21 octubre 2017

LA SENDA DE LOS PESCADORES I

La senda de los pescadores es uno de esos lugares de obligada visita para andarines, que gustan recorrer sitios emblemáticos con que enriquecer sus currículums senderistas. Yo no iba a ser menos, así que, bien puedo decir que le tenía ganas desde hacía tiempo a la famosa senda y de paso, conocer el Vado de las carretas y la Nava de San Pedro, topónimos de las inmediaciones, con solera e historia, que en Narraciones de caza mayor en Cazorla y Los Hornilleros, de Juan Luís gonzález Ripoll, son mencionados con alguna frecuencia. Las imágenes que había visto en internet tambíen seducían lo suyo y así, todo el conjunto me recreaban en el imaginario, un bonito escenario por descubrir. Evaluando estuve durante algún tiempo, el mejor modo de acercamiento desde Cehegín, al punto de partida de mi recorrido. Mi diseño de aventura proponía todo un soberano alpargatazo por pista desde el cortijo del Picón del Molinillo, en la cabeza del pantano de la Bolera, hasta La Nava de San Pedro, para al regreso, hacer gran parte del famoso tramo de la senda de los pescadores, que transcurría por un lado del río y regresaba por el otro. La distancia rondaría los 30 km, pero sin importantes desniveles que salvar. Asequible y no demasiado exigente si exceptuábamos el calor que por estas latitudes, vaticinaban los partes meteorológicos que sería sofocante, complicado de soportar. Pero no hay miedo, me decía. En caso de agobio manifiesto, me voy dando chapuzones y asunto resuelto.
Jajaja, me río por no llorar. Un poco más y me da un patatús. Aquel día hizo un calor de mil demonios y cuando vine a llegar a La Nava, acribillado de tábanos, extenuado y fundido por la brasa llameante de un septiembre incandescente, me dije, capullo en dios, tampoco es la Nava para tanto. Total que, algo decepcionado, desandé lo andado hacia El Vado de las Carretas y mientras la Viky saciaba su sed, me dispuse a disfrutar, ahora sí, del verdadero propósito que me había traído hasta aquí. Al margen de la experiencia montañera que cada cual atesore, nunca se debe subestimar los imponderables con que uno se puede tropezar. Yo esperaba lidiar con una senda perfectamente definida a un lado y otro del río, sin más complicaciones que las que yo estuviera dispuesto a afrontar para echar una buena foto. Pero no fue así. A la antigua senda artificial de los pescadores le faltan por desuso, muchos de sus tramos y otros, que discurren por la ribera, se encuentran cegados por el follaje. Si por mala ventura llevas un track impreciso y por cansancio se toman decisiones equivocadas, como fue mi caso, la senda de los pescadores, de apacibles y mansas sugerencias se puede tornar en senda de torturadores, de incierta y espinosa propuesta.
 Afronté el paso por la senda hacia las dos y media de la tarde. Me notaba algo cansado pues ya rondábamos la Viky y yo los veinte kilómetros pateados y nos tiranizaba un calor infernal. Para refrescarme, me cambio las zapatillas por unas sandalias de agua, y procuro andar por el lecho del río. Viky, como en ella es habitual, cuando la ruta discurre por medio fluvial, se hace la sueca e intenta mojarse lo menos posible. Debo tener cuidado en algunos tramos , pues resultan muy resbaladizos y un talegazo podría resultarles fatal a los aparatos electrónicos que llevo. Lo voy teniendo en cuenta y seguimos hacia adelante. En un momento dado, yo puedo ir progresando por entre el cauce pero no así la Viky, por tanto, me veo obligado a retroceder y coger una trocha que se eleva y alcanza altura en su derecha orográfica. Craso error no haberme cerciorado bien de la fiabilidad del track utilizado para esta ocasión aunque eso nunca puede comprobarse hasta hallarse uno in