20 diciembre 2019

POR LOS MONTES DE VENTA LA REJA. MUELA DE DON EVARISTO IV

La ancianidad es llevadera si se defiende a sí misma, si conserva su derecho, si no está sometida a nadie, si hasta su último momento el anciano es respetado entre los suyos. Como en el adolescente hay algo de senil, también en el anciano hay algo de adolescente, lo reconozco. Quien siga esta norma podrá ser anciano de cuerpo pero no de espíritu.
Marco Tulio Cicerón escribe su obra De senectute durante las primeras semanas del año 44 a. C., compaginando su elaboración con la del De divinatione. Se la dedicó a su amigo Tito Pomponio Ático, que acababa de cumplir 65 años, y se la envió poco tiempo después de la muerte de César. En estos momentos, Cicerón cuenta con 62 años y se aproxima a cumplir el sexagésimo tercer año de su vida: el número mágico. En la Antigüedad, las edades del hombre se distribuían en periodos de siete años, los septenarios, lo cual se debía a que el número siete era sagrado: cuatro más tres -cuatro, por los elementos primigenios (aire, fuego, agua, tierra) y tres como representación de la divinidad (Zeus, Hera y Atenea/Júpiter, Juno y Minerva), de ahí el cúmulo de series de siete miembros: los siete días de la semana; los siete planetas del Sistema Solar (el Sol, la Luna, y las consideradas como las cinco estrellas errantes: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno); las siete esferas celestes; las siete maravillas del mundo; los siete sabios de Grecia; las siete colinas de Roma; y en la Biblia es el número perfecto por antonomasia: las siete vacas gordas y las siete flacas; los siete años de abundancia y los siete de escasez; las siete plagas; el candelabro de los siete brazos; setenta veces siete; las siete copas, las siete trompetas, los siete ángeles y los siete sellos del Apocalipsis, por citar solo los ejemplos más ilustrativos. En relación a los 63 años, la culminación del noveno septenario, en tiempos de Cicerone solía entenderse como el último periodo vital en el que podía estarse en unas condiciones aceptables, puesto que, al llegar a los setenta años, en el siguiente septenario, sólo quedaba esperar la muerte.
En nuestra segunda parte (cuarta en nuestro particular periplo alrededor de Venta Reja) dedicada a la muela del tío Evaristo, mientras observamos a un helicóptero militar sobrevolar sierra Espuña y Eva 13, intentamos de nuevo centrar el asunto que llevamos entre manos. El tercer motivo que dice Cicerone se achaca a la vejez es el de que priva de casi todos los placeres. No parece que se refiera tanto a los derivados de la gastronomía como a los de índole epicúrea. Este inconfesable lamento varonil se lo he escuchado deplorar a más de uno, referido a la progresiva disfunción que de pronto comienza a aquejar al órgano viril. Quizá, sea este uno de los quejidos más comunes que surgen en la vejez masculina, (incluso mucho antes) por lo general, circunscrito al campo de la jodienda, que ya no precisa enmienda, aunque sostiene nuestro ínclito escritor que una de las mayores ventajas de la vejez, es la de redimirse de esa esclavitud, de ese dominio de las pasiones, porque el placer es la mayor invitación al mal: "Sigue la tercera acusación contra la vejez: la que dice que carece de placeres. ¿Qué excelente regalo de la edad si realmente aleja de nosotros lo que es más pernicioso en la juventud! [...] Por todo eso nada hay tan detestable como el placer, si es verdad que éste, cuando es demasiado grande y prolongado, extingue toda la luz del espíritu. [...] si no conseguimos despreciar el placer mediante la razón y la sabiduría, debemos estar muy agradecidos a la vejez, que ha conseguido que no nos apetezca lo que no nos conviene. Pues el placer impide el buen juicio, es enemigo de la razón y, por así decir, ciega los ojos de la mente y no tiene ninguna relación con la virtud. [...]"
Disertaciones no exentas de algunas gavillas de hipocresía. Este erudito político y filósofo, parece que, sobre este asunto, disertaba de cara a la galería, pues a los sesenta años se divorció y volvió a casar con una de sus discípulas, apenas una adolescente. Aunque le duraría poco la aventura con la virginal doncella. Marco Tulio Cicerón, se sumergía en el año 46 a.C. en un ostracismo irreversible. En la guerra civil entre Julio César y Pompeyo, había apostado al caballo equivocado y otorgado su apoyo al segundo, el perdedor, y aunque se le permitió regresar a Roma, quedó aislado de la posición de privilegio de la que gozaba en el seno de la República tras descubrir la terrible conspiración de Catilina. A Cicerón, los asuntos personales tampoco le iban mejor. Ese mismo año se divorció de su primera mujer, Terencia, tras treinta años de matrimonio. Su depresión aumentaría con el fallecimiento de su hija Tulia en febrero de 45 a.C. y de su nieto pocos días después del parto. Tampoco halló consuelo en un breve enlace con la joven Publilia, de quien se separaría unos meses más tarde. Pero ese matrimonio entre Cicerón y Publilia destaca en la historia de Roma por encima de cualquier otro por la abismal diferencia de edad entre ambos cónyuges: cuarenta y cinco años. Si el filósofo ya había cumplido los sesenta, la muchacha estaba en plena adolescencia, en torno a los quince. Cicerón se enfrentó a preguntas de por qué a su edad, se casaba con una joven virgen. El día de la boda respondió jactancioso: "No os preocupéis, mañana será una mujer adulta".
Así pues, Cicerone, tras pasar revista a los placeres que ya no se necesitan en la vejez, tales como los banquetes de comida y bebidas copiosas, orgías, etc, resalta otros que podemos incluir en el campo de la gerontología, como son los relativos a la moderada caminata, la lectura, la conversación y las reuniones con amigos y conocidos, y todos los que hacen referencia a los cuidados agrícolas (cuestión a la que dedica extensos comentarios y que, en nuestros días, sobre todo en zonas rurales, constituyen una actividad muy practicada por los mayores que son propietarios de terrenos con huerta donde cultivan verduras y hortalizas, cuya tarea cotidiana les sirve para mantenerse en forma y de entretenimiento) y a la utilidad de los abuelos para enseñar y aprender.
