Al final no pudo ser.
Llegamos con todas las buenas expectativas del mundo, al cortijo del nacimiento,
pero estaba lloviendo. Y si no reciamente, sí caía ese sirimiri que sin
protección, a poco que te des cuenta, acabas como una sopa, calado hasta los
huesos. Porque las previsiones decían que por estas latitudes tendríamos nubes
y claros, pero nada de lluvia, de modo que ni Antonio ni yo echamos el
chubasquero. Con razón dice el refrán que en invierno y en verano, el impermeable
siempre con el amo. Pero a decir verdad, no fue esa la causa principal de que
decidiéramos renunciar a nuestro objetivo. Sabíamos que la ruta era exigente y
algunos tramos peligrosos, con zonas expuestas y terreno quebrado y
descompuesto. Caminaríamos entre piedras sueltas y mojadas, donde producirse un
desliz se nos antojaba, altamente probable.
Teniendo frente a
nosotros, la inmensa e intimidante pared y "puerta" de entrada al barranco de Túnez,
deliberábamos acerca de si debíamos arriesgarnos o desistir de nuestro empeño,
pues dos horas de viaje hasta llegar aquí para volvernos con las mochilas
vacías de sensaciones y vivencias, suponían una gran frustración en nuestro
ánimo.
Finalmente pudo más
nuestro sentido común y viendo el sombrío panorama, que teníamos a nuestro alrededor, una tranquila y
prudente unanimidad se estableció entre nosotros.
No sabíamos si, finalmente lo hacía, cuando escamparía, de modo que, decidimos dejar la cumbre Empanadas, para mejor ocasión.
Así pues, nos vimos obligados a cambiar el chip.
No sabíamos si, finalmente lo hacía, cuando escamparía, de modo que, decidimos dejar la cumbre Empanadas, para mejor ocasión.
Así pues, nos vimos obligados a cambiar el chip.
Despojándonos de
nuestros trajes de montañeros, nos encasquetamos el de turistas. Y así fue, como
dejando nuestros pertrechos en el maletero del coche, nos encaminamos al
nacimiento del río Castril, resueltos a no perder del todo la mañana.
Comenzamos nuestro visual paseo con la primera de las imágenes, un tanto trepidada.
Clásica foto de esta ruta, de inicio en el cortijo del nacimiento, bajo los tubos, en donde dejamos el coche.
Puente que hubiéramos tenido que cruzar, caso de iniciar la ruta...
El espectáculo de ver al río Castril, brotar de la montaña, es razón suficiente para hacer un viaje de visita por estos lares. Ya no digamos para lo que vimos después...
Mis amigos no lo
sabían, pero uno de los mayores atractivos que escondía la ruta para mí era
pasar por la cabaña del maestrillo. Desde que había tenido conocimiento de tan singular historia
a través de Internet, había quedado cautivado por la ternura y
admiración que el personaje despertaba en mí.
Entendía que no podía existir
una historia real de nuestro tiempo, convertida con los años en leyenda, más romántica que esta.
Digna de novelarla
o convertirla en guión cinematográfico.
Estaba seguro que
al llegar al lugar, entre mi cámara y el espíritu de Eduardo, “el maestrillo del Empanadas”, surgiría como un chispazo, un flechazo, una experiencia casi religiosa.
Algo parecido al pastor cuando se le aparece la virgen.
Para quien no conozca la historia del CORTIJO DEL MAESTRILLO, hela aquí para disfrutarla, relatada por J.C García Gallego:
"El llamado Cortijo del Maestrillo fue morada durante cuarenta años de un maestro de escuela llamado Eduardo, que un día se echó a vivir al monte para pasar sus días en completa soledad, visitado esporádicamente por pastores o serranos, a alguno de los cuales enseño a leer y escribir. Asimiló de tal modo su aislamiento que se hizo anciano en su cabaña, cumpliendo en ella 86 años. conforme sumaba edad la gente del lugar vivía con preocupación su suerte, especialmente cuando la nieve abrazaba el Empanadas. Cuentan que en uno de estos nevazos pasaron muchos días sin saber del maestro, por lo que los cortijanos avisaron a la Guardia Civil que consiguió subir hasta la cabaña donde le hallaron muy enfermo. Casi por la fuerza lo ingresaron en un hospital de Granada, pero el maestro escapó a la primera oportunidad y regresó al Empanadas. A los 86 años le falló la vista y pudieron convencerle que se mudara a Castril, a donde bajo con pena, diciendo que volvería cuando se recobrara, pero las fuerzas de su edad ya no le dejaron subir. La primera vez que visité el Empanadas hacía un mes que habían bajado al maestro, y puedo constatar que la precaria cabaña todavía conservaba la cama hecha y buena parte de sus pertenencias, pero lo que más me sorprendió fue descubrir fuera un hoyo excavado y un saco de cemento que el maestro tenía preparado para que lo enterraran si llegaba el caso, el primero que lo descubriera. Hoy, el cortijo del Maestrillo es ya casi una ruina, al punto de que pronto será devorado por algún invierno más cruel que el anterior, y sólo una hilera de viejos nogales desgreñados testificará la osadía del maestro que paseó medio siglo su soledad bajo las nieves del Empanadas”
(Juan Carlos García Gallego en Excursiones por el Sur de España)
La epopeya del maestrillo me impactó desde el primer momento, así que, seguí investigando desde la fuente que todo lo puede, es decir, internet, y así fué como me tropecé con otra versión que añadía nuevas pinceladas a esta maravillosa historia:
El Maestrillo era un ermitaño. Se dice que le llamaban El Maestrillo porque se dedicaba a enseñar a leer y escribir a la gente del lugar, cortijo a cortijo o a los pastores o maquis que encontraba en la aislada Sierra de Castril. Vivió en una casa que construyó con sus propias manos, algunos dicen que motivado por su condición de republicano que le obligó a esconderse del régimen franquista en la posguerra. La casa, la cabaña del Maestrillo, está situada en la cabecera del Barranco de Túnez, bajo la cara este del Cerro de las Empanadas. En el encuentro entre dos barrancos que le garantizaban agua para regar el huerto que él mismo creó, levantando terraplenes con muros de piedra hechos a mano y plantando árboles en el perímetro de los bancales. La posición de la cabaña era perfecta para que le diera el sol con las primeras luces del día a pesar de estar en lo más hondo del valle. Aquí vivía el Maestrillo con su mujer Margarita, embarazada de una niña. Una noche de invierno, Margarita se puso de parto prematuramente y El Maestrillo subió a su mujer en la burra e intentó llevarla rápidamente a Castril para visitar al médico. Sin embargo, camino del pueblo, en un collado situado entre el Barranco de Túnez y el Barranco de La Magdalena, Margarita dió a luz entre la nieve aquella fría noche de invierno. Ni la madre ni la hija sobrevivieron a la cruda noche y el Maestrillo enterró allí mismo a las dos mujeres de su vida cavando sus tumbas con una azada que llevaba en la burra. Allí yacen desde entonces Margarita madre y Margarita hija: Ahora ese collado se llama El Collado de las Margaritas. Allí aun se pueden ver las piedras blancas que El Maestrillo puso a modo de lápidas a su mujer y su hija.