situ. Vamos progresando por una ladera cuasi vertical, yo todavía en sandalias y cuando me doy cuenta, estoy en un laberinto de matorral del que apenas puedo escapar, un verdadero infierno de calor asfixiante que me impide tomar aire y respirar. Galopante agotamiento generalizado que amenaza con materializar pegándose a mí, al temido tío del mazo. Muchos de esos penosos momentos de angustia los voy grabando con la cámara. Por fin, arrimándome al voladizo de una gran roca, veo la posibilidad y desciendo en el modo técnica arrastraculo y suspirando aliviado, me encuentro de nuevo en el cauce. Con la zozobra y ansia propias por encontrar una vía de escape, me olvido de Viky y allá que la dejo, a veinte metros por encima de mí. La llamo pero comprendo que nunca sería capaz de bajar por sí sola. Desde su posición solo ve agua y una roca inabordable de caída vertical. Bueno, me digo, apenas restan trescientos o cuatrocientos metros para llegar al final, en la cerrada de la Canaliega. Remato y a la vuelta me reúno con ella y retrocedemos. Mi avance por el cauce es cansino. Me noto muy descompuesto. Astro rey inmisericorde sobre mi cogote que me deslumbra y abrasa. Ese rato medio perdido entre la espesura del matorral me ha pasado factura. Me siento algo mareado. La sombras no refrescan, y la humedad del agua me encoge y aturulla. El calor se hace insoportable y el denso aire irrespirable. Maltrecho como un juguete roto, vadeo una poza en la que no calculo bien la profundidad y cuando me vengo a dar cuenta, estoy sumergido hasta el ombligo. ¡Hostia me cagüen dios!. Me apresuro pero ya es tarde. La bolsa con la cámara en su interior que me cuelga de un costado se ha zambullido más de la mitad. La abro y saco el artilugio que gotea. El objetivo está inundado. Lo pongo boca abajo y le extraigo la batería para que este quede abierto y desagüe. Busco un lugar seco sobre una roca para que el sol evapore el agua. La doy por perdida. Contrariado me despojo de todos los apechusques, incluida mochila, y echando mano de la cámara del móvil, busco el final del recorrido. ¡Pero qué mierda! ¿Adonde voy así? ¡En lo mejor de la ruta y sin cámara! Y la Viky, en paradero desconocido. ¿Y si al verse sola se pone nerviosa y en un despiste cae por el cortado...? Ya no iba tranquilo. Momentos de indecisión, de rabia, irritación. Me doy la vuelta, así no puedo rematar. Debilidad, extenuación, desaliento..., recojo los bártulos y la llamo, Viky, Vikiiiiii, pero ella no contesta. De pronto aparece, arriba, lloriqueando, donde la había dejado, pero es imposible que baje. No tengo más remedio que subir, reunirme con ella y volver por donde hemos venido. ¡Qué fatiga, otra vez el mismo suplicio...! El agotamiento extremo puede inducirnos a tomar decisiones equivocadas, cometer errores, fallos garrafales, de consecuencias irreversibles. La ley de Murphy se manifiesta en toda su crudeza. Unos segundos de descuido, un resbalón inoportuno, meterte en el río hasta las orejas y el móvil también fuera de combate. Recupero la vertical en un santiamén pero ya es tarde. Le abro la tapa, quito la batería, lo seco bien con unos calcetines que dentro de la mochila se han librado del remojo pero el móvil no da señales de vida y asustado invoco su réquiem porque comprendo se ha escacharrado. Una ruta a priori de chichinabo como esta y mira por donde hasta un paseo por la vía verde lo puede cargar el diablo. Es preciso tomar conciencia de la gravedad de los contratiempos y ser consciente de ello, de la vulnerabilidad que ahora tengo. Tomarse un respiro para recuperar la lucidez y pensar con calma. Lo primero refrescarse un poquito y beber agua. Calzarse de nuevo las zapatillas y trepar hasta la viky. Moverse sin apresuramientos, con