Por último, a la hora de tratar la muerte, Cicerón nos zarandea con argumentos optimistas, pues de nuevo asoma su postura positiva, ya que busca, ante todo, una aceptación de lo inevitable y no una mera resignación. En los tiempos anteriores al nacimiento de Cristo, el desprecio a la muerte era ya una actitud moral y un principio doctrinal desde mucho tiempo atrás. Sus opiniones pueden valernos, en nuestros días, para que la inexorable muerte no se convierta en obsesión, ya que aquella siempre está junto al ser humano desde el momento de su nacimiento y hay que ir preparándose para su llegada, contentándose, al menos, con el hecho de que el anciano ha vivido mucho y puede retirarse satisfecho. Así, hay que estar orgulloso de haber llegado a viejo, porque no hay nada vergonzoso en serlo y porque, gracias a ello, no se ha convertido uno antes de tiempo, en lívido fiambre. Aprovechando que de pronto entra en escena el tío Yoda, un carcamal casi coetáneo de Cicerone, vamos a seguir reproduciendo algunos pasajes más de esta magna obra, en referencia a ese inevitable tránsito que constituye la muerte: ¿Puede haber alguien más absurdo que quien se preocupe de acumular más provisiones cuanto menos tiempo le quede de vida? Queda la cuarta causa: el hecho de que la cercanía de la muerte parece que atormenta y angustia a nuestra edad. La muerte, lógicamente, no puede estar muy lejos de la vejez.¡Desgraciado el anciano que no considere que la muerte deba de ser despreciada después de una vida tan larga! Si la mente está ausente, la muerte se ignora totalmente, si la muerte le conduce a una situación terminal debe ser incluso deseada. No puede hablarse de una tercera disyuntiva.
Así pues, ¿qué he de temer si no puedo ser desgraciado después de la muerte, ni tampoco puedo ser feliz? ¿Quién es tan necio, aunque sea un adolescente, que asegure que va a vivir hasta la ancianidad? Entre la juventud hay más muertes que entre la vejez: los jóvenes caen más fácilmente en enfermedades de mayor gravedad y se recuperan en menor número. Pocos son los que llegan a la senectud, si esto no sucediera se viviría con más prudencia, pues el buen juicio, la razón y el consejo están en los ancianos. Si no existiesen los ancianos no existirían las ciudades. Pero vuelvo de nuevo al hecho de la muerte que siempre está amenazante. ¿Por qué la muerte es la desazón perenne de la vejez, cuando bien se sabe que está siempre presente y que también es común a la juventud?También alcanza lo mismo a los jóvenes que se topan con una naturaleza adversa y repugnante. Me parece que la muerte de un joven es como sofocar la fuerza de una llama con un chorro de agua. La vejez por el contrario, consumido el fuego, se extingue sin violencia, sin que ellos hagan nada. Las manzanas, si están verdes, no se desprenden de la rama a no ser con violencia, por el contrario caen por sí mismas si están maduras y muy sazonadas. Como la violencia quita la vida a los adolescentes, la madurez quita la vida a los ancianos. Una madurez que a mí me resulta agradable, de tal manera que yo llegaré a la muerte tranquilamente como si después de una larga navegación, al llegar al puerto volviera a ver la tierra.
No creo que la muerte deba ser luctuosa cuando a continuación se espera la inmortalidad. El miedo a la muerte puede existir para alguien en algún momento de su vida, pero por breve tiempo, especialmente para el anciano, puesto que una vez muerto ya no existe esa sensación. No obstante debe ser objeto de reflexión para la adolescencia, de tal manera que no nos olvidemos de la muerte, sin cuya reflexión nadie puede sentirse tranquilo de espíritu. Es indudable que tenemos que morir, pero es incierto hasta el último momento. Por lo tanto, ¿quién puede tener firmeza de espíritu temiendo a la muerte, siempre amenazante?
En general, según yo opino, la consecución de todos los anhelos produce la satisfacción de la vida. Los caprichos de la infancia son indiscutibles, pero ¿acaso los jóvenes los echan de menos? También cuando llega la juventud tiene sus propios entusiasmos, pero ¿acaso los reclama la edad media y la adulta? Los apegos de la edad madura tampoco se buscan en la vejez. Existen también las últimas inclinaciones propias de la vejez, que van desapareciendo como sucede con los deseos propios de cada edad anterior. Sucede lo mismo con las propias voluntades de la ancianidad. Cuando llega la saciedad de la vida se crea el momento, ya maduro, para la muerte.
Yo mismo no entiendo por qué motivo no me atrevo a exponer mi opinión acerca de la muerte pues, cuanto más cerca estoy de ella, creo que vivo más consciente de su realidad. Yo pienso que vuestros padres, el tuyo Escipión, el tuyo Lelio, preclaros varones y muy amigos míos, viven su vida, una vida digna de ser llamada así. Pues mientras el alma, arrojada del domicilio celestial, y casi hundida en la tierra, lugar opuesto a la divina naturaleza y a la eternidad, está aprisionada en esta estructura del cuerpo, tenemos que realizar trabajos gravosos y obligaciones impuestas por necesidad. Sin embargo creo, que los dioses inmortales han infundido el alma en el cuerpo humano para que haya quienes vigilen la tierra, y contemplando el orden astral, imiten en el modo y constancia de la vida. A mí me impulsa a creerlo, no sólo la razón de este debate sino también la reconocida autoridad y nobleza de los mejores filósofos.
Yo había entendido que Pitágoras y los pitagóricos, a quienes se denominaban filósofos itálicos, casi colonos nuestros, jamás pusieron en duda que tuviéramos un alma emanada de la divina inteligencia universal. Lo demostraban con aquellos argumentos que Sócrates había expuesto sobre la inmortalidad del alma en el último día de su vida. Sócrates, que, según el oráculo de Apolo, es considerado el más sabio de todos los seres humanos. ¿Qué más? Estoy convencido y así pienso: puesto que tanta es la rapidez de pensamiento de las almas, tantos los recuerdos de las cosas pasadas y tanta la prudencia acerca de las cosas venideras, tanta las artes, tanta la profundidad de los conocimientos, tantos los inventos que la naturaleza abarca, que ésta no puede ser mortal. Y, puesto que el espíritu está siempre en movimiento, y no tiene principio porque se mueve a sí mismo, tampoco tendrá fin porque nunca se abandonaría a sí mismo. Y, puesto que la naturaleza del espíritu es simple, no puede tener en sí mismo ninguna mezcla heterogénea y dispar. No puede ser dividido y por lo tanto no puede morir. Los hombres saben muchas cosas antes de nacer, puesto que los niños, no sólo aprenden las artes más difíciles, sino que también asimilan otras, que a primera vista, parece que no entienden, pero que luego son recreadas en la memoria. Estas son, más o menos, las ideas de Platón.
