de la RM-15 sobre el pantano de la Cierva, que ya chequeamos hace 6 años en una entrada de este blog, así como en esta otra más reciente que titulamos las Tinajas de Fuente Caputa.
Este majestuoso y bello viaducto, cuya vía del ferrocarril sustentaba, desmantelada el 15 de enero de 1971, soporta con la misma estoica consistencia del primer día, los rigores del tiempo y el olvido, sin recibir labores de mantenimiento alguno, al menos que yo conozca. Aunque supongo que tanto este como todos los puentes y viaductos (once en total) construidos a lo largo de la Vía Verde Murcia-Caravaca, observarán algún tipo de inspección técnica ocasional. Estos viaductos se pusieron de moda durante la fiebre del Puénting, aunque de un tiempo a esta parte parece que ya no veo a tanto valiente esperando su turno para arrojarse al vacío. En el siguiente vídeo los podemos ver en acción tirándose desde el puente de La Sultana (Mula).
Bella estampa inconfundible del Almorchón de Cieza, recortado por la sierra de la Palera y de la Cabeza del Asno más al fondo, acordonado en su cara sur-suroeste por los bellos campos de Cajitán.
Desde lo alto de la muela del tío Evaristo obtendremos bonitas vistas para disfrute de los sentidos. En la siguiente panorámica, hemos tratado de reunir visualmente, a los cuatro cerros que llevamos en danza.
Pero vamos, que yo he venido aquí a hablar de mi libro, que esto de ir comentando las jugadas más interesantes que tuvieron lugar durante mi excursión, se hace por pasar el rato y entretenerse una miaja pero que no deja de ser una excusa para tratar el tema del porqué las mariposas no rebuznan o a las ranas no les crece el pelo, es decir que, aprovechando que el río Mula pasa por el barranco Azul, vamos a hablar, si no de dinosaurios, tema estrella de entradas precedentes en este blog, sí de otra clase de caimanes cuando ya van entrando en una edad, más cercana a la tercera que de la segunda de donde se supone proceden. Se preguntaba Fernando Savater y a sí mismo se respondía: ¿saben qué es lo indudablemente peor de la tercera edad?, que no hay cuarta. Desde luego, esta afirmación me parece hoy por hoy cuanto menos, discutible, porque cada vez hay más personas que llegan a los cien. Eso quiere decir, que deberíamos establecer una cuarta edad a partir por ejemplo de los 85 años, dado que precisamente los españoles ocupamos la segunda posición (en realidad fluctuamos entre el segundo y tercer puesto) en el ranking de la esperanza de vida que se sitúa en los 83 y pico de media, solo superados en unas cuantas décimas por los japoneses, ahí es nada, un indicador claro de la estupenda calidad de vida de que disfrutamos los españoles, y eso que no paramos de despotricar de nosotros mismos.
Soy consciente de que a veces me meto por sitios un tanto delicados en que debería ir acompañado. Un desliz lo tiene cualquiera, y en el monte, romperse una pierna o torcerse un tobillo es algo que entra dentro de lo posible. Esas probabilidades aumentan cuando las capacidades físicas, queramos o no reconocerlo, van disminuyendo. Los años no perdonan y aunque la esperanza de vida en nuestro país ya hemos dicho que es de las más altas del mundo, llegados a determinada edad, hay que cuidarse, protegerse...prevenir, evitando meterse en camisas de once varas o por mejor decir, por barrancos excesivamente complicados y abruptos que exijan de nosotros unas facultades que ya vamos teniendo mermadas.
