29 enero 2019

POR LAS CASAS DE MOYA Y LOS CALARES I


Hay ocasiones en que no te apetece andar ni hacer na de na, ni deporte, ni ejercicio ni pijos en vinagre, estás como arranao tol día, vamos, que te cuesta hasta bajar y tirar la basura y menos lo de reciclar, que los contenedores de colores quedan algo retiraos y cuando pretendes llevarlo todo en un solo viaje, por el camino se te esturrea y cae un cartón o la bolsa de los plásticos con alguna lata de atún que gotea…y qué latazo dios mío, agacharse para recogerlos mientras se te escurre de las manos la botella de vino, que no se ha roto en mil pedazos de milagro porque me ha rebotado en la rodilla y la he podido frenar con una virguería de control a lo Isco, ¡ay dios, estoy molío, no puedo con mi alma...! Y hoy me toca andar, si no salgo y mañana tampoco ni al otro, en cuanto me descuide me pongo de magro como un ogro. Y te buscas excusas…que si amenaza de lluvia, que si demasiado viento, que si frío, que si calor, que si una pequeña molestia en el pie, que si estoy resfriao y de los mocos me voy a poner peor, en fin, pretextos vanos con que mitigar tu sentimiento de culpa por sentirte tan camastrón y vago.
Pero hay otros días, oye, que te levantas exultante, hecho un toro de miura, (¡menos lobos caperucito!) rebosante de energía y optimismo. Hoy toca ruta fotográfica, qué diablos, así caigan chuzos de punta, sople viento del cierzo, atice frío siberiano o amenace lluvia monzónica. Casi todas estas circunstancias climatológicas adversas me azotaron el día que hice esta excursión. Pero cuando uno hace las cosas por gusto, superfluo resulta quejarse. En esta ruta el viento sopló a pajera, y aún así, me llevé algo de música, pensando que entre las paredes de las Casas de Moya que aún quedaran en pie, encontraría algo de amparo para realizar mi particular puesta en escena de los discos. Pude lograrlo pero no sin múltiples ocasiones en que toda la exposición se me venía abajo o salía literalmente volando. Hasta al mismo Yoda tuve en alguna ocasión que agarrar al vuelo...el intenso vendaval ululante fue la tónica dominante durante toda la ruta, pero la disfrutamos, porque estos parajes, hoy solitarios, hace sesenta años, rebosaban vida e intenso trasiego de gentes de un lado para el otro. De hecho, como no he encontrado en internet nada relevante sobre las Casas de Moya, rescataremos algunos pasajes de "Y también se vivía" que por lo menos las menciona y relata un suceso, ignoro si basado en hechos reales o imaginado, que durante la guerra civil, tuvo lugar en las inmediaciones del cortijo de la Hoya Lóbrega, que en esta misma serie de tres capítulos, registraremos. Que dicho sea de paso, fue una excursión que hice a los dos o tres días de esta, siguiendo parcialmente un track de la Adenow 2018, y que cuando lo abandoné, improvisando un camino de vuelta, me despisté, siguiendo entusiasmado un barranco trilladísimo por motos de trial que pensaba, seguía mi dirección y cuando vine a darme cuenta, me hallaba cerca de Majarazán e Inazares, a muchas leguas de las Casas de Moya, en dirección opuesta a la que tenía que coger, ocasionando que tuviera que desandar lo andado durante algunos kilómetros, subir el barranco que antes había bajado, (Umbría de los Quebrantos) y tras algunas vacilaciones, conectar con una senda espectacular, que desde Pozo Cucharro, enlaza el Camino de Casas de Moya, vereda muy trillada por bicicletas y motos, que transcurre por la umbría, al oeste y por debajo de los calares de Cucharro donde habíamos estado tres días antes. Un hallazgo extraordinario de una parte de la Oróspeda, hasta hoy desconocida para mí, y que merecerá nuevas incursiones en futuras excursiones. En fin, llegué al coche medio zombi, con treinta kilómetros en las piernas y alguno más en la espalda, pero habiendo disfrutado la jornada, lo que no soy capaz de expresar con palabras.
Estacioné el coche enfrente de la sierra del Tejo, bajo la sombra de unos pinos de buen porte. Un viento gélido y cortante del norte me azotó el cutis nada más asomar la napia al exterior.  