El honor de los varones ilustres no permanecería en nuestra memoria, después de su muerte, si sus espíritus no se hubieran esforzado por aportar algo a la humanidad. Yo nunca he estado convencido de que sus almas sólo vivían mientras estaban pegadas a sus cuerpos, ni que los abandonaban una vez muertos, ni de que sus espíritus estaban carentes de pensamientos, sino que cuando comienzan a ser puros e íntegros, liberados de su contaminación corporal, entonces llegan a ser sabios. Además, dado que la naturaleza del hombre es destruida por la muerte, es evidente hacia dónde se dirigen los restantes asuntos: hacia el origen de donde han surgido. Sin embargo el alma no se manifiesta nunca, ni cuando está presente pegada al cuerpo ni cuando está ausente.
¿Por qué precisamente los más sabios mueren con un espíritu muy sosegado, y los necios muy desasosegados? ¿Acaso no os parece que este espíritu, que ve más y con más amplitud, se da cuenta que él se acerca a una situación mejor, por el contrario el de mirada más obtusa no lo comprende? En mi tesis expreso claramente que deseo ver a vuestros padres, a quienes veneré y aprecié, y deseo vivamente reunirme con los que conocí, y con los que escuché y leí, y también con los que escribí. Nadie me apartaría fácilmente de ese lugar, donde, sin duda, no me reconocerían, como le sucedió a Pelias. Y si algún dios me concediera volverme de esta edad a la de niño otra vez, y llorar en la cuna, me resistiría mucho, pues no quiero desde el fin de la carrera volverme otra vez al principio.
En fin, ¿qué tiene la vida de cómodo? ¿Por qué más bien nos aporta trabajo? No me parece lícito quejarme de mi vida, como hicieron con frecuencia muchos y algunos de ellos eruditos. No me arrepiento de haber vivido, pues he vivido de tal manera que no considero que mi nacimiento haya sido en vano. Me aparto de la vida como de una hospedería, y no como de mi propia casa. Sin embargo supongamos que la vida produzca seguridad, o satisfacción o bien límite natural, la naturaleza nos dio una posada para detenernos pero no para habitarla.; ¡Oh día memorable, cuando yo llegue a aquella reunión de los espíritus, cuando me aleje de esta revuelta y confusión! Me uniré, en efecto, con estos hombres ilustres, de los que ya he hablado, y también me uniré con Catón, el hombre más honorable que ha existido nunca, cuyo cuerpo fue incinerado por mí, en lugar de ser yo incinerado por él, como hubiera sido lo adecuado. Pero su espíritu no sólo no me abandonó, sino que, mirando hacia atrás, se dirigió hacia aquellos lugares adonde yo llegaré también algún día. He considerado que mi espíritu va a soportar con toda fortaleza mi caída, no porque lo sobrelleve con ánimo equilibrado, sino porque yo mismo me consuelo considerando que, entre nosotros la separación y alejamiento, no serán duraderos.
La obra finaliza de esta forma: Para mí, Escipión, tú y Lelio, que según me dijiste, solíais hablar sobre estos asuntos, pienso que la vejez es breve, y no sólo no es molesta, sino que es agradable. Pues si me equivoco en esto, es decir que yo creo que el espíritu del hombre es inmortal, yerro consciente, y no quiero arrancar de mí este error en el que me deleito mientras vivo. En todo caso, como piensan algunos filósofos epicúreos, una vez muerto, no he de sentir, no he de temer que los filósofos se rían de mi error. Si realmente no vamos a ser inmortales, es deseable que todo hombre muera en su momento oportuno. La naturaleza tiene, como todas las cosas, un límite de existencia. La vejez es el final de una representación teatral de cuya fatiga debemos huir, sobre todo y especialmente, una vez que hemos asumido el cansancio.
Estos son los comentarios que os tenía que exponer sobre la vejez: Quieran los dioses que lleguéis a ella, y que la podáis experimentar y comprobar por vosotros mismos, teniendo en cuenta lo que os he comentado.
Conclusiones: este interesante libro que se lee en un rato muestra lo más positivo que puede hallarse en la edad provecta, haciendo hincapié en que los ancianos, (cada vez en mayor proporción habida cuenta el aumento en la esperanza de vida unido a la caída en picado de la natalidad) deben centrarse en cultivar todas aquellas actividades que les sean placenteras y que les haga afrontar, en las mejores condiciones, esa edad tan denostada en la que Cicerón muestra las pautas para lograr la integración de los viejos, superando la marginación y recordándonos lo necesarios que son, llegados a esta etapa de la vida, la consideración y el respeto. Por ello, no podemos poner en duda que si tenemos en cuenta la senda por él trazada, es posible, como dice la cita, que no logremos añadir muchos años a nuestra vida, pero sí aportaremos sabrosa vida a nuestros años, que al fin y a la postre, es de lo que se trata. Cuando la leí este verano me pareció una obra magnífica muy extrapolable a nuestros días. Tan válida y útil para los que ya se encuentran inmersos en ese tránsito como para los que vislumbramos que este de nosotros se halla a la vuelta de la esquina. Hace más de dos mil años, su lectura debió proporcionar solaz y consuelo a algunos ancianos de buena posición social y económica, ya que posee el mérito de recoger todo lo que podía señalarse en la época para confortar a los senectos, pero es muy probable que no consiguiera convencer a la gran mayoría, porque el propio Cicerón, ya desde la introducción, admite que su propósito es intentar consolar a su amigo de la cercanía de la ancianidad, cuya carga teme, lo cual pone en evidencia que el autor opinaba que la vejez no constituía por sí misma un período dichoso. Algunos estudiosos sostienen que el hecho mismo de que Cicerón hubiese sentido la necesidad de escribir esta consolación, ya es suficientemente ilustrativo, a lo que habría que añadirle que los comentarios en algunas de sus obras, nos indican que este ideal está lejos de ser alcanzado incluso por el autor. Lo expuesto, es lo suficientemente significativo para apreciar en qué medida se adelantó a su tiempo Cicerón, como excelso escritor de libros de autoayuda a lo Paulo Coelho, con la intención en este caso de lograr una vejez más saludable y acaso más feliz.
Marco Tulio Cicerón. (106 AC-43 AC)
Escritor, orador y político romano.