cuidado, y desandar lo andado, sin cometer más fallos para no tener que echar de menos al teléfono que se ha jorobado. Hemos de tratar de volver al coche sanos y salvos. A otra vez será, que hay más días que morcillas y la senda de los pescadores ahí nos aguardará el tiempo que sea necesario para conquistarla. Que fastidia por trescientos metros no haber culminado la ruta, a mí el primero, pero no siempre evolucionan los acontecimientos como uno quiere, que el hombre propone y la providencia dispone, así que, respira hondo y reúnete con la Viky. Una vez juntos, todo será más fácil. Con paciencia e hilando fino, por fin salimos del brete en que nos habíamos metido y cogemos la pista de vuelta hacia el pantano de la Bolera, aupado por la descarga de adrenalina que aún mantiene algún remanente, y que me impele a atacar las duras rampas que tenemos al regreso, con rabia pero al mismo tiempo con alivio. Ahora entiendo lo que significa eso que llaman fuerzas de flaqueza porque aunque me siento exahusto, no paro de apretar el paso y como una exhalación atravieso las ruinas del cortijo de los Poyos de Trivaldo hasta llegar a la sombra del cortijo del Raso del Peral donde paramos a comer, beber agua y descansar.
Pero ahora que estoy ya en las imágenes, retrotraigámonos al principio, esto es, a la ida y veamos el aspecto del restaurado cortijo del Raso del Peral con el poyo de Juan Domingo al fondo.
Nos detenemos en las ruinas de los Poyos de Trivaldo, topónimo que veo en los mapas escrito con v y que en internet y en la placa que ahora veremos, escriben con b, pero que en todo caso, fruslerías aparte, otro lugar con raigambre, desde donde sale una senda que algún día haremos y que nos conduce al espectacular Tranco del Lobo que ya descubrimos hace unos meses, en la agradable compañía de los amigos de Lorca y Pozo Alcón.
Esta cabaña tiene pinta de estar todavía operativa como refugio y aunque estuve buscando la llave bajo las tejas y en cuanto hueco observé que podría servir de escondrijo, ni la suerte ni el tino fueron bastantes para hallarla.
Esta es la placa con rica leyenda que reza en su puerta
Y en este risco me encuentro con sendas emotivas placas de homenaje póstumo dirigidas a un tal Serafín Pérez Jumilla. Se me eriza la piel pues el nombre me suena y al tener la casi certeza de saber quien es, comprendo que el mundo es un pañuelo, que las causalidades existen y que todo se confabula para darle sentido al guión que día a día escribes sobre tu vida.
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Indago por internet y aparte de llevarme una grata sorpresa, verifico que en efecto, se trata de quien imagino.
La sorpresa es que entre estos amigos, algunos ya desaparecidos, se encuentra la inefable presencia de un lozano Sansón, todavía vivito y coleando, y esperamos que todavía por muchos años, que ya pertenece por derecho propio a la historia rica e inmortal de la sierra Cazorla.
Juan Pedro, alias "El Pinche" es el serrano de la derecha que lo inmortalizara Juan Luís González Ripoll en su obra, Narraciones de caza mayor, a propósito de la anécdota que vivió con la alemana.
Siempre he querido dejar constancia de mis querencias por todo lo que esta Sierra me ha dado; durante muchos años, me he conformado con disfrutar de mis muchas visitas (menos de las que hubiera querido) a la sierra, y de los muchos relatos que a través de este foro he "vivido" como si los hubiera realizado con todos y cada uno de vosotros.
 Permitirme hoy, hacer mi pequeña aportación,trayendo a este foro la triste noticia del fallecimiento -el pasado mes de julo- de quien ha sido durante muchísimos años,parte inseparable de todos y cada uno de los rincones de este maravilloso paraíso , que es el parque.