No sabemos lo que hay de realidad o leyenda en estas narraciones pero para rizar el rizo, me tropecé, una vez más, con un bonito relato, cuyo autor, pluma magistral y sublime, logró emocionarme. De esos que cuando llegas al final, notas la vista vidriosa, y sientes el corazón, abierto en canal.
Un relato bien documentado y que, con las debidas licencias que sin duda se toma el escritor, se me antoja a mí, congruente, cercano a la realidad. Es relato un poquito largo, para lo que por aquí se estila, escrito a modo de cuento, que a much@s, al ver tanta letra junta, pueden entrarle mareos o sofocos, pero en verdad que vale la pena llegar al final y disfrutarlo, imaginando parte de lo que pudo ser, la auténtica vida del maestrillo de la sierra de Castril.
EL COLLADO DE LAS MARGARITAS
Algo parecido al pastor cuando se le aparece la virgen.
Para quien no conozca la historia del CORTIJO DEL MAESTRILLO, hela aquí para disfrutarla, relatada por J.C García Gallego:
"El llamado Cortijo del Maestrillo fue morada durante cuarenta años de un maestro de escuela llamado Eduardo, que un día se echó a vivir al monte para pasar sus días en completa soledad, visitado esporádicamente por pastores o serranos, a alguno de los cuales enseño a leer y escribir. Asimiló de tal modo su aislamiento que se hizo anciano en su cabaña, cumpliendo en ella 86 años. conforme sumaba edad la gente del lugar vivía con preocupación su suerte, especialmente cuando la nieve abrazaba el Empanadas. Cuentan que en uno de estos nevazos pasaron muchos días sin saber del maestro, por lo que los cortijanos avisaron a la Guardia Civil que consiguió subir hasta la cabaña donde le hallaron muy enfermo. Casi por la fuerza lo ingresaron en un hospital de Granada, pero el maestro escapó a la primera oportunidad y regresó al Empanadas. A los 86 años le falló la vista y pudieron convencerle que se mudara a Castril, a donde bajo con pena, diciendo que volvería cuando se recobrara, pero las fuerzas de su edad ya no le dejaron subir. La primera vez que visité el Empanadas hacía un mes que habían bajado al maestro, y puedo constatar que la precaria cabaña todavía conservaba la cama hecha y buena parte de sus pertenencias, pero lo que más me sorprendió fue descubrir fuera un hoyo excavado y un saco de cemento que el maestro tenía preparado para que lo enterraran si llegaba el caso, el primero que lo descubriera. Hoy, el cortijo del Maestrillo es ya casi una ruina, al punto de que pronto será devorado por algún invierno más cruel que el anterior, y sólo una hilera de viejos nogales desgreñados testificará la osadía del maestro que paseó medio siglo su soledad bajo las nieves del Empanadas”
(Juan Carlos García Gallego en Excursiones por el Sur de España)
La epopeya del maestrillo me impactó desde el primer momento, así que, seguí investigando desde la fuente que todo lo puede, es decir, internet, y así fué como me tropecé con otra versión que añadía nuevas pinceladas a esta maravillosa historia:
El Maestrillo era un ermitaño. Se dice que le llamaban El Maestrillo porque se dedicaba a enseñar a leer y escribir a la gente del lugar, cortijo a cortijo o a los pastores o maquis que encontraba en la aislada Sierra de Castril. Vivió en una casa que construyó con sus propias manos, algunos dicen que motivado por su condición de republicano que le obligó a esconderse del régimen franquista en la posguerra. La casa, la cabaña del Maestrillo, está situada en la cabecera del Barranco de Túnez, bajo la cara este del Cerro de las Empanadas. En el encuentro entre dos barrancos que le garantizaban agua para regar el huerto que él mismo creó, levantando terraplenes con muros de piedra hechos a mano y plantando árboles en el perímetro de los bancales. La posición de la cabaña era perfecta para que le diera el sol con las primeras luces del día a pesar de estar en lo más hondo del valle. Aquí vivía el Maestrillo con su mujer Margarita, embarazada de una niña. Una noche de invierno, Margarita se puso de parto prematuramente y El Maestrillo subió a su mujer en la burra e intentó llevarla rápidamente a Castril para visitar al médico. Sin embargo, camino del pueblo, en un collado situado entre el Barranco de Túnez y el Barranco de La Magdalena, Margarita dió a luz entre la nieve aquella fría noche de invierno. Ni la madre ni la hija sobrevivieron a la cruda noche y el Maestrillo enterró allí mismo a las dos mujeres de su vida cavando sus tumbas con una azada que llevaba en la burra. Allí yacen desde entonces Margarita madre y Margarita hija: Ahora ese collado se llama El Collado de las Margaritas. Allí aun se pueden ver las piedras blancas que El Maestrillo puso a modo de lápidas a su mujer y su hija.