Algunos de sus célebres adagios

"¿Qué cosa más grande que tener a alguien con quien te atrevas a hablar como contigo mismo?"

"La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio".

"Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros".

"La confidencia corrompe la amistad; el mucho contacto la consume; el respeto la conserva".

"El amor es el deseo de obtener la amistad de una persona que nos atrae por su belleza".

"No hay nada tan increíble que la oratoria no pueda volverlo aceptable".

"No basta con alcanzar la sabiduría, es necesario saber utilizarla".

"Mi conciencia tiene para mí más peso que la opinión de todo el mundo".

"Si cerca de la biblioteca tenéis un monte, ya no os faltará de nada".

"Cuanto mayor es la dificultad, mayor es la gloria".

"La amistad comienza donde termina el interés".

"Los hombres son como los vinos: la edad agria los malos y mejora los buenos".

"Si quieres aprender, enseña".

"No todo error debe calificarse de necedad".

"Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma".

"Nada resulta más atractivo en un hombre que su cortesía, su paciencia y su tolerancia".
"La primera ley de la amistad es pedir a los amigos cosas honradas; y sólo cosas honradas hacer por ellos".

"Humano es errar; pero sólo los estúpidos perseveran en el error".

"Todas las cosas fingidas caen como flores marchitas, porque ninguna simulación puede durar largo tiempo".

"No sé, si, con excepción de la sabiduría, los dioses inmortales han otorgado al hombre algo mejor que la amistad".

"El buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las leyes".

"Si queremos gozar la paz, debemos velar bien las armas; si deponemos las armas no tendremos jamás paz".

"Nadie que confía en sí, envidia la virtud del otro".

"Para ser libres hay que ser esclavos de la ley".

"Pensar es como vivir dos veces".

"La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos".

"No saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser incesantemente niños".

"Si hacemos el bien por interés, seremos astutos, pero nunca buenos".

"Las vanas pretensiones caen al suelo como las flores. Lo falso no dura mucho".

"Los deseos deben obedecer a la razón".

"Las leyes callan cuando las armas hablan".

"La victoria es por naturaleza insolente y arrogante".

"La vida feliz y dichosa es el objeto único de toda la filosofía".
"No hay cosa que los humanos traten de conservar tanto, ni que administren tan mal, como su propia vida".

"Es bueno acostumbrarse a la fatiga y a la carrera, pero no hay que forzar la marcha".

"Donde quiera que se esté bien, allí está la patria".

"A pesar de que ya soy mayor, sigo aprendiendo de mis discípulos".

"El que sufre tiene memoria".

"La fuerza es el derecho de las bestias".

"La libertad sólo reside en los estados en los que el pueblo tiene el poder supremo".

"La necedad es la madre de todos los males".

"Me avergüenzo de esos filósofos que no quieren desterrar ningún vicio si no está castigado por el juez".

"Todas las acciones cumplidas sin ostentación y sin testigos me parecen más loables".

"No hay hombre de nación alguna que, habiendo tomado a la naturaleza por guía, no pueda llegar a la verdad".

"No hay nada hecho por la mano del hombre que tarde o temprano el tiempo no destruya".

"La sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil es ya de por sí inmoral".