Es ley de vida y lo advierto en la misma Viky, mi compañera de fatigas, en camino de los quince años, que ya se piensa mucho cuando tiene que saltar de una roca a roca, si tenemos en cuenta que hace apenas tres años, se asomaba con toda agilidad, seguridad y precisión a los cortados, como si tal cosa. Hace pocos días la observaba indecisa, en un sencillo tramo de la muela de Codoñas y me decía: ¡quien te ha visto y quien te ve mi valiente amiga...!, sin perder de vista y barruntando que yo mismo padeceré idéntico declive en cuestión de pocos años. Pero por lo demás, todavía se hace conmigo, por Burete y el Quipar, sus tres horas y pico de ruta, como si tal cosa. Esta caniche es más dura que las piedras. Cambiamos de tercio. Durante el verano, ya he dejado dicho en este blog que reduzco mi actividad al máximo. No me siento ni la mitad de bien ni activo que en el invierno. Me introduzco en mi guarida y entro en un estado de torpor aletargado que en zoología se denomina estivación. Salgo de mi cueva dotada de aire acondicionado, de manera esporádica, para atender los ineludibles y tediosos convencionalismos sociales, familiares y laborales, pero por compromiso y obligación, no porque lo haga de motu proprio. En esta fastidiosa estación de calor, sudor, picaduras de mosquitos y tábanos a raudales puedo afirmar aquello de que no hay mal que por bien no venga y en ese proceso de letargo y casi aislamiento voluntario aprovecho para leer con mayor fruición y constancia que en cualquier otra época del año. Si al día siguiente no estoy condicionado por la responsabilidad del curro, aprovecho para permanecer hasta altas horas de la noche, leyendo envuelto entre el silencio y la zalamera brisa de madrugada.
Hagamos un inciso sobre lo que estamos relatando porque la fotografía lo merece. Este es mi pueblo, tomado desde un enclave inusual desde el que puedo fundirlo con las sierras de Burete en su extremo más septentrional (792m), del Quipar (As de Copas 859m) y de Moratalla ( Los Obispos 2014m).
Este verano, al margen de temáticas sobre dinosaurios, se me ocurrió introducirme en lecturas, no tan diferentes de aquellas. Descubrí una interesante obra, que se lee en un rato, y por ello, en gran parte, la vamos a fusilar aquí, a bocajarro, primero en el prólogo de un tal Fernando Lolas, con alguna aportación de mi cosecha y después en consecutivos párrafos del propio autor que pasó a la posteridad con el insigne nombre de Cicerón. El libro viene a cuento porque ya he dejado dicho por ahí detrás que voy a intentar abordar algunos de los pensamientos que mi actual tesitura existencial me despiertan. Un pesado cilindro, probablemente, pero que, libre eres amigo visitante de introducirte en las reflexiones de Cicerón que tarde o temprano habrán de afectarte o pasar de largo cual golondrina sobrevolando estos parajes. A tu sabio y libre albedrío lo dejo. En todo caso, a partir de aquí, delibera y digiere, medita y reposa, lo que Marco Cicerone, acerca de la vejez nos glosa...
El título real del libro es Cato maior de senectute liber y está escrito en forma de un diálogo entre Catón el Viejo con dos jóvenes, Escipión, hijo de Pablo Emilio, y su amigo Lelio. Catón es una excepción en su época, pues se le representa de ochenta y cuatro años. Los jóvenes se admiran de la intensa actividad desplegada por el octogenario, y éste da sus famosas razones para no renegar de la vejez y aceptarla como una etapa más de la vida, rica en dones y placeres. Que tales dones y placeres son distintos de los que se goza en otras edades es evidente de suyo y a ello se dirigen las reflexiones del libro.
Cuando Cicerón escribe esta obra cuenta sesenta y dos años. No sabe que morirá pronto, a manos de enemigos políticos mendaces, de los que su mordacidad y afilada retórica le granjeó muchos en su vida de hombre público, político, polemista y escritor. Su libro debe ordenarse entre los textos didácticos, aquellos que enseñan a vivir mejor. Hoy día, sería considerado un libro de autoayuda, del tipo que ponen bien visibles en las estanterías de los grandes almacenes, con títulos rimbombantes, que tienen respuestas para todo y que inspiran tan buenos sentimientos de control a las personas. Es como un tratado de "gerogogía", como debería llamarse al arte de aprender a envejecer.
Catón confiesa a sus jóvenes oyentes que algunos placeres ya no se pueden obtener, pero la naturaleza sabiamente quita el deseo de tenerlos. La culpa de que la vejez sea ingrata no está en ella misma sino en las costumbres. Pues aquellos viejos que han cultivado la virtud a lo largo de su vida, que son moderados y no exigentes, que han tenido una vida "bien llevada" no debieran tener quejas ni mayores penas.
El tema central de la obra —o, más bien, uno de los temas centrales— consiste en una refutación ordenada de cuatro motivos por los que la vejez puede parecer miserable.