No sabemos lo que hay de realidad o leyenda en estas narraciones pero para rizar el rizo, me tropecé, una vez más, con un bonito relato, cuyo autor, pluma magistral y sublime, logró emocionarme. De esos que cuando llegas al final, notas la vista vidriosa, y sientes el corazón, abierto en canal.
Un relato bien documentado y que, con las debidas licencias que sin duda se toma el escritor, se me antoja a mí, congruente, cercano a la realidad. Es relato un poquito largo, para lo que por aquí se estila, escrito a modo de cuento, que a much@s, al ver tanta letra junta, pueden entrarle mareos o sofocos, pero en verdad que vale la pena llegar al final y disfrutarlo, imaginando parte de lo que pudo ser, la auténtica vida del maestrillo de la sierra de Castril.
EL COLLADO DE LAS MARGARITAS
No siempre estuvo solo El Maestrillo. Hubo unos años
en los que vivió joven y bien casado, como dicen los
antiguos. Vivía apaciblemente en una humilde casilla de
Castril de la Peña. Pero no creamos que se trata de una
historia de la edad media. Corrían los años cincuenta
cuando El Maestrillo se ganaba la poca vida posible de
ganar de forma humilde. Daba clases de alfabetización de
cortijo en cortijo. La paga no era una cantidad establecida.
De hecho, en la mayoría de los casos apenas le pagaban con
un pobre sustento. En un cortijo se sentaba a la mesa en la
hora del almuerzo y comía migas, a lo mejor en el siguiente
cobraba dos pesetas por las lecciones de todo un mes, y
según donde le cogiese la noche, dormía en alguna cueva, o
si apretaba el paso, conseguía llegar entre dos luces a la
placeta de algún cortijo. Pues bien era sabido que después
de anochecer, las puertas se atrancaban con llave y tarugo,
y no se abrían ni al mismísimo señor –lo del “mismísimo
señor” no era una expresión religiosa, en contra de lo que la
gente cree. Se decía aludiendo al dueño del cortijo, o
“señorito”, como se decía entonces-. El caso era que se
temía a los “maquis”, y El Maestrillo, como decía,
consideraba el tiempo que tardaría en llegar al siguiente
cortijo con la luz del crepúsculo, para obtener una de
aquellas cenas que hacían las madres de entonces, cocidas
todo el día detrás de un tizón de la lumbre. Daba igual que
fuese invierno o verano. La lumbre era la única cocina que
existía en estas sierras. Y con excelentes resultados, por
cierto.
Después de las tareas del campo, de ahijar las ovejas y
las cabras y de dar el pienso a las mulas, las familias se
sentaban a la mesa alrededor de la olla tiznada de la cena y
un quinqué de gas. La madre cortaba un pan en gruesas
rebanadas, y la familia y los mozos compartían la cena con
El Maestrillo. Esas veladas eran especiales en compañía de
aquel hombre culto y afable. Cada vez traía una nueva
fábula para todos, o una historia de miedo para los más
pequeños, con la que los mayores se reían a carcajada
limpia.
El Maestrillo, después de cenar se acostaba después de
todos en una cabecera, que habitualmente se extendía junto
a la chimenea. Por no incomodar, para cuando los
habitantes del cortijo se levantaban, él ya había recogido la
cabecera y aguardaba paciente y en silencio junto al
rescoldo de la lumbre de la noche anterior.
De esa forma, pasando la noche en un cortijo, se
aseguraba cena, cama y desayuno. Y luego de impartir sus
clases a los pequeños y jóvenes del cortijo, emprendía
camino hacia otro cortijo o aldea donde todavía no hubiese
escuela.
Los días del Maestrillo por los campos de Castril y por
sus majestuosos parajes de la sierra, transcurrían
lentamente entre gentes humildes y la añoranza de su
mujer. Ella era hermosa. Huérfana desde los nueve años, a
la que el río le arrebató sus padres en una crecida que nadie
esperaba, tras una tormenta en la sierra. Vivían en la casa
que ella heredó a la muerte de sus padres. El Maestrillo
llegó a Castril un otoño frío, huyendo de la zona del
Hornillo, como llamaban a Santiago de la Espada, tras
haber sido víctima de una maquinación en su contra,
implicándolo en el crimen de un hombre rico de aquel
lugar. Para entonces, la joven huérfana contaba veintiún
años, y la necesidad del momento, la obligó a alquilar una
habitación a aquel hombre desconocido, de unos años
mayor que ella. Durante el otoño y el invierno, se
profesaron amor eterno, y se casaron en la hermosa
primavera siguiente.
Todo el pueblo se alegró de aquel enlace. Pues la
muchacha era muy querida entre los vecinos de Castril,
debido a la desgracia que sufrió de pequeña. De modo que,
aunque aquel hombre fuese un desconocido, parecía ser
buena persona, y pronto se hizo también con el corazón de
las gentes del pueblo.
Margarita, que así se llamaba la hermosa mujer del
Maestrillo, pasaba muchos días sola en casa, debido al
oficio que desempeñaba su marido. Como ya sabemos,
aquel hombre pasaba mucho tiempo fuera del pueblo, cosa
que a la joven Margarita, desolaba por completo. Su marido
no gastaba comida de casa, y además, aportaba algún
dinero. Poco, pero suficiente para sobrevivir. Así
transcurrieron algunos meses, hasta que Margarita notó
cambios en su cuerpo. Cuando El Maestrillo volvió a casa,
un viernes por la tarde, encontró a su amada Margarita
dando de comer a las gallinas, canturreando alegre en el
corral. En cuanto lo vio, se abalanzó sobre sus brazos y le
contó que estaba embarazada. El Maestrillo la abrazó con
fuerza y la besaba en la frente. Dios los había bendecido con
la esperanza de la nueva vida.
Aquella noche, durante el silencio de las horas de luna,
Margarita y El Maestrillo, hablaron de forma diferente a
como habitualmente lo hacían. Se echaban tanto de menos...
tendrían que hacer algo para pasar más tiempo juntos.