"Nada es difícil para el que ama".

"Hay que comer para vivir, no vivir para comer".

"Es propio de los necios ver los vicios ajenos y olvidar los propios".

"La honradez es siempre digna de elogio, aún cuando no reporte utilidad, ni recompensa, ni provecho".

"La salud del pueblo está en la supremacía de la ley".

"La naturaleza quiere que la amistad sea auxiliadora de virtudes, mas no compañera de vicios".

"Mis libros siempre están a mi disposición, nunca están ocupados".

"Cuando los tambores hablan, las leyes callan".

"La ley aplicada en su sentido más estricto, siempre resulta injusta".
Hemos dejado que el tío Yoda, que de historia y materialismo filosófico sabe un rato, (aunque ha elegido mantenerse en la sombra) nos deleitara con el paisaje, mientras se sucedían las sabias enseñanzas de Cicerón. Hay que ver algunas citas del orador, escritas hace dos mil años, la gran vigencia que mantienen. No pasa el tiempo por ellas. Yo diría que incluso adquieren más sustancia y contenido con el transcurrir de los siglos. ¿De verdad que podemos decir que aprende el hombre algo de su historia, de sus grandes pensadores y filósofos, de sus experiencias...? Parece que nos tenemos que resignar a constatar que no aprende absolutamente nada, pues tropezamos una y otra vez en las mismas piedras. Nos pegamos idénticos batacazos ante los mismos escollos. Cometemos los mismos errores y por ello uno llega a la deplorable conclusión, de que el hombre per se no tiene remedio.
  Octavio Paz decía que él escribía para morir un poco menos. Lo que venía a decir que también escribía para vivir un poco más. Yo al menos, lo entiendo así. Si existir es morir un poco cada día, reflexionar acerca de la vida, de los recuerdos, de las experiencias, de la propia realidad, del camino recorrido, de las personas importantes que han pasado por nuestra vida, de la muerte que nos acecha…ponerlo por escrito, es desafiar su potencia, mermar su capacidad de hacernos daño, de zaherirnos, de intimidarnos. Mitigar su embestida a fuerza de imaginarla de antemano.
Mejor dicho: es mostrar que gracias a nuestra conciencia, nos reímos de ella, nos pasamos por el forro el canguelo que despierta, la mandamos a la mierda, estamos por encima de la idea de supresión que sugiere, nos indignamos justamente porque no nos la merecemos, y así, de este modo, nos sometemos de forma menos sumisa a su inexorable imperio. Plasmar nuestras propias reflexiones o recuerdos es crear algo que nos trasciende siquiera un instante, al menos ante otro ser humano.
Morir un poco menos equivale a vivir un poco más. Porque me desdoblo, me alejo de lo cotidiano y convencional, me atrevo a mentar la bicha y mirarla aunque sea de reojo a la cara. No me hago ilusiones pues cuando se presente con su auténtico rostro, me espantará más de lo que había imaginado, y todo ello, siempre y cuando me conceda tal oportunidad, sostenerle la mirada, contemplarle el repelente careto, esperar enfrentarse al aterrador vis a vis, que no siempre tiene lugar. 
Mi madre, que en enero, harán veinticinco años de su fallecimiento, sí tuvo tiempo de vérselas con la parca. Con mi edad, ya la estaba aniquilando la enfermedad, muriendo al día siguiente de haber cumplido los cincuenta y seis. En los dos años que anduvo luchando contra el cáncer, tuvo tiempo más que suficiente para hacer balance sobre su vida y pensar que esta se le estaba acabando y que tendría que vérselas, cara a cara, dentro de poco, con la muerte. Mis hermanas y yo, por entonces, no nos dábamos cuenta. Éramos unos completos ingenuos creyendo que, ocultándole las aciagas noticias que recibíamos del médico, ella no se enteraba de nada y que con eso era suficiente. Años después de su muerte, hablando con una de sus amigas, nos decía entre lágrimas: —tu madre sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Se levantaba por la noche, a recorrer el pasillo, traspasada de dolor. En silencio, sin hacer ruido para no despertaros ni preocuparos. Pero ella sabía que se iba a morir. ¡No digas eso, Juanica, le decía yo, que cada cual se morirá cuando le llegue la hora…! pero ella no hacía más que pensar en el futuro de sus hijos y de lo que más se lamentaba era saber que no podría ver crecer a sus nietos. Esos pensamientos la arrebataban y arrastraban hacia la desesperación.
Mi madre fue una mujer adelantada a su tiempo, que aparte de ser la hembra que me trajo al mundo fue mi amiga. Con ella podía hablar absolutamente de todo. No se escandalizaba por nada y todo lo comprendía. Pueden parecer manidas o tópicas estas afirmaciones pero es que mi madre fue una mujer excepcional. Durante su enfermedad y después de su muerte, lo pasé bastante mal. La impotencia que me despertaba ese martirio continuo en que la veía sumida llegó a pasarme factura, convirtiéndose en un auténtico calvario también para mi mismo. Hasta llegué a sentirme culpable por desear su muerte y que así acabara aquel tormento cuanto antes. Aquellos infaustos días se me hicieron interminables.
Un inciso mientras tomamos aire y respiramos un poco. Los campos de Cagitán, el Almorchón, el viaducto de La Luz, curso del río Mula, que nace en las llamadas Fuentes de Mula, en la zona serrana del término municipal de Bullas, tras el que recibe varios arroyos y ramblas que bajan de las sierras de Burete, Lavia, Ceperos y El Charco. Tras discurrir por el municipio que le da nombre, desemboca en el Segura entre los municipios de Alguazas y Las Torres de Cotillas, tras un recorrido de 64 kilómetros.
Por eso y entre otras razones, las navidades son unas fiestas que tiempo hace que perdieron la esencia, la supuesta alegría que inspiran y todo el significado para mí. Me evocan recuerdos funestos. Noche vieja suelo pasarla con la familia de mi esposa que ya también es la mía. En la última noche del año 1993, estábamos preparando la cena y entonces recibí una llamada de mi madre. Sollozando, entre frases inconexas, me suplicaba que acudiera a su casa, que no podía soportar el dolor, que no tenía fuerzas ni para sostener un vaso de agua y que de paso, me acercara a la farmacia de guardia a ver si podían darme algo que mitigara ese sufrimiento tan insoportable que padecía. ¡Cuán lacerante tenía que ser para que una mujer tan estoica y fuerte como mi madre, no pudiera soportarlo…! Nada en el mundo es tan diabólico como el lacerante dolor físico. Ante eso no hay héroes.
Después de explicarle la situación y suplicarle al farmacéutico que me suministrara algo bien fuerte que sirviera para calmarle el dolor, me ofreció una caja de Valium 10mg, comprometiéndome en facilitarle la preceptiva receta al día siguiente. Hace 25 años, los avances en materia del cáncer y protocolos paliativos del dolor no se hallaban tan logrados como en la actualidad, aunque todavía queda mucho camino por recorrer.
Mi madre era tan fuerte y de temperamento tan positivo que en cuanto la droga hizo su efecto, volvía a ser la misma persona chispeante, ocurrente y divertida de siempre. Regresé a Cehegín algo más tranquilo, pero tuve que detenerme unos kilómetros antes, para calmarme, sobreponerme, aclararme la vista nublada y disimular el rostro desencajado y contrito de haber llorado. Mi madre murió veintiún días después, tras una larga agonía que no se la deseo ni a mi peor enemigo.