Mis primeras fotografías a la sierras del Tejo y de la Gorra, perfilándose los picos de Las Grajas, Los Pájaros y la inconfundible silueta del Pajarón, que con sus 1596 metros, es la segunda cima más alta de Caravaca.
Bebedor que existe en las inmediaciones de las Casas de Moya.
Almendros en flor, y estamos todavía en enero.
Las Casas de Moya
Corral del Picón, El  Matacón, Calares de Cucharro.
Estas ruinas ya no nos sorprenden porque son idénticas a tantas otras que hemos visitado antes, pero no encontré las Casas de Moya tan arrasadas como días más tarde hallé el cortijo de la Hoya Lóbrega. Qué decepción, atizarse semejante palizón para encontrarse el cortijo hecho un montón de escombros, completamente aniquilado, exterminado. Tan solo quedaba en pie la mitad de una pared. 
Nos dimos una concienzuda vuelta por entre las casas. En esta cortijá al menos, te puedes hacer una idea de cómo era la vida de las familias que la habitaron...
Ves las vigas de madera podridas, derrotadas en el suelo. Te quedas delante de los muros, que resistieron hasta que los venció la intemperie. Asomas la cabeza a un cuarto que la ruina ha destapado y ves pequeños restos de vida doméstica. Te metes a la cuadra y queda algún trozo de jarma o de atarre en el suelo. (Y también se vivía)
Siempre me ha llamado la atención el color azulado de muchas de las estancias de las casas antiguas. Al parecer, el color añil se obtenía en el pasado mezclando el azulete destinado a blanquear la ropa con la cal. La tradición de esta técnica de pintado es morisca.
Invitaba el autor de Y también se vivía...a acercarse a estos rincones del olvido, subirse a un cerro, dar una vuelta por un cortijo abandonado, beber un trago de agua en una fuente, sentarse en una piedra, mirar, pensar un poco y comerse un almuerzo en el pueblo o cortijá que pille más cerca. Es otra forma de viajar, que no siempre hay que ir a hacerse una foto donde se la hacen cincuenta mil personas al día. Estoy de acuerdo con él, pues visitar estos rincones del olvido es una forma de viajar a bordo de la máquina del tiempo, dándose una vuelta por el pasado.
 No queda nada que recuerde que los niños corrían por la calle, o que un muchacho rondaba a la novia, o que un grupo de mujeres se sentaba en los carasoles otoñales a hablar de sus cosas, o que un mulero desaparejaba su macho romo al caer la tarde...
 El animalico, barruntando próximo su final, buscó un lugar a resguardo y tranquilo, donde poder morir en paz.
Estos reportajes que a veces realizo a los cortijos abandonados no están exentos de peligro. Procuro extremar las precauciones y utilizar el sentido común si deduzco que existe evidente riesgo de derrumbe, como es el caso. Hallar la muerte bajo estas circunstancias sería tan absurdo como esa que les sobreviene a algunos cuando se arriesgan más de lo razonable para hacerse un selfie. Aunque no dejaría de tener su aquel. Me cae media casa encima, techo incluido, tres mil toneladas de escombros que me dejan hecho fosfatina. Transcurrido un tiempo se da la voz de alarma, y durante varias semanas me buscan sin dar con mi paradero. Solo repararía en mi desaparición, la familia, los amigos y la televisión local, que como mucho, brindaría treinta segundos de noticia. La presunta viuda y más de un@ pensarían que es el típico caso del que se va al quiosco a por tabaco y nunca más se supo. Pero si no fuma ni se ha llevado dinero, se cuestionaría. No importa. Algo le ha pasado, eso es seguro, pero vaya usted a saber qué. Caso sin resolver. Por lo menos halló la muerte haciendo lo que más le gustaba, exclamaría apesadumbrada la viuda para auto consolarse. Vaya consuelo el mío, exclamaría yo retorciéndome entre los cascotes de ultratumba...grrrr, ¡pero no tan pronto joder! Mucho tiempo después, y tras un corrimiento de tierra, un terremoto o una venida de agua que arrastrara los escombros, asomaría mi cadaver, o lo que quedara de él, es decir, un esturreo de güesos y los cuernos. (esto mejor corramos un tupido velo no sea que alguien se moleste). Y buscando caracoles o lagartijas, quien sabe si otro senderista, se toparía con mis despojos y llamaría a la guardia civil y tras las correspondientes averiguaciones, darían con mi identidad y causa de mi desaparición y muerte. Claro, que bien pensado, con la moderna tecnología de hoy, ya no queda espacio para muertes tan románticas. El móvil desvelaría mi posición exacta y pronto darían con mis huesos pulverizados. La noticia por singular, pronto llegaría a los medios de comunicación. Hallan muerto a un senderista desaparecido hace cinco días. Según todos los indicios, la muerte le sorprendió mientras estaba cagando en una casa abandonada, al derrumbarse esta y precipitarse sobre el hombre, varias toneladas de escombros que lo dejaron puré, hecho bicarbonato, razón por la cual, hasta ahora no había sido localizado. De suerte que el teléfono que llevaba consigo se salvó del siniestro, pudiendo así emitir la señales que bla bla bla. 