El primer argumento es que la vejez aparta de las actividades. Catón (Cicerón, a través de Catón) se pregunta de cuáles. Las cosas grandes no se hacen con las fuerzas, la rapidez o la agilidad del cuerpo sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión, cosas todas de las que la vejez, lejos de estar huérfana, prodiga en abundancia. Aunque es verdad que la memoria disminuye, hay ejemplos notables de viejos capaces de recitar pasajes enteros de obras literarias, como Sófocles, cuando convenció a los jueces declamando Edipo en Colona. Otros ancianos, de los que no se escatiman ejemplos, tuvieron la dicha de que sus estudios duraran lo que su misma vida. Bella manera de decir que estuvieron siempre renovándose y aprendiendo. Sócrates, por ejemplo, empezó a estudiar la lira y el propio Catón la lengua griega en la ancianidad.
La segunda razón para deplorar la vejez es la pérdida de la fuerza física. El argumento de Cicerón, puesto en boca de Catón, es que la vida no debe valorarse por ella. Pero es obvio que decrece. También es obvio que abundan las enfermedades. Mas éstas ¿no son también propias de los jóvenes? ¿es que alguien está libre de la debilidad y la dolencia? "Hay que hacer frente a la vejez, Lelio y Escipión, y hay que compensar sus defectos con la diligencia. Lo mismo que hay que luchar contra la enfermedad, hay que hacerlo contra la vejez", dice el sabio anciano. Y agrega algo que suena muy moderno: "Es preciso llevar un control de la salud, hay que practicar ejercicios moderados, hay que tomar la cantidad de comida y bebida conveniente para reponer las fuerzas, no para ahogarlas. Y no sólo hay que ayudar al cuerpo, sino mucho más a la mente y al espíritu. Pues también estos se extinguen con la vejez, a menos que les vayas echando aceite como a una lamparilla".
Estos pasajes son recomendaciones dietéticas, en el sentido de una forma de vida acorde con la edad. Suenan, en realidad, como de sentido común, y sin embargo fueron escritos cuarenta años antes de la era cristiana. Hay que hacer notar que Catón agrega, a continuación, que la vejez "es honorable si ella misma se defiende, si mantiene su derecho, si no es dependiente de nadie y si gobierna a los suyos hasta el último aliento". Estas observaciones, podría argüirse, con ser muy atinadas, no se aplican a muchos viejos que padecen la tortura de la dependencia y la pobreza. Catón habla, en realidad, de aquellos viejos que pueden sumergirse en sus estudios y ni siquiera darse cuenta de que envejecen.
Hay una razón, la tercera, para lamentar volverse viejo, que es tal vez una de las más frecuentemente citadas: la edad proyecta hace perder placeres. En esta parte, el viejo Catón lanza una diatriba contra los placeres. La pasión, alega, nos arrastra a acciones vergonzosas y criminales. Es una suerte que la edad aleje de nosotros lo que es lo más pernicioso de la juventud. "...nada hay tan detestable como el placer, si es verdad que éste, cuando es demasiado grande y prolongado, extingue toda la luz del espíritu". No sólo no hay que reprochar a la vejez que sepa prescindir de los placeres, hay que felicitarla por ello. Una vida virtuosa es garantía de bienestar.
La argumentación es bastante diáfana cuando se trata de los placeres de la mesa, toda vez que al privarse de excesos, de comilonas y libaciones, la vida es más grata. Pero con respecto al amor y al sexo, tema entonces muy debatido y asunto de perenne importancia, la discusión es algo más difusa. El anciano observa que disminuye el deseo y por lo tanto hay menos necesidad de obtener satisfacciones en ese ámbito. Sobre todo, dice, "para los que están satisfechos y ahítos es mucho más agradable la carencia que el disfrute". De esta frase se infiere lo inverso de lo que previamente el anciano ha predicado, pues ¿quién puede estar satisfecho y ahíto de placeres si ha llevado una vida virtuosa privándose de ellos? Resulta que la carencia es buena para el que ya está harto. Y para hartarse, obviamente, hay que haber gozado. ¡Elemental querido Cicerón!
Otro punto ambiguo es la declaración de que tales placeres no están lejanos del todo. "La vejez, dice, disfruta de ellos (los placeres) lo suficiente aunque los vea de lejos". No tan de lejos los ha de ha de haber visto el autor Cicerón, quien, a los sesenta años se ha divorciado de Terencia tras veintinueve años de matrimonio para casarse con su joven pupila Publilia. Estos eruditos son unos farsantes; la frase haz lo que yo diga pero no lo que yo haga, representa la esencia más pura de la tremenda hipocresía y falsedad en la que, desde tiempo inmemorial vive incurso e inmerso el ser humano.