La solución era vender la casa de Margarita y comprar
un terreno en la sierra. Dado que era donde más tiempo se
le iba al Maestrillo, puesto que volver a Castril todas las
noches era imposible en tiempo y distancia. El esfuerzo que
tuvieron que realizar fue importante, pero consiguieron
conservar la casilla del pueblo, y trataron un trozo de
solana con una fuentecilla, en una cantidad moderada de
dinero. Margarita amaba aquel lugar. Los amaneceres, las
salidas del sol, el viento fresco y puro de la sierra... incluso
la nieve tenía su encanto, tratándola con respeto. En pocas
semanas, habían construido una cuevecilla pequeña, pero
coqueta. Plantaron árboles en la puerta, trazaron un par de
bancales para sembrar huerto, y canalizaron la fuente para
aprovechar el agua para el huerto, a la vez que la hicieron
pasar junto a la puerta de la cueva. La idea funcionaba a las
mil maravillas. Conforme el embarazo de Margarita
avanzaba a pasos agigantados, menos necesidades
necesitaban cubrir, puesto que se iban acomodando mejor,
y todo cuanto era indispensable para vivir, se lo iban
llevando de Castril con una mula que pudieron comprar.
El lugar era idílico. Justo enfrente, majestuosa y bestial,
estaba Sierra Seca. La sierra de los “sanclementinos”, como
solían llamarla entonces. Y a la espalda de la cueva,
dirección norte, el imponente pico del Empanadas. Un real
refugio para las cabras monteses y, aún hoy, santuario para
todos los amantes de la naturaleza. En cuanto a la
habitabilidad de la cueva, cambiaba día a día. Incluso
construyeron un chozón en un costado de la misma, para
cobijar a la mula y los pocos aperos de labranza para la
tierra que poseían. Otra novedad era un pequeño corral
hecho de piedra, donde encerraban unas cabras, de las que
sacaban leche, hacían quesos, y se comían algún que otro
chotillo. Pero lo que realmente hacía feliz a Margarita, era
poder besar a su marido cada noche, y dejar que la
abrazara, y quedarse dormidos como si fuesen un solo
cuerpo. Prácticamente todas las noches, aunque fuese tarde,
El Maestrillo llegaba al hogar, silencioso, humilde y
enamorado, por las veredas de la sierra, que sobradamente
conocía. Otras, incluso, las trazaron sus pies con el paso de
los días.
Una tarde de invierno, al volver junto a su mujer, El
Maestrillo encontró a Margarita acostada en la cabecera,
tapada con las mantas, y tiritando de fiebre. Había roto
aguas, pero en la última visita al “médico de las mujeres”,
les había dicho que todavía no salía de cuentas. Aquello
preocupaba sobremanera al Maestrillo. Así que sin pensarlo
dos veces, sacó la mula del chozón, la aparejó, le puso unos
pellejos de oveja sobre el aparejo, y montó en ella a
Margarita. Le dio un par de mantas para que se envolviera,
y con el ramal en una mano y un garrote en la otra, arreó
vereda abajo, con su mujer sobre la mula, a Castril, en busca
del médico. La tarde comenzaba a oscurecerse, y los
primeros copos de nieve, llegaban que cortaban la piel.
Al pasar por el Toril De Túnez, al que algunas gentes
confunden con unas ruinas, sobre el Peñón De Túnez, los
vaqueros que vivían en Cueva Hermosa, le salieron al paso.
Preocupados, les ofrecieron ayuda. Agradecido, El
Maestrillo la rechazó, y les dijo que llevaban prisa por
llegar a Castril. Le contestaron que podían hacer noche con
ellos y partir por la mañana. Haciendo caso omiso, El
Maestrillo tiró del ramal de la mula, y apretaron el paso.
Cruzaron el barranco y llanearon por la vereda,
prácticamente en silencio, en plena noche de invierno, y con
la nieve cayendo cada vez con más fuerza. Al atravesar el
Paso de la Risca del Caballo, Margarita le pidió a su marido
que montara con ella sobre la mula. Empezaba a costarle
mantener el equilibrio. Se montó a la grupa y abrazó a su
mujer por detrás, para que no se cayera, y siguieron
atravesando la sierra, por la vereda, que ya amortiguaba las
pisadas de la mula, debido a la nieve que se iba
acumulando.
Al pasar penosamente una subida que da vista a la
vertiente del gollizno de La Malena, Margarita no
aguantaba más. En lo alto del collado, le pidió a su marido
que la ayudara a desmontar, para descansar unos
momentos. Él la bajó de lomos de la bestia con todo el
cuidado del mundo, y la depositó suavemente en la fría
nieve, envuelta en las mantas. El aire se calmó.
Transcurridos unos minutos, Margarita empezó a retorcerse
de dolor. Había llegado el momento.
El Maestrillo ayudó a su mujer a dar a luz, sobre el
collado, con la nieve cayendo con templanza. La oscuridad
de la noche la contrarrestaba un poco la blancura de la
nieve. Pero algo iba mal. La sangre caliente de Margarita no
dejaba de correr sobre la nieve , y su cara palidecía por
momentos. Entre sus brazos amorosos, latía la vida de una
nueva criatura. Una niña que llegaba a este mundo en el
momento equivocado. Su madre se apagaba envuelta en las
mantas, entre los brazos de su marido.
Impotente, El Maestrillo, solo pudo rezar y pedir al
Altísimo que no los abandonara en aquellos momentos tan
duros. Pero Margarita ya se había despedido para siempre.
Descorazonado, El Maestrillo, cogió una de las mantas
que envolvían el cadáver de su mujer, y se envolvió con
ella, con su hija recién nacida en brazos. Y abrazando a su
única familia, pasaron su última noche juntos. Antes del
amanecer, la pequeña empezaba a calmarse. Dejaba de
llorar poco a poco. Aquello complació un poco a su padre.
Con las primeras claras del día, El Maestrillo arrullaba a su
pequeña, diciéndole que ya se iban, que llevarían a su
madre al cielo con los abuelos, y que poco a poco, todo se
iba a arreglar. Pero antes de terminar de hablarle a la cría,
entendió porqué había dejado de llorar. La vida le estaba
dando otro zarpazo. Tenía acunado entre sus brazos al
pequeño cuerpo sin vida de su hija.