Todos le llamábamos Juan Pedro, pero su nombre era Serafín y por estos Cerros también se le llamaba el "Pinche".

Tenia mil cosas mas que decir, pero las voy a resumir con estos versos que, otro amante de esta sierra le dedica y los dejaremos como recuerdo en donde yace otro recuerdo de quien fue su hijo.

"Tu piel era un gran paisaje
curtido con agua y viento.
Tu sangre esta tierra roja.
Tu corazón nuestro aliento.

Nunca tragará este suelo
tus huesos de puro enebro
ni podrá esta sierra muda
olvidar tu voz, Juan Pedro".


 En memoria de nuestro querido amigo Juan Pedro Pérez Castillo, “el PINCHE”.(fuente)


LA ALEMANA DEL FÓLLER-FÓLLER

Tengo un arriero que se llama Juan Pedro, que es analfabeto y muy pollino, pero buenísimo. Y es el responsable de mis arrieros. Yo le digo: Juan Pedro, mañana necesito a tal hora una caballería en tal sitio y otras dos en tal otro. Y puedo estar seguro de que me las encuentro puntualmente. Y otras veces le digo: pues mira, ahora ocho caballerías, y dos de ellas de montura. Y esto porque resulta que el montero trae de acompañante a su mujer o a su hijo o a un amigo, y si es extranjero, al intérprete. Esta orden se la doy a Juan Pedro por la tarde y él se las arregla para buscar arrieros y estar a las mañana siguiente con las bestias en el sitio donde le dije, que a lo mejor está a veinte kilómetros sierra adentro, de modo que se ha tenido que tirar la noche entera andando, con lluvia o con nieve o con rayos encendidos, trochando, por sendas que él conoce, porque es muy conocedor de estas sierras: las conoce igual que yo, paso a paso. Pues resulta que hace unos años vino un alemán a cazar el macho con su señora, que era su señora de verdad, no como pasa otras veces que vienen matrimonios y en cuanto se meten detrás de un lentisco empiezan a darse besos. Y uno piensa: «Hay que ver lo que se quieren estos matrimonios, o será que la sierra los encandila». En fin, vino el alemán aquel con su señora, que era una rubiasca cuarentona, y se hospedaron, como es costumbre, en el parador. El marido estuvo probando el rifle la tarde antes, tirando a un blanco que le pusimos a más de doscientos metros y no fallaba un tiro. De manera que yo iba tranquilo con él, sabiendo que, por lo menos de apuntaderas, íbamos bien. Salimos del parador a las ocho de la mañana, lloviendo. Y yo pensé: «Por ahí arriba debe estar nevando». Íbamos en el «Land-Rover» el alemán y su señora, el chófer y yo, y llegamos al sitio adonde yo tenía citado a Juan Pedro, el arriero, con las caballerías para ellos dos. Y esto era por Pinar Negro, por encima de las Banderillas. El alemán no hablaba una palabra de español y la señora tampoco, y el señor Ran, que es el intérprete, no venía con nosotros, de modo que allí teníamos que entendernos por señas. Al llegar al sitio donde estaba Juan Pedro desembarcamos todas las cosas del coche, se montó el alemán en su caballería y la señora en otra y echamos a andar, en el preciso momento en que empezó a nevar. Pero no esa nieve que gusta, esos copos como la mano que bajan meciéndose. Nada de eso: un aguanieve como serrinillo, que parecía serrín de carpintero, y se nos clavaba en la cara como alfileres. Y hacia un frío que calaba hasta los huesos: con toda la ropa que uno podía echarse encima y andando sin parar. Pues total, vamos y vamos y vamos, y fuimos a subir a un vastillo que hace como un alerón que se asoma a una montaña, luego hay una vaguada y enfrente una ladera muy poblada de pinos y ya muchos accidentes del terreno: muchos hoyos y torcos. Resultó que, al asomarnos al alero aquel, me pareció ver moverse una res por el pecho de enfrente. Le eché los prismáticos y era una res. Y empiezan a salir otras de entre los pinos, y era un rebaño. Conque, quietos aquí.

Los alemanes tiran muy lejos. Son más tiradores que cazadores, y además traen unas lentes en los rifles que mira uno por allí y ve hasta la catedral de Burgos. Nos agazapamos asomados al voladero, mientras Juan Pedro se quedó con las bestias al socaire, y yo andaba rumiando la forma de encajar aquello, y no veía manera de acercarnos más a los bichos, porque si pasábamos la vaguada y nos metíamos a rodear el monte, aunque el aire lo teníamos bien, lo más probable es que desde allí se nos taparan los machos entre los torcos que había, que parecía aquello un panal. Por otra parte, yo había visto tirar al hombre aquel y sabía que no le asustaban los tiros largos. Los alemanes no tiran a las reses mientras estén moviendo aunque sea una oreja; muy lejos, sí. Pero tiene que estar el bicho hecho una estatua, y ellos se lo toman con calma: apuntar mucho, mucho. Y hay algunos que hasta se ponen a hacer ejercicios de respiración antes de echarse el rifle a la cara, con unas bocazas que abren como si estuvieran a resultas de un soponcio. Pero eso sí, son capaces de matar un bicho a un kilómetro. De manera que yo pensé: «Este es un tiro bueno para un alemán. Este es el sitio de localizar al macho que parezca mejor y pegar el tiro desde aquí». Con que, por señas y como pude, le expliqué lo que pensaba. Y el hombre lo comprendió y me dio a entender que estaba conforme.

Pero en el alero aquel no había quien aguantara: allí se nos caían unas lágrimas como habichuelas, y ocurría que estaba uno mirando con los prismáticos y se escondían los bichos, y decía uno: voy a calentarme un poquillo las manos, y no podía abrir los dedos, y tener que cogerse una mano con otra y abrirse los dedos como el que abre una lata de sardinas.