La última razón para deplorar la vejez, la proximidad de la muerte, es analizada en De Senectute en un registro que ya se ha convertido en tópico. "Si no vamos a ser inmortales, es deseable, por lo menos, que el hombre deje de existir a su debido tiempo. Pues la naturaleza tiene un límite para la vida, como para todas las demás cosas". Si no hay nada después de la muerte, nada debemos temer.
Si la muerte es la puerta para la vida eterna, debiéramos desearla. Por supuesto, en la época de Cicerón el tema de la longevidad tenía caracteres distintos de la época actual. Hoy no es improbable que una persona promedio, en un país medianamente civilizado, pueda aspirar a una larga vida. Por ende, desear vivir muy largo no es ambición descabellada. El tema de la calidad de la vida larga es el que ahora nos preocupa y conmueve. La disposición del tiempo libre, el goce del ocio, la satisfacción de las necesidades, todos los duelos, casi diarios, que significa la pérdida de ascendiente y dinero son hoy día más relevantes. Una vida terminada "a su debido tiempo" supone una reflexión filosófica profunda. Es a esa reflexión a la que alude Daniel Callahan cuando en su libro "Setting Limits" trata de precisar qué es una vida adecuadamente vivida y cuándo es razonable que termine. Conocida es su propuesta de racionar los recursos sanitarios sobre la base de la edad, que ha causado más de alguna ácida polémica.
Generó una controversia mundial con su libro Poner limites. Los fines de la medicina en una sociedad que envejece (1987), donde plasma su pensamiento sobre la ética de la distribución de recursos que le llevó a proponer la limitación de determinadas prestaciones a la edad de 80 años (trasplantes, diálisis, cirugía mayor), por considerar que se avecina una explosión demográfica de ancianos que hará quebrar los sistemas sanitarios. Diario Médico le hizo una entrevista hace 12 años, titulada Daniel Callahan: “Es justo limitar el uso de tecnología médica en los ancianos”, que se publicó acompañada de una serie de comentarios muy críticos a su propuesta de introducir la edad como criterio de discriminación. Aunque personalmente comparto estas críticas a Callahan, me parece que su análisis ético de la atención a las personas mayores y a los pacientes con enfermedades avanzadas es brillante y debe ser tenido en cuenta a la hora de tomar decisiones clínicas, cambiando la edad por el pronóstico. A pesar de este posicionamiento hay que señalar que Callahan se manifestó contrario a la eutanasia y al suicido asistido, argumentando que su legalización perjudica a la mayoría.
El libro de Cicerón es un bello monumento al ideal. Ojalá todos pudieran vivir y morir como el sabio tribuno imagina y recomienda. Ojalá sus recomendaciones fueran leídas y meditadas. Tal vez no a todos convenga el género de vida que allí se describe. Sus páginas destilan una suerte de esperanzada alegría, un útil recuerdo de que siempre hay algo mejor a qué aspirar. Como apología de la vejez, logró el libro su propósito. Pero, como la vejez misma, es una apología de doble faz. Aquello que se celebra también puede ser objeto de preocupación. Lo deleitable es a veces negativo. La vejez, como la vida misma, siempre aceptará miradas múltiples y contradictorias.
De Senectute, de Cicerón: Para quienes creen que no hay posibilidad de alcanzar el bienestar y llevar una vida feliz, sin duda, la vida es dura en todas las etapas de la vida. Pero quienes consiguen todos los bienes en sí mismos, no les puede parecer malo lo que la exigencia de la naturaleza traiga. La vejez está siempre en primer plano. Todos se esfuerzan en alcanzarla y, una vez conseguida, todos la culpan. ¡Tanta es la necedad de la extravagancia! Suelen afirmar que la vejez se les echó encima mucho antes de lo que esperaban. En primer lugar: ¿quién les obligó a pensar de un modo tan absurdo?, ¿por qué la distancia entre la adolescencia y la vejez es más corta que la distancia entre la adolescencia y la infancia? Siempre ha sido necesario un final, y, como sucede en los brotes de los árboles y en los frutos de la tierra, tras su madurez oportuna, el sabio casi ajado y caduco, debe aceptar con serenidad su propio final. ¿Qué otra cosa es oponerse a las leyes de la naturaleza sino luchar contra los dioses, como si fueran gigantes?