Tras su muerte, anduve algo perdido, como quien dice, casi a la deriva y sin timón. El deporte, en este caso el ciclismo, me ayudó a sobrellevarlo mejor. Me recuerdo acometer puertos duros en el ilusorio y vano intento de llegar a experimentar, atisbar su mismo insoportable dolor. Acercarme al umbral de ese paroxismo por el que ella tuvo que pasar. Pero aún rozándolo, nunca hallé el consuelo que esperaba. Entonces, mis hermanas y yo nos tuvimos que ocupar de nuestro padre. No comía, no dormía, bebía en exceso…se sentía inmensamente solo. Arrostrábamos nuestros propios problemas. Necesitábamos recuperar la normalidad. La vida seguía y teníamos hijos y trabajo que atender. Pero también un padre que de pronto se quedaba solo y sufría.
Yo tengo un canario al que llamamos Perico III, en memoria de mi padre. El pajarico canta que no veas. Parece un tenor incansable. Y cuando me ve aparecer, se le nota su alegría al verme. Lo advierto en el pico, en sus vivos ojillos y en el alborozado aleteo que despliega. Me tiene prendado. El primero de la saga, lo heredé tras la muerte de mi padre y vivió con nosotros una pajera de años. Con Perico II tuvimos peor suerte ya que, al poco tiempo de tenerlo, casi se lo zampa un cernícalo arrancándole la cabeza mientras lo acechaba desde el exterior de su jaula. Cuando sentí el alboroto del ataque, ya era tarde. Lo había logrado atrapar entre sus garras y arrancarlo del interior por entre los delgados barrotes, desgajándole el cuello. Sobre el suelo de la terraza yacía mi pobre pajarico, todavía caliente, cercenada su graciosa cabecica, anunciando los últimos espasmos previos a su estiramiento de pata. Qué pena y rabia me produjo no haberlo podido socorrer a tiempo. ¡Ay si logro agarrar a aquel pajarraco, es que lo descoyunto, lo despachurro con mis propias manos! Pero aprendí la lección y para Perico tercero me hice con un disuasorio búho real de los chinos. Da el pego y de momento, parece que la artimaña funciona. No hay vez que arregle el pájaro, limpie su jaula, ponga agua, alpiste, golosina etcétera, y que estos cuidados no me evoquen la imagen de mi padre.
A Perico primero llegué a cogerle mucho cariño pues, siendo tan reciente aún, la pérdida del ser querido, veía en él una representación del espíritu vivo de mi padre. Si le ponía alpiste o agua, un trocito de manzana, una hoja de lechuga en verano, cuando lo sacaba a la terraza…es que me sorprendía a mí mismo hablándole como si lo hiciera con mi padre. Ese pajarucho me tenía hechizado. Me planteaba, ¡mira que si eso de la reencarnación fuera verdad, y está el viejo vigilándome desde el más allá en los ojicos de este pajarico…? Yo creo que en vida de mi padre habría tenido que estar la criaturilla acostumbrada a escuchar la música heavy de radio olé, y las coplas de Antonio Molina, Rafael Farina, Juanito Valderrama y Dolores Abril, sonando a toda pastilla. Así que necesitó un periodo largo de adaptación para acostumbrarse a la muy diferente música que yo escuchaba. El pobre pajarillo debió aburrirse mucho al principio con esos otros sonidos horteras, ñoños y de negros que yo le ponía hasta que en una radiante mañana soleada del mes de diciembre, mientras escuchaba Melina de Camilo Sesto, se arrancó a cantar. Y ya no paró hasta muy poquito antes de reunirse con su dueño. Es que lo cuidaba y me preocupaba por él como si mi padre vigilara esos cuidados que yo le dispensaba desde ultratumba. Fue una sensación que nunca pude sacudirme de encima.
Se lo habían regalado mis hermanas para que le acompañara en sus momentos de soledad tras la muerte de mi madre. - ¡Nadie que no haya pasado por ahí se puede hacer una idea de lo duro que resulta quedarse solo…!, me decía un día, lamentando y comprendiendo al mismo tiempo que sus hijos tenían que atender a sus propias familias. La pérdida nunca se acepta y el dolor de la ausencia se hace insoportable pero tarde o temprano te resignas y asimilas tus nuevas circunstancias, no teniendo más remedio que aprender a convivir con ellas. La vida es así de jodíaAunque tengas que tomar pastillas para dormir, sin parar de hacer cosas durante todo el día para no pensar, no tienes más remedio que seguir hacia adelante. No te queda otra. Aquí me hallo, aporreando el teclado, alimentando este blog que está tomando derroteros inopinados e inescrutables, evocando recuerdos que hasta ahora tenía adormecidos en los pliegues de la memoria, latentes empero en los fuelles del corazón y me sonrío recordando el día en que me llamó por teléfono. Tantos años de soledad, escuchando canción española y pasodobles en radio Olé y una mañana muy temprano me llama para decirme que quería hablar conmigo.
-¡Huy!, me digo, ¿qué puede pasar? Tenía una novia. La había conocido en el hogar del pensionista, en los saraos para jubilados que se montaban los sábados por la noche. Se lo pasaban pipa bailando sevillanas, tangos y pasodobles. Después de verse algunos días, danzar juntos y congeniar, se habían hecho novios. Ella también era viuda. De pronto veo a mi padre todo emperifollao
Acicalado con corte de pelo a navaja y apestando a Varón Dandy de luxe. Bien trajeado, luciendo su mejor corbata, con franjas oblicuas, verdes y amarillas. Los ojos chispeantes, inquietos, llenos de vida.
Tiene un aspecto estupendo. Vislumbro que el fantasma de su soledad, por momentos se aleja. Destellos de luz iluminan sus ojos. Estoy encantado y se lo hago saber.
Me pregunta que, cómo vería yo que trajera una mujer a nuestra casa. 
-Papá, ¿a mí me lo preguntas, pues no es tu casa...a quién tienes tú que pedirle permiso para hacer de tu vida lo que te dé la gana…? 
Si la mama ya no está. Lo que tú decidas estará bien hecho. 
¡Yo desde luego estoy encantado con la idea, porque prefiero seguir viéndote tan ilusionado y contento como te veo ahora! 
-¿Pero ella que dice? 
-Pues que esperemos un poquito más. Que aún es pronto. En los pueblos, es que eso del qué dirán manda mucha romana. Dice que tres años de duelo es poco tiempo para intentar rehacer una vida rota. 
-¡Es que quiero que hables con tus hermanas, porque ya sabes tú que ellas no parece que estén muy conformes con que nadie venga a la casa. 
-¡No te preocupes, tranquilo, yo hablaré con ellas! 
Mis hermanas, en estos asuntos, y por aquellos tiempos, tenían ideas reticentes a ese respecto. No estaban muy de acuerdo con que una mujer extraña a la familia “ocupara” en casa el espacio y dominio que había pertenecido a mi madre. 
-¡Pijo en diole, pero si es la vecina…! 
Me costó convencerlas y aún así, no lo logré del todo. Los reparos fueron casi insalvables pero por desgracia no tuve oportunidad de insistir y hacer alarde de mis supuestas dotes persuasivas.
El invierno anterior a su fallecimiento y sobre todo la primavera, las recuerdo como las épocas más felices y más vitales de los últimos años de la vida de mi padre. En Julio comenzó a perder peso de forma alarmante. Yo, ufano y estúpido de mí, hasta llegué a pensar que sería debido al trasiego sexual a que lo tenía sometido la viuda. Pero a últimos de ese mes lo ingresaron en el hospital. Le tuvieron que reponer dos litros de sangre, que al parecer había perdido a través de las heces. Pero de eso nos enteramos después. En Agosto le diagnosticaron un tumor en fase terminal en el estómago. Y un 21 de noviembre, falleció en una habitación del hospital de Caravaca, en compañía de sus tres hijos y hermanos. Cuando parecía haber recobrado la ilusión por vivir…cuando parecía haber ahuyentado las voraces fauces de la soledad…
Rememoro estos recuerdos, después de tantos años, aquí en lo alto de la muela de Don Evaristo y las letras sobre el monitor palidecen.