Pues total, cuando yo vi aquel panorama y la mujer allí detrás, dando tiritones que parecía que tenía el mal de San Vito, y vi que el asunto iba para largo, porque todavía no habíamos ni siquiera escogido el macho que íbamos a matar, le dije al arriero:

—Venga, tú, Juan Pedro, llévate las caballerías ahí detrás, al hoyo ese que hace una cuchareta muy a propósito, con un sabinar de sabinas grandes, y te llevas también a la señora, que en el vallejo ese estará más abrigada.

La mujer comprendió en seguida que era por su bien, y se fue detrás de él, que parecía una difunta con las manos metidas en los sobacos. Y llegaron al vallejo, que estaba allí mismo, cien metros por debajo de nosotros, y se sentaron los dos en una piedra a esperar que terminara aquello.

Al ratillo, la pobre señora, como estaba medio helada, empezó a arrimarse al arriero buscando calor. Y empezó a pegarse a él, con el frío y la nievecilla. Y Juan Pedro, venga a apartarse, a recular, a recular, que se le acababa la piedra. Y la pobre mujer, así que vio que no, como no hablaba como nosotros, empezó a indicarle por gestos lo que quería. Y el arriero pegó un brinco y salió corriendo para arriba, y la dejó allí sola.

Llega Juan Pedro adonde yo estaba tumbado panza abajo, con el alemán al lado, y apegado con los codos a la piedra mirando a los bichos con los prismáticos, cuando siento que me tiran del pantalón y empieza a llamarme:

—¡Tío Justo! ¡Tío Justo!

—Déjame ahora —le dije.

Estaba yo viendo cómo se movían los machos, que de frío que tenían los animales no se paraban, pero no acababan de salir de la pinatada a ponerse en lo limpio y no había forma de escoger el macho mejor y, menos todavía, asegurar el tiro. Y el otro venga a tirarme del pantalón. Y yo:

—¡Que me dejes ahora!

Y Juan Pedro:

—Que no, Tío Justo, que es muy preciso.

Yo pensé: «A ver si este idiota ha visto un macho muy bueno por el otro lado y lo vamos a matar en tres minutos, mientras estamos helándonos vivos aquí, que Dios sabe si lo vamos a poder tirar o no». De modo que me volví un poco para él y le pregunté:

—¿Qué quieres?

Y él:

—Que venga usted.

—Pero ¿es que has visto algo por ahí?

Y él, que no: que venga usted, y que venga usted, y que es muy preciso.

Con el frío que hacía y ya me estaba quemando la sangre con tanto «y que venga usted, y que venga usted». Y ya se lo dije:

—Mira, vete o te pego un tanguillazo; maldita sea.

Y el tío que no y que no. El alemán nos miraba muy asombrado, sin entender el pleito que traíamos, y pensaría: «estos se han vuelto locos». Y yo, viendo ya que no había manera de sacudirme al arriero, entumecido como estaba, me di la vuelta y me encare con él y le dije:

—Pero bueno, ¿se puede saber qué es lo que pasa, Juan Pedro?

Y el tío, sin pensarlo dos veces, va y me dice:

—Que venga usted, Tío Justo, que esa mujer no es buena.

—Pero ¿qué estás diciendo, imbécil? —le dije—. ¡Vete de una vez!

Y él vuelta a lo mismo:

—Pues no me voy; me estoy aquí; pero no me voy más con ella.

A todo esto, como nos íbamos excitando con la discusión, cada vez hablábamos más alto, y seguro que íbamos a acabar por espantar los machos una legua a la redonda. De manera que no tuve más remedio que dejar allí solo al alemán, y con Juan Pedro en los talones, que iba con más pena que un perro apaleado, llegué adonde estaba la señora, hecha un gurruño en la piedra.

Y fue llegar y ver a la pobre mujer, que no le faltaba más que cerrar los ojos para decir que estaba muerta: en el vellillo ese que tienen las mujeres en la cara, en cada vellillo de esos tenía un chuzo así. Y, al verme, se vino para mí, medio temblana y sorbiendo mocos y me cogió las manos y empezó a tentarme la cara, y con una voz del otro mundo me decía:

—¡Fóller, fóller!

Y salta Juan Pedro a mi espalda:

—¿Lo está usted viendo, Tío Justo? ¿Lo está usted viendo? Así he tenido que irme huyendo.