Amargamente, las lágrimas le corrían por las mejillas,
mientras se acercaba a la mula, para coger la azada que
llevaba por si le hacía falta en la nieve. Durante todo el día
siguió nevando. El collado resplandecía como si hubiera
sido de plata. Y El Maestrillo cavó sin descanso hasta que
terminó de hacer dos tumbas para enterrar los dos amores
de su vida.
Los testigos de lo que pasó allí aquella noche,
permanecen bajo el sol, los hielos, el viento de la sierra y las
nevadas de todos los años...
Son las losas blancas sin inscripción, que velan por la
mujer y la hija del Maestrillo, que él mismo colocó a modo
de lápidas. Y que todavía permanecen, mudas, dando la
bienvenida a todo aquel que pasa por allí. Y desde aquella
oscura noche y aquel blanco día, uno de los lugares más
bonitos de la hermosa Sierra de Castril, se llama “Collado
de las Margaritas”.
en los que vivió joven y bien casado, como dicen los
antiguos. Vivía apaciblemente en una humilde casilla de
Castril de la Peña. Pero no creamos que se trata de una
historia de la edad media. Corrían los años cincuenta
cuando El Maestrillo se ganaba la poca vida posible de
ganar de forma humilde. Daba clases de alfabetización de
cortijo en cortijo. La paga no era una cantidad establecida.
De hecho, en la mayoría de los casos apenas le pagaban con
un pobre sustento. En un cortijo se sentaba a la mesa en la
hora del almuerzo y comía migas, a lo mejor en el siguiente
cobraba dos pesetas por las lecciones de todo un mes, y
según donde le cogiese la noche, dormía en alguna cueva, o
si apretaba el paso, conseguía llegar entre dos luces a la
placeta de algún cortijo. Pues bien era sabido que después
de anochecer, las puertas se atrancaban con llave y tarugo,
y no se abrían ni al mismísimo señor –lo del “mismísimo
señor” no era una expresión religiosa, en contra de lo que la
gente cree. Se decía aludiendo al dueño del cortijo, o
“señorito”, como se decía entonces-. El caso era que se
temía a los “maquis”, y El Maestrillo, como decía,
consideraba el tiempo que tardaría en llegar al siguiente
cortijo con la luz del crepúsculo, para obtener una de
aquellas cenas que hacían las madres de entonces, cocidas
todo el día detrás de un tizón de la lumbre. Daba igual que
fuese invierno o verano. La lumbre era la única cocina que
existía en estas sierras. Y con excelentes resultados, por
cierto.
Después de las tareas del campo, de ahijar las ovejas y
las cabras y de dar el pienso a las mulas, las familias se
sentaban a la mesa alrededor de la olla tiznada de la cena y
un quinqué de gas. La madre cortaba un pan en gruesas
rebanadas, y la familia y los mozos compartían la cena con
El Maestrillo. Esas veladas eran especiales en compañía de
aquel hombre culto y afable. Cada vez traía una nueva
fábula para todos, o una historia de miedo para los más
pequeños, con la que los mayores se reían a carcajada
limpia.
El Maestrillo, después de cenar se acostaba después de
todos en una cabecera, que habitualmente se extendía junto
a la chimenea. Por no incomodar, para cuando los
habitantes del cortijo se levantaban, él ya había recogido la
cabecera y aguardaba paciente y en silencio junto al
rescoldo de la lumbre de la noche anterior.
De esa forma, pasando la noche en un cortijo, se
aseguraba cena, cama y desayuno. Y luego de impartir sus
clases a los pequeños y jóvenes del cortijo, emprendía
camino hacia otro cortijo o aldea donde todavía no hubiese
escuela.
Los días del Maestrillo por los campos de Castril y por
sus majestuosos parajes de la sierra, transcurrían
lentamente entre gentes humildes y la añoranza de su
mujer. Ella era hermosa. Huérfana desde los nueve años, a
la que el río le arrebató sus padres en una crecida que nadie
esperaba, tras una tormenta en la sierra. Vivían en la casa
que ella heredó a la muerte de sus padres. El Maestrillo
llegó a Castril un otoño frío, huyendo de la zona del
Hornillo, como llamaban a Santiago de la Espada, tras
haber sido víctima de una maquinación en su contra,
implicándolo en el crimen de un hombre rico de aquel
lugar. Para entonces, la joven huérfana contaba veintiún
años, y la necesidad del momento, la obligó a alquilar una
habitación a aquel hombre desconocido, de unos años
mayor que ella. Durante el otoño y el invierno, se
profesaron amor eterno, y se casaron en la hermosa
primavera siguiente.
Todo el pueblo se alegró de aquel enlace. Pues la
muchacha era muy querida entre los vecinos de Castril,
debido a la desgracia que sufrió de pequeña. De modo que,
aunque aquel hombre fuese un desconocido, parecía ser
buena persona, y pronto se hizo también con el corazón de
las gentes del pueblo.
Margarita, que así se llamaba la hermosa mujer del
Maestrillo, pasaba muchos días sola en casa, debido al
oficio que desempeñaba su marido. Como ya sabemos,
aquel hombre pasaba mucho tiempo fuera del pueblo, cosa
que a la joven Margarita, desolaba por completo. Su marido
no gastaba comida de casa, y además, aportaba algún
dinero. Poco, pero suficiente para sobrevivir. Así
transcurrieron algunos meses, hasta que Margarita notó
cambios en su cuerpo. Cuando El Maestrillo volvió a casa,
un viernes por la tarde, encontró a su amada Margarita
dando de comer a las gallinas, canturreando alegre en el
corral. En cuanto lo vio, se abalanzó sobre sus brazos y le
contó que estaba embarazada. El Maestrillo la abrazó con
fuerza y la besaba en la frente. Dios los había bendecido con
la esperanza de la nueva vida.
Aquella noche, durante el silencio de las horas de luna,
Margarita y El Maestrillo, hablaron de forma diferente a
como habitualmente lo hacían. Se echaban tanto de menos...
tendrían que hacer algo para pasar más tiempo juntos.
