Dejamos los bebederos y cogemos una bien perfilada vereda hasta dar con una cerca metálica que hemos de bordear por la izquierda, para subir hasta dos solitarios pinos laricios que existen unos metros antes de llegar a Puerto Lézar. Cuando llegamos a este paso natural, abandonamos ya los Campos de Hernán Perea (esos que los serranos llaman Pelea y los forasteros Perea) y nos adentramos de nuevo en la Sierra de Castril.
Desde aquí bajamos por un sendero que intuímos nos ha de conducir a la ambicionada Cueva del Puerto.
Desde aquí bajamos por un sendero que intuímos nos ha de conducir a la ambicionada Cueva del Puerto.
Al fondo de este barranco se divisa el enorme nogal en el que tenemos pensado almorzar.
Un implacable sol abrasador nos achicharra sin compasión
Al ver la Cueva del Puerto recibimos un pequeño chasco. Una madriguera, poco más que una gatera cuyo presunto atractivo espeleológico me parecía a mí que brillaba por su ausencia.
Su toponimia invitaba a pensar en una inmensa caverna con altísimos techos de roca abovedados, atravesados de estalagmitas y estalactitas.
Pero nada más lejos de la realidad.
Chiquero donde caben dos conejos y poco más.
Tras la pequeña decepción que pronto olvidamos, descendemos por una zona rocosa, escoltados por bellas y variopintas siluetas pétreas.
Antigua y abandonada alberca. Pensaba darme un baño pero al ver el aspecto cristalino de sus aguas, ponderé que era mejor dejarlo para otra ocasión.
El paraje que en mi anterior visita hasta había llegado a comparar con el de la cabaña del maestrillo se encontraba ahora algo pajizo.
Había perdido parte de su gracia pues para colmo y desgracia sembrado estaba de boñigas y cagarrutas.
Mi gozo en un pozo que diría aquel pues de tener pensado no solo comer sino hasta solazarme y echar la siesta, me comí el bocata en un plis plas y pese al solanero cayéndonos en el sombrero, nos pusimos otra vez en marcha sin mirar atrás.
A partir de aquí la ruta se repetía con respecto a la que hicimos en mayo.
Seguimos avanzando buscando el collado del Cerezo
Lástima de mi Viky que yo aún no sabía, los trastornos cardíacos que la afligían...pese a todo, ¡qué criatura más estoicamente fuerte!
En el collado del Cerezo
FIN TERCERA PARTE
Un implacable sol abrasador nos achicharra sin compasión
Al ver la Cueva del Puerto recibimos un pequeño chasco. Una madriguera, poco más que una gatera cuyo presunto atractivo espeleológico me parecía a mí que brillaba por su ausencia.
Su toponimia invitaba a pensar en una inmensa caverna con altísimos techos de roca abovedados, atravesados de estalagmitas y estalactitas.
Pero nada más lejos de la realidad.
Chiquero donde caben dos conejos y poco más.
Tras la pequeña decepción que pronto olvidamos, descendemos por una zona rocosa, escoltados por bellas y variopintas siluetas pétreas.
Antigua y abandonada alberca. Pensaba darme un baño pero al ver el aspecto cristalino de sus aguas, ponderé que era mejor dejarlo para otra ocasión.
El paraje que en mi anterior visita hasta había llegado a comparar con el de la cabaña del maestrillo se encontraba ahora algo pajizo.
Había perdido parte de su gracia pues para colmo y desgracia sembrado estaba de boñigas y cagarrutas.
Mi gozo en un pozo que diría aquel pues de tener pensado no solo comer sino hasta solazarme y echar la siesta, me comí el bocata en un plis plas y pese al solanero cayéndonos en el sombrero, nos pusimos otra vez en marcha sin mirar atrás.
Los tornajos fueron un significativo exponente, como tantos otros, de la buena sintonía que antaño hubo entre el serrano, la naturaleza y la cultura. Los tornajos, sin uso y sin agua, se pudren desparramados junto a las fuentes que les dieron vida, victimas de la insensibilidad y la carcoma del olvido.
Arroyo del Puerto...un agua buenísima. A partir de aquí la ruta se repetía con respecto a la que hicimos en mayo.
Seguimos avanzando buscando el collado del Cerezo
Lástima de mi Viky que yo aún no sabía, los trastornos cardíacos que la afligían...pese a todo, ¡qué criatura más estoicamente fuerte!
En el collado del Cerezo
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