Siguiendo el antiguo proverbio "los iguales se reúnen habitualmente con sus iguales" frecuentemente he intervenido en debates sobre este asunto con mis pares. Cayo Salinator, Espurio Albino, casi de mi edad, hombres que habían sido cónsules, solían quejarse de que ya carecían de placeres, sin los cuales —pensaban ellos— la vida no tiene sentido. Además se sentían menospreciados por los que antes acostumbraban a halagarlos. En mi opinión, se quejaban de lo que no había razón para ello y no de lo que realmente debieran quejarse. Si esto sucediera por causa de la senectud, lo mismo me debería pasar a mí y al resto de los ancianos, a muchos de los cuales yo he conocido en su vejez sin ningún tipo de quejas. Muchos ancianos afirman que ellos se han apartado serenamente de los vínculos de los placeres y sin desprecio de los suyos. La causa de todas estas lamentaciones está en el carácter de cada uno, no en la edad.
Los ancianos moderados llevan la vejez de una manera aceptable. Ni siquiera el sabio puede afrontar la vejez de manera llevadera en medio de la más profunda indigencia, pero para el necio, aún en la suma abundancia, no deja de ser gravosa.
Las armas defensivas de la vejez, Escipión y Lelio, son las artes y la puesta en práctica de las virtudes cultivadas a lo largo de la vida. Cuando has vivido mucho tiempo, producen frutos maravillosos. La conciencia de haber vivido honradamente y el recuerdo de las muchas acciones buenas realizadas, resulta muy satisfactorio en el último momento de la vida.
Fue un gran hombre ante los ojos de los ciudadanos y muy distinguido en la intimidad de su hogar. ¡Qué discurso, qué máximas, qué conocimiento de los antepasados, cuánta sabiduría del derecho! Disponía de una cultura amplísima: todo lo tenía en la memoria. No sólo las guerras civiles, incluso la guerra con otros pueblos. Yo disfrutaba tanto con sus discursos que casi hubiera pronosticado lo que posteriormente sucedió: que una vez fallecido, no encontraría a nadie de quien aprender.
¿Adónde nos conducen estos recuerdos desde Máximo? Sin duda alguna, entenderéis que sería injusto decir que su vejez fue miserable. Pese a ello, sabemos que no todos son Escipiones o Máximos, para que sean recordados por sus asedios a ciudades, por sus batallas terrestres o navales, por las guerras que llevaron a cabo o por sus triunfos, incluso por el modo de llevar una vejez tranquila, sosegada, plácida y soportable, como hemos oído decir de Platón, quien murió a los 81 años, cuando escribía un libro. Isócrates escribió a los 94 años el libro que tituló Panatenaicos y se sabe que vivió un quinquenio más. Su maestro, Leontino Gorgias, cumplió 107 años y nunca cejó en su estudio ni en su trabajo. Cuando le preguntaron por qué quería seguir viviendo, él contestó: "No tengo nada que reprochar a la vejez." ¡Brillante y digna respuesta propia de un hombre docto!
Yo, pensando en mí mismo, encuentro cuatro causas que agravan sobremanera la vejez: —primera, porque aparta de la gestión de todos los negocios. —segunda, porque la salud se debilita. —tercera, porque te priva de casi todos los placeres. —cuarta, porque, al parecer, la muerte ya no está lejos.
Si queréis leer o escuchar historias de países extranjeros, encontraréis grandes estados arruinados por sus dirigentes jóvenes. Pero estos mismos estados fueron regenerados y sustentados por dirigentes ancianos.
"Iban llegando nuevos oradores, necios jovenzuelos."
La osadía es propia de la juventud, la prudencia, de la vejez.