La solución era vender la casa de Margarita y comprar
un terreno en la sierra. Dado que era donde más tiempo se
le iba al Maestrillo, puesto que volver a Castril todas las
noches era imposible en tiempo y distancia. El esfuerzo que
tuvieron que realizar fue importante, pero consiguieron
conservar la casilla del pueblo, y trataron un trozo de
solana con una fuentecilla, en una cantidad moderada de
dinero. Margarita amaba aquel lugar. Los amaneceres, las
salidas del sol, el viento fresco y puro de la sierra... incluso
la nieve tenía su encanto, tratándola con respeto. En pocas
semanas, habían construido una cuevecilla pequeña, pero
coqueta. Plantaron árboles en la puerta, trazaron un par de
bancales para sembrar huerto, y canalizaron la fuente para
aprovechar el agua para el huerto, a la vez que la hicieron
pasar junto a la puerta de la cueva. La idea funcionaba a las
mil maravillas. Conforme el embarazo de Margarita
avanzaba a pasos agigantados, menos necesidades
necesitaban cubrir, puesto que se iban acomodando mejor,
y todo cuanto era indispensable para vivir, se lo iban
llevando de Castril con una mula que pudieron comprar.
El lugar era idílico. Justo enfrente, majestuosa y bestial,
estaba Sierra Seca. La sierra de los “sanclementinos”, como
solían llamarla entonces. Y a la espalda de la cueva,
dirección norte, el imponente pico del Empanadas. Un real
refugio para las cabras monteses y, aún hoy, santuario para
todos los amantes de la naturaleza. En cuanto a la
habitabilidad de la cueva, cambiaba día a día. Incluso
construyeron un chozón en un costado de la misma, para
cobijar a la mula y los pocos aperos de labranza para la
tierra que poseían. Otra novedad era un pequeño corral
hecho de piedra, donde encerraban unas cabras, de las que
sacaban leche, hacían quesos, y se comían algún que otro
chotillo. Pero lo que realmente hacía feliz a Margarita, era
poder besar a su marido cada noche, y dejar que la
abrazara, y quedarse dormidos como si fuesen un solo
cuerpo. Prácticamente todas las noches, aunque fuese tarde,
El Maestrillo llegaba al hogar, silencioso, humilde y
enamorado, por las veredas de la sierra, que sobradamente
conocía. Otras, incluso, las trazaron sus pies con el paso de
los días.
Una tarde de invierno, al volver junto a su mujer, El
Maestrillo encontró a Margarita acostada en la cabecera,
tapada con las mantas, y tiritando de fiebre. Había roto
aguas, pero en la última visita al “médico de las mujeres”,
les había dicho que todavía no salía de cuentas. Aquello
preocupaba sobremanera al Maestrillo. Así que sin pensarlo
dos veces, sacó la mula del chozón, la aparejó, le puso unos
pellejos de oveja sobre el aparejo, y montó en ella a
Margarita. Le dio un par de mantas para que se envolviera,
y con el ramal en una mano y un garrote en la otra, arreó
vereda abajo, con su mujer sobre la mula, a Castril, en busca
del médico. La tarde comenzaba a oscurecerse, y los
primeros copos de nieve, llegaban que cortaban la piel.
Al pasar por el Toril De Túnez, al que algunas gentes
confunden con unas ruinas, sobre el Peñón De Túnez, los
vaqueros que vivían en Cueva Hermosa, le salieron al paso.
Preocupados, les ofrecieron ayuda. Agradecido, El
Maestrillo la rechazó, y les dijo que llevaban prisa por
llegar a Castril. Le contestaron que podían hacer noche con
ellos y partir por la mañana. Haciendo caso omiso, El
Maestrillo tiró del ramal de la mula, y apretaron el paso.
Cruzaron el barranco y llanearon por la vereda,
prácticamente en silencio, en plena noche de invierno, y con
la nieve cayendo cada vez con más fuerza. Al atravesar el
Paso de la Risca del Caballo, Margarita le pidió a su marido
que montara con ella sobre la mula. Empezaba a costarle
mantener el equilibrio. Se montó a la grupa y abrazó a su
mujer por detrás, para que no se cayera, y siguieron
atravesando la sierra, por la vereda, que ya amortiguaba las
pisadas de la mula, debido a la nieve que se iba
acumulando.
Al pasar penosamente una subida que da vista a la
vertiente del gollizno de La Malena, Margarita no
aguantaba más. En lo alto del collado, le pidió a su marido
que la ayudara a desmontar, para descansar unos
momentos. Él la bajó de lomos de la bestia con todo el
cuidado del mundo, y la depositó suavemente en la fría
nieve, envuelta en las mantas. El aire se calmó.
Transcurridos unos minutos, Margarita empezó a retorcerse
de dolor. Había llegado el momento.
El Maestrillo ayudó a su mujer a dar a luz, sobre el
collado, con la nieve cayendo con templanza. La oscuridad
de la noche la contrarrestaba un poco la blancura de la
nieve. Pero algo iba mal. La sangre caliente de Margarita no
dejaba de correr sobre la nieve , y su cara palidecía por
momentos. Entre sus brazos amorosos, latía la vida de una
nueva criatura. Una niña que llegaba a este mundo en el
momento equivocado. Su madre se apagaba envuelta en las
mantas, entre los brazos de su marido.
Impotente, El Maestrillo, solo pudo rezar y pedir al
Altísimo que no los abandonara en aquellos momentos tan
duros. Pero Margarita ya se había despedido para siempre.
Descorazonado, El Maestrillo, cogió una de las mantas
que envolvían el cadáver de su mujer, y se envolvió con
ella, con su hija recién nacida en brazos. Y abrazando a su
única familia, pasaron su última noche juntos. Antes del
amanecer, la pequeña empezaba a calmarse. Dejaba de
llorar poco a poco. Aquello complació un poco a su padre.