A punto de morirse, y preocupado porque no le faltara agua ni alpiste a su canario. Debió hacerle tanta compañía en los momentos más duros de su soledad que aún en los postreros momentos de su existencia, se preocupaba porque no le faltara agua ni alpiste a su canario. Los últimos días los pasó sedado para eludir el dolor. Pero siempre tenía sobre el mediodía, unos minutos de lucidez en que de pronto se despertaba, abría mucho los ojos y reconocía la habitación, repasando y comprobando quienes se encontraban en ella. Aguardábamos tranquilos y resignados su final. Asumíamos con serenidad la inconsolable aflicción de su inminente pérdida.
El cáncer le estaba aniquilando el hígado y un intenso color amarillo se enseñoreaba de su maltrecho cuerpo. De pronto, se despierta, le sonrío...y le pregunto: - ¿Cómo te encuentras papá...? 
Uno a uno nos recorre con lánguida mirada, y con una estentórea y nítida voz que a todos nos sorprende responde: ¡estoy medio muerto hijo...!, y acto seguido me pregunta si su canario tiene agua y alpiste.
Trago saliva e intento rehacerme de la impresión. 
-¡No te preocupes papa, -le contesta mi hermana- lo tengo yo en mi casa y no le falta de nada...! 
Las últimas palabras se le quiebran, y sale al pasillo, sollozando, mientras mi otra hermana, la sigue... 
Le tengo asida la mano y aprieto para que perciba el amor del hijo que asume su inminente partida, acepta su despedida y lo besa. 
Las venas se marcan dramáticamente en sus esqueléticos brazos. 
Cierra los ojos, y luego los abre, se queja e intenta cambiar de posición. 
Le ayudo, flexionando una de sus piernas. 
Se queda tranquilo, cierra los ojos y parece que duerme de nuevo. 
Al día siguiente fallece a las quince y treinta y ocho minutos. 
Han pasado ya diecisiete años. En noviembre los hizo.