¿Qué diremos del jurisconsulto, de los pontífices o de los augures? ¡Cuántas cosas recordaron los antiguos filósofos! Lo mismo que el afán de conocimiento y de actividad, las facultades permanecen en los ancianos, tanto en su vida social de hombres ilustres y venerables como en su vida familiar y privada. Sófocles escribió una tragedia en su ancianidad. Precisamente por ese interés de estudio parecía que se despreocupaba de su patrimonio familiar, y fue demandado judicialmente por sus hijos. Los jueces decidieron quitarle la gestión del patrimonio familiar como si fuera un loco, igual que acostumbramos a imposibilitar a los cabeza de familia que no gestionan bien sus bienes. Se dice que, para defenderse, el anciano recitó de memoria la obra que en ese momento tenía entre manos, la recientemente escrita, ¡nada menos que "Edipo en Colono"! ¡Y se atrevió a preguntar a los jueces, si eso era propio de un anciano demente! Fue absuelto por los mismos jueces, una vez recitada la tragedia.
Prosigamos pues. Aún prescindiendo de intereses intelectuales, puedo citar el nombre de muchos romanos rústicos, procedentes del campo, vecinos, familiares míos, quienes jamás están ausentes de las faenas propias del agricultor, como la siembra, la siega o la recolección de los frutos. Aunque en ellos es menos digno de admiración, pues en realidad nadie se considera tan viejo que no piense que puede vivir un año más, trabajan sus campos sabiendo que probablemente no van a ver sus frutos: "Planta árboles para que los disfruten las generaciones venideras".
"¡Por Pólux, vejez, si cuando llegaras sólo trajeras un achaque, ya sería suficiente, pero cuando se vive durante mucho tiempo, se ven muchas cosas que uno realmente no quiere ver!" La adolescencia con frecuencia desea ver muchas cosas y también otras que no. El propio Cecilio, ya anciano, afirma: "pienso, que lo peor en la vejez, es sentir y darse cuenta uno mismo, que eres odioso para los demás."¡La vejez puede ser más agradable que odiosa! Igual que los ancianos sabios disfrutan con los jóvenes mejor preparados y son venerados y queridos por la juventud, y la vejez se hace más llevadera, igualmente los jóvenes disfrutan de los consejos de los ancianos y se dejan guiar para adquirir experiencias. Yo reconozco que soy más feliz con vosotros, que vosotros conmigo. Sin embargo podéis constatar que la vejez, no sólo no es debilitada y vulnerable, sino que por el contrario, la vejez es laboriosa y lleva siempre algo entre manos con igual inquietud que en las etapas anteriores de su vida.
También es verdad que tengo menos fuerzas físicas que vosotros dos. Tampoco vosotros tenéis las mismas fuerzas que el centurión Tito Pontus y por eso ¿vale más él que vosotros? Un uso moderado de las fuerzas es bueno y apoyarse en ellas lo que cada uno pueda, también. Se dice que Milón ingresó en el Olimpo porque en la competición corrió en el estadio con una oveja sobre sus hombros. Pero ¿acaso prefieres sus fuerzas corporales al ingenio que la naturaleza dio a Pitágoras? Uno debe servirse de este bien, mientras lo tenga, pero cuando falte, no lo busques. La adolescencia no debe buscar la infancia ni la edad media, la juventud. El curso de la edad está determinado y el camino de la naturaleza es único y sencillo. A cada periodo de la vida se le ha dado su propia inquietud: la inseguridad a la infancia, la impetuosidad a la juventud, la sensatez y la constancia a la edad media, la madurez a la ancianidad. Estas circunstancias se dan con la mayor naturalidad y se deben aceptar en las diferentes etapas de la vida.
¿Por qué entonces nos sorprendemos de que los ancianos, de vez en cuando, caigan enfermos, cuando ni siquiera los jóvenes están libres de las enfermedades? Lelio y Escipión, es propio de la vejez resentirse, pero sus achaques se compensan con la diligencia.
Con el mismo ahínco que se lucha contra la enfermedad, se debe luchar contra la vejez. Se ha de cuidar la salud, se debe hacer ejercicio moderadamente, se debe tomar alimentos y beber cuanto se necesite para tomar fuerzas, pero no tanto como para quedar fatigados. Pues una cosa y otra han de ser remedio para el cuerpo, pero mucho más para la mente y el espíritu. Tanto una como el otro, mente y cuerpo, son como una lámpara, que si no se las alimenta gota a gota, se extinguen con la vejez. Los cuerpos pierden agilidad con la fatiga del ejercicio, en cambio el espíritu se hace más sutil con el adiestramiento mental.
FINAL TERCERA PARTE
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