Con las primeras claras del día, El Maestrillo arrullaba a su
pequeña, diciéndole que ya se iban, que llevarían a su
madre al cielo con los abuelos, y que poco a poco, todo se
iba a arreglar. Pero antes de terminar de hablarle a la cría,
entendió porqué había dejado de llorar. La vida le estaba
dando otro zarpazo. Tenía acunado entre sus brazos al
pequeño cuerpo sin vida de su hija.
Amargamente, las lágrimas le corrían por las mejillas,
mientras se acercaba a la mula, para coger la azada que
llevaba por si le hacía falta en la nieve. Durante todo el día
siguió nevando. El collado resplandecía como si hubiera
sido de plata. Y El Maestrillo cavó sin descanso hasta que
terminó de hacer dos tumbas para enterrar los dos amores
de su vida.
Los testigos de lo que pasó allí aquella noche,
permanecen bajo el sol, los hielos, el viento de la sierra y las
nevadas de todos los años...
Son las losas blancas sin inscripción, que velan por la
mujer y la hija del Maestrillo, que él mismo colocó a modo
de lápidas. Y que todavía permanecen, mudas, dando la
bienvenida a todo aquel que pasa por allí. Y desde aquella
oscura noche y aquel blanco día, uno de los lugares más
bonitos de la hermosa Sierra de Castril, se llama “Collado
de las Margaritas”.
(Autor: Ángel Triguero
Carayol)
Después de toda esta información recabada, ya se puede imaginar el lector, la predisposicion, la sensibilidad, la emotividad que albergaba en mi ánimo para emprender aquella ruta y cuan grande fue también mi decepción al verme obligado temporalmente a renunciar a ella, a mi anhelo de visitar el lugar en el que entendía yo, aún debía percibirse, algo del espíritu vivo del maestrillo.
Para hacernos una idea, aquí le podemos ver, posando con unos jóvenes montañeros, al lado de su "cortijo".
(Fotografía por gentileza de Ángel Triguero Carayol)
Regresaba con mis compañeros por la senda que nos había llevado al nacimiento del río Castril cuando nos tropezamos con Antonio que nos preguntaba si habíamos visto "a sus cabras".
Omitimos el detalle de decirle que minutos antes se había encargado la Viky de espantarlas y reconducirlas monte arriba de donde procedían y le comunicamos que podía estar tranquilo ya que el ganado lo tenía paciendo tranquilamente en los alrededores.
Y en mí que todavía borboteaba palpitante, el ansia de saber un poco más acerca de la historia del maestrillo, encontré en este apacible lugareño, la ocasión propicia para someterlo, en forma taimada y sutil, a un interrogatorio en primer grado...
Me dio la impresión de que el hombre estaba acostumbrado a ser interpelado por turistas y montañeros, y que preguntarle estos si había conocido al maestrillo, suponía previsible cantinela obligada. Nos dijo que todo lo que sabía de leer y escribir se lo había enseñado él. La historia aquella de que podía tratarse de un fugado republicano nos la corroboró, lo cual confirmó mis sospechas...nuestro amigo había tenido esta misma conversación con otros tantos montañeros que conocían la historia del maestrillo, y se limitaba a consolidar el mito y la leyenda.
Pero no creo que la procedencia de D. Eduardo Iglesias, fuera esa.
Al parecer, el maestro se dedicó durante algún tiempo a enseñar a leer y escribir a los lugareños de la zona, y que cansado de andar de un lado para otro con la burra, le dijo un día a Antonio que se iba a la montaña a vivir en soledad. Nos relató un hecho en clave de anécdota referente a que un día, tuvo que acercarse a Vélez Rubio (su verdadera villa de procedencia) a recoger un papel para formalizar un trámite en Castril, y que para tal menester lo trasladaba su hermano en el coche. Este, que conducía, debióse detener ante un semáforo en rojo, y entonces el maestrillo le preguntó por la razón de tal proceder. Explicándole el significado de cada uno de los colores en un semáforo, mientras el eremita, asimilaba y discurría...dióse cuenta de cuan alejado y desvinculado del progreso se hallaba su deudo.
El maestrillo al parecer, era frecuentemente visitado por gentes del pueblo y montañeros que siempre le dejaban alguna lata o bocado que les sobrara, que servían para mitigar su habitual escasez de alimentos. Hasta nos habló de unos médicos granadinos, que una vez al mes, subían a hacerle una visita, con una mochila cargada de latas, algo de carne y otros comestibles. Parece ser que el maestrillo percibía una pequeña pensión que una vez al mes, se preocupaba de cobrar personalmente en Castril.
Le pregunté al del cortijo del nacimiento si el maestrillo era tan instruido como se decía y nos contestó que sí, que siempre estaba leyendo y que tenía en su cabaña dos maletas repletas de libros.
Como dicen las crónicas, cuando siendo ya octogenario, le echaron de menos y subieron a interesarse por su salud, y lo encontraron muy enfermo, el pobre hombre no quería abandonar su cabaña así que tuvieron que avisar a la guardia civil de lo que ocurría.
Dice Antonio que el maestrillo no quería irse al hospital y dejar sola a su burrica y que por eso le suplicó que pudiera convencer a los beneméritos de que también la cargaran en la furgoneta.
Primero usted, le dijeron para convencerlo, y si queda algo de sitio ya pensaremos en su burrica...le contestaron.
Parece ser cierto que de un hospital de Castril, lo trasladaron a uno de Granada, donde a la primera oportunidad que tuvo, se tomó las de Villadiego y apareció en su amada cabaña, unos días más tarde, nadie sabe cómo.
Como dicen las crónicas, ya muy viejo y ciego, lo volvieron a rescatar de su voluntario aislamiento, para no volver nunca más a la que hasta ese momento había sido su plácida morada, rebosante de paz, saludable vida y libertad.
Nos dijo Antonio que tenía preparado un hoyo, con un saco de cemento al lado, y su intención era que el que primero lo encontrara muerto, lo enterrara.
Cuando ese día llegó, le encontraron en uno de sus bolsillos, un fajo de billetes, sumando las quinientas mil pesetas en total.
Verdad o fábula, esto fue lo que nos contó Antonio y pongo a mis amigos y Viky por testigos, de que todo le expuesto y descrito, es la verdad y nada más que la verdad.