Porque a mi padre comencé a conocerlo casi al final de su vida.
Los padres son los grandes desconocidos para los propios hijos.
Una tarde, ya en casa, convaleciente de su operación de estómago, estuvimos hablando durante mucho tiempo, y llegó a contarme cosas que nunca había compartido con nadie.

Historias de la niñez, de su juventud, de la responsabilidad que siempre pesó sobre él al quedarse sin padre demasiado joven y ser el mayor de cuatro hermanos. De las privaciones y dificultades que pasó su madre para dar de comer a sus hijos; de sus largas temporadas fuera del pueblo, buscándose las habichuelas en Asturias, Soria, Sevilla, y ya casado, en Francia, a 12 kilómetros de París, donde nacimos mi hermana y yo; de sus aventuras amorosas, de cuando conoció a mi madre...en fin, durante aquella conversación en aquella lluviosa tarde del mes de octubre, conectaba, entendía y conocía a mi padre -y me reconocía en él- más que lo había hecho en toda mi vida.


En la primavera siguiente a su muerte, comencé a pensar e incluso soñar insistentemente con él.
Durante el trabajo, en la bici, andando por la calle de repente me sorprendía a mí mismo pensando en mi padre. Me emocionaba.
Reparaba en cosas que me había dicho hacía tiempo, que entonces no comprendí ni reparé en ellas y que de pronto adquirían todo su significado.

Una lacerante melancolía se adueñaba de mí en los momentos más insospechados.
Comencé a sentirme culpable por no haber hecho lo suficiente para acercarme a él, para conocerlo mejor. Al fin y al cabo, intuía, sospechaba que en esencia, éramos muy parecidos.

Una noche me desperté sobresaltado.

No solo se me aparecía mi padre en sueños sino que lo hacía acompañado de su canario. 
Entonces lo vi claro.

Le pedí a mi hermana que me cediera la responsabilidad de cuidarlo. Ella no puso reparos.

Le compré una jaula azul y amarilla. Con un columpio rojo. 
Y me lo traje a casa.
Los primeros días no dijo ni pío. Debía sentirse extraño en aquel nuevo entorno. En aquella casa recién estrenada, más espaciosa, más luminosa, con diferentes vistas hacia otros horizontes.

Pero al cabo de diez días, escuchando Melina se arrancó a cantar, y...¡cómo lo hacía el condenado...!
¡Si mi padre lo viera...!

Cuando hacía buen tiempo, lo sacaba a la terraza y colgaba la jaula de diferentes alcayatas sobre la pared, según la posición del sol. Tenía un capricho con el pájaro rayano en la obsesión. 

Un día, mi hijo mayor, intentó coger la jaula para meterla dentro de casa, y como no llegaba bien se le escapó de las manos y se cayó al suelo con todo el equipo.
¡Madre mía!
¡Faltó poco para que el pobre animalico la espichara de muerte violenta…!
Los comederos y bebederos se hicieron añicos y el pajarico no se escapó de milagro.

Cuando me enteré me puse hecho un basilisco. ¡Pobre zagal, que mal lo tuvo que pasar, ver de esa guisa a su iracundo padre…! 
Debieron salir truenos y centellas por mi boca. 

Pero instantes después, ya más calmado, lo abracé, y hablándole con el dulce amor de un padre hacia su hijo, traté de explicarle el valor sentimental que aquel animalico atesoraba para mí.
En otra ocasión en que me hallaba fuera de casa, cayó el diluvio universal en el pueblo, lo que no está escrito, afectando también a mi terraza donde se encontraba el canario colgado de una alcayata.

Entonces mi zagal me dijo: ¡pensé en cogerlo, pero como me dijiste que bajo ningún concepto lo hiciera pues...! 
La verdad es que me lo tenía bien merecido. 

El pájaro estuvo a punto de fenecer ahogado, escaldado, todo desplumado, muy espachurrado. Daba pena verlo. ¡Pobrecico! ¡Que por nadie pase! ¡Lo daba por perdido! Sin embargo, a pesar del aguacero que tuvo que soportar bajo la más adversa intemperie, su cresta y penacho resistieron y permanecieron intactos emulando el recio estoicismo de su mismo originario dueño. ¡Vaya si el tío era capaz de conservar su estilo y elegancia hasta en los momentos más comprometidos! 

No me cabe la menor duda que era su viva estampa y por eso no es de extrañar que llegara a cogerle tanto cariño al canario de mi padre...

Pd. Aunque mis padres se fueron demasiado pronto, viven por siempre en mis memorias y habitan con fuerza en mis recuerdos. Sus principios y valores me mostraron el camino, y hoy sé que también es el apropiado para mis hijos. 
                                                                Cehegín, 20 de diciembre de 2019



POSDATA




PERICO I

(...Perico II, sin documentación gráfica disponible) 

PERICO III
EL BÚHO 




FINAL CUARTA PARTE

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