—¡Quita de ahí, imbécil! —le dije—. Me cago en la madre que te parió. Ve por un brazado de leña, ¡corre!

Eché mano a una rama de sabina seca, que se había desgajado del año anterior y estaba seca como la yesca, y la rajé por medio, y luego la corté en pedacillos. Puse los primeros tallos secos debajo y apañé más tallos, mientras volvía el otro con la leña. Le metí una cerilla por debajo y tiró aquello y empezó a arder, y la pobre señora tan contenta, que de pronto se le puso hasta mejor cara. Metía las manos entre el humo a ponerlas encima de la candela, y decía: «Fóller, fóller». Y es que se conoce que esta gente al fuego le dicen fóller.

Ya, por fin, volvió el arriero con la leña y armamos allí un candelorio como si estuviéramos haciendo matanza.

Días después de que pasara todo esto, por curiosidad, le pregunté a Juan Pedro:

—Pero bueno, cuéntame qué es lo que te pasaba con ella.

Y me dijo:

—Pues mire usted, Tío Justo, me miraba con unos ojos muy tiernos y se arrimaba a mí, y venga a arrimarse, y me tentaba las manos, y venga a arrimarse y a decir aquello de fóller, fóller.

—¿Y tú le decías algo? —le pregunté.

—Pues yo le decía: no, señora, no, que yo soy casado. Y ella: que fóller, fóller. Y yo: que no y que no. «Mire usted que voy a llamar al Tío Justo, le dije». Y ella como si oyera llover: no quería más que fóller y fóller. Y yo dije: ¿Sí? ¿Eh? ¡Apáñate con tu marido, que para eso lo tienes! Y ya me fui a buscarle a usted.

Tengo otro arriero, que se llama Hermenegildo Punzano, y es más pollino y más analfabeto que este todavía, y si llega a pasarle a él lo de la alemana, a lo mejor hubiéramos tenido un día de luto. Este Hermenegildo no es que sea mala persona, es muy pacífico, y si no se meten con él, él no hace nada. Pero si la alemana se le arrima y le tienda por aquí y por allí y el hombre se empijota, seguro que le echa las uñas al refajo, y no sé lo que ella hubiera hecho: a lo mejor se le escapa un remilgo o empieza a llamar al marido, y nosotros que estábamos allí mismo: vuelve el alemán el rifle, con lo bien que tiran los alemanes, y al que hay que destripar allí es al arriero.
 
  
Por las inmediaciones de La Nava de San Pedro
Denso pinar que hubimos de atravesar
Llevaba en mente acercarme por aquí para ver si podía ver a algún Quebrantahuesos en cautividad, pero estaba el acceso cerrado.
Fonda en La Nava de San Pedro. Lugar muy agradable.
El vado de las carretas, ya de vuelta. Aquí entrega el arroyo de San Pedro sus aguas al Guadalentín. Nosotros torcemos a nuestra derecha buscando la senda de los pescadores.
A partir de este momento, combino imágenes tomadas en mi primera incursión a la senda de los pescadores con otras que hice a los pocos días, en una segunda visita, esta vez en solitario.
Viky, evolucionando en medio fluvial, siempre con sempiterna cara de perra apaleada. Manteniéndome la distancia por si los tábanos.
Haciéndose la cazorleña por no decir la sueca
Aguas transparentes, cristalinas empero traicioneras
Sin comentarios. Una imágen vale más que mil palabras
Con mis sandalias evolucionando sobre el cauce del río
Todavía con ganas de sonreír para la foto a pesar del cansancio
Parajes, rincones de indiscutible belleza
Pozas con suficiente profundidad para darse un refrescante chapuzón, si uno así lo desea
Punto donde desvié los pasos...siguiendo un track impreciso
Imágen tomada desde la ribera contraria en mi segunda aproximación a la senda de los pescadores para ilustrar por donde erré los pasos la primera vez
Bonitos detalles
Desde aquí se puede apreciar bien por esa loma, el amago y posterior encerrona de senda que utilizamos para salvar este paso
Los bellos rincones se suceden sin cesar
Vivarachas criaturas que con nuestra presencia se asustan
Lugar donde quedó Viky atrapada y por donde yo desciendo y asciendo para rescatarla.
Lugar sin solución de continuidad donde nos vimos obligados a retroceder, confirmado ya que habíamos desatinado el rumbo.
FINAL PRIMERA PARTE

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