FIN PRIMERA PARTE
Después de toda esta información recabada, ya se puede imaginar el lector, la predisposicion, la sensibilidad, la emotividad que albergaba en mi ánimo para emprender aquella ruta y cuan grande fue también mi decepción al verme obligado temporalmente a renunciar a ella, a mi anhelo de visitar el lugar en el que entendía yo, aún debía percibirse, algo del espíritu vivo del maestrillo.
Para hacernos una idea, aquí le podemos ver, posando con unos jóvenes montañeros, al lado de su "cortijo".
(Fotografía por gentileza de Ángel Triguero Carayol)
Regresaba con mis compañeros por la senda que nos había llevado al nacimiento del río Castril cuando nos tropezamos con Antonio que nos preguntaba si habíamos visto "a sus cabras".
Omitimos el detalle de decirle que minutos antes se había encargado la Viky de espantarlas y reconducirlas monte arriba de donde procedían y le comunicamos que podía estar tranquilo ya que el ganado lo tenía paciendo tranquilamente en los alrededores.
Y en mí que todavía borboteaba palpitante, el ansia de saber un poco más acerca de la historia del maestrillo, encontré en este apacible lugareño, la ocasión propicia para someterlo, en forma taimada y sutil, a un interrogatorio en primer grado...
Me dio la impresión de que el hombre estaba acostumbrado a ser interpelado por turistas y montañeros, y que preguntarle estos si había conocido al maestrillo, suponía previsible cantinela obligada. Nos dijo que todo lo que sabía de leer y escribir se lo había enseñado él. La historia aquella de que podía tratarse de un fugado republicano nos la corroboró, lo cual confirmó mis sospechas...nuestro amigo había tenido esta misma conversación con otros tantos montañeros que conocían la historia del maestrillo, y se limitaba a consolidar el mito y la leyenda.
Pero no creo que la procedencia de D. Eduardo Iglesias, fuera esa.
Al parecer, el maestro se dedicó durante algún tiempo a enseñar a leer y escribir a los lugareños de la zona, y que cansado de andar de un lado para otro con la burra, le dijo un día a Antonio que se iba a la montaña a vivir en soledad. Nos relató un hecho en clave de anécdota referente a que un día, tuvo que acercarse a Vélez Rubio (su verdadera villa de procedencia) a recoger un papel para formalizar un trámite en Castril, y que para tal menester lo trasladaba su hermano en el coche. Este, que conducía, debióse detener ante un semáforo en rojo, y entonces el maestrillo le preguntó por la razón de tal proceder. Explicándole el significado de cada uno de los colores en un semáforo, mientras el eremita, asimilaba y discurría...dióse cuenta de cuan alejado y desvinculado del progreso se hallaba su deudo.
El maestrillo al parecer, era frecuentemente visitado por gentes del pueblo y montañeros que siempre le dejaban alguna lata o bocado que les sobrara, que servían para mitigar su habitual escasez de alimentos. Hasta nos habló de unos médicos granadinos, que una vez al mes, subían a hacerle una visita, con una mochila cargada de latas, algo de carne y otros comestibles. Parece ser que el maestrillo percibía una pequeña pensión que una vez al mes, se preocupaba de cobrar personalmente en Castril.
Le pregunté al del cortijo del nacimiento si el maestrillo era tan instruido como se decía y nos contestó que sí, que siempre estaba leyendo y que tenía en su cabaña dos maletas repletas de libros.
Como dicen las crónicas, cuando siendo ya octogenario, le echaron de menos y subieron a interesarse por su salud, y lo encontraron muy enfermo, el pobre hombre no quería abandonar su cabaña así que tuvieron que avisar a la guardia civil de lo que ocurría.
Dice Antonio que el maestrillo no quería irse al hospital y dejar sola a su burrica y que por eso le suplicó que pudiera convencer a los beneméritos de que también la cargaran en la furgoneta.
Primero usted, le dijeron para convencerlo, y si queda algo de sitio ya pensaremos en su burrica...le contestaron.
Parece ser cierto que de un hospital de Castril, lo trasladaron a uno de Granada, donde a la primera oportunidad que tuvo, se tomó las de Villadiego y apareció en su amada cabaña, unos días más tarde, nadie sabe cómo.
Como dicen las crónicas, ya muy viejo y ciego, lo volvieron a rescatar de su voluntario aislamiento, para no volver nunca más a la que hasta ese momento había sido su plácida morada, rebosante de paz, saludable vida y libertad.
Nos dijo Antonio que tenía preparado un hoyo, con un saco de cemento al lado, y su intención era que el que primero lo encontrara muerto, lo enterrara.
Cuando ese día llegó, le encontraron en uno de sus bolsillos, un fajo de billetes, sumando las quinientas mil pesetas en total.
Verdad o fábula, esto fue lo que nos contó Antonio y pongo a mis amigos y Viky por testigos, de que todo le expuesto y descrito, es la verdad y nada más que la verdad.
FIN PRIMERA PARTE
Yo escribí ese cuento. Gracias por poner la fuente. Así como publiqué esa foto de Eduardo con los chavales en FACEBOOK. Y de eso no das obligada referencia... Un saludo desde Huéscar, y si alguna vez te apetece, te enseñaré los lugares de los que hablo en mi relato.
ResponderEliminarÁngel.
ancarro@andaluciajunta.es
Hola amigo, gracias por pasarte por aquí. Ignoraba que la única fotografía que pude hallar del maestrillo, fuera de tu autoría. Me la bajé de internet, no recuerdo exactamente de dónde. En todo caso, ya está consignado como debe ser. También te agradezco el recordatorio de esta antigua entrada, que me ha permitido rectificar el color de fuente, más apropiada con la nueva configuración del blog.
EliminarMe gustó mucho tu cuento, una maravilla. Y nada me gustaría más que hacer una ruta contigo por la sierra de Castril mientras me cuentas alguna historia del maestrillo o de otras gentes que pulularon por estas hermosas tierras castrilenses. Un saludo amigo.