¡Qué final más deshonroso, oh virgen santa!
En las Casas de Moya, solo permanecen dos viviendas en pie, que por su aspecto exterior y evidentes señales de conservación y mantenimiento se deduce que son habitables.
El dueño de la casa restaurada que conserva toda su estructura original de construcción ha procurado también preservar la puerta. A saber los años que la contemplan.
En el villorrio fantasma hace mucho tiempo que se ha enseñoreado la soledad. No deja de resultar inquietante contemplar estas ruinas, la soledad inmensa y casi tenebrosa del paraje. Si no fuera por los silbidos del fuerte viento reinante, la sensación de desamparo, silencio y quietud serían totales.
Parado en el extremo de la calle, contemplé y sentí estremecido la soledad inmensa que se desparramaba a raudales en torno a las Casas de Moya. A veces, el aullido del viento silbando entre las paredes, rendijas y ventanas de las ruinas era tan fuerte, tan profundo, que despertaban en mí un indescifrable desasosiego.
No era capaz de soportarlo sin dejarme dominar por la turbación y entonces buscaba el consuelo de la Viky, que al no hallarlo, redoblaba mi sensación de angustia. Me sorprendí a mí mismo tratando de escudriñar los rincones, descubrir algo o alguien que desde su escondite me observara, pues nada produce al hombre más miedo que otro hombre. Intentaba descifrar los sonidos y el peso de aquella soledad que me abrumaba. Permanecí así durante varias minutos, escuchando a lo lejos los confusos lenguajes del viento y los ecos de aquel aislamiento en que había entrado mi corazón, iluminando con fuerza cada rincón, cada cavidad de mi memoria. Me sentí como un fantasma errante y solitario en medio del olvido y las ruinas.
Me atreví a introducirme en este patio cerrado, donde una vez en su interior, ya no tendría escapatoria. Parecía el único rincón practicable para hacerle una sesión de fotos a Yoda, a salvo de la tenaz e inquebrantable ira del viento. Murmullos, susurros, voces ininteligibles nos llegaban desde lejos. No lograba sacudirme la sensación de ser observado.
Los goznes de esta puerta se encontraban tan oxidados, que al abrirse y cerrarse por efecto del viento, su chirriante quejido producía en mí una sensación perturbadora, como a película de miedo cuya acción se desarrolla en una casa encantada.
Intentaba serenarme sin perder de vista la puerta y las ventanas. ¡Yoda, hombrecillo de la galaxia, ayúdame por favor que tengo el alma en vilo...!
Y la puerta venga a entonar su particular e inquietante requiem en memoria de los difuntos de las casas embrujadas de Moya.
¡Venga Yoda, márcate un postureo a ver si se me pasa el canguelo!
Le tuve que poner su gorro de invierno porque el viento le despeinaba los cuatro pelos que todavía conserva en la cabeza, aparte me decía que se le habían quedado congeladas las orejas. ¡Y a quien no, con este frío y esas perfiladas orejotas que se gasta! En fin, me concentro en la sesión de fotos para ahuyentar el pavor que ahora siento.
Bueno, salimos que parece que ha amainado un poquito el viento.
FINAL PRIMERA PARTE

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