Un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre. Eso lo decía Gabriel García Márquez y estoy muy de acuerdo con él.
Mi padre, que en paz descanse, era un melómano empedernido.
Los sábados por la tarde noche eran sagrados para él. Los dedicaba a la música, solo a la música y para ello llevaba a la práctica todo un minucioso ritual, casi una solemne ceremonia.
Primero, con toda la parsimonia del mundo, iba colocando su colección de discos sobre la mesa.
Mi padre, que en paz descanse, era un melómano empedernido.
Los sábados por la tarde noche eran sagrados para él. Los dedicaba a la música, solo a la música y para ello llevaba a la práctica todo un minucioso ritual, casi una solemne ceremonia.
Primero, con toda la parsimonia del mundo, iba colocando su colección de discos sobre la mesa.
A un lado los singles, y a otro los elepés.
Los iba pasando de uno en uno, manoseándolos con exasperante lentitud, viendo los títulos y valorando si le apetecía escuchar esta o aquella canción y entonces el disco lo ponía aparte junto a los elegidos. Casi al instante pensaba otra cosa y lo volvía a conducir al banquillo de los suplentes.
Seleccionando los temas que “ya sonaban en su cabeza” podía estar perfectamente veinte minutos.
Sabía que, hasta que no escuchara el último de los elegidos, no acabaría su sesión musical de los sábados por la tarde noche. Sin embargo, había un LP que indefectiblemente, siempre era “apartado”, y colocado junto a los distinguidos...creo que le gustaba sobremanera, porque sospecho tenía la virtud de hacerle reír y se notaba sobre todo en la cara de felicidad que ponía.
Doce peleas en broma de Juanito Valderrama y Dolores Abril.
Los iba pasando de uno en uno, manoseándolos con exasperante lentitud, viendo los títulos y valorando si le apetecía escuchar esta o aquella canción y entonces el disco lo ponía aparte junto a los elegidos. Casi al instante pensaba otra cosa y lo volvía a conducir al banquillo de los suplentes.
Seleccionando los temas que “ya sonaban en su cabeza” podía estar perfectamente veinte minutos.
Sabía que, hasta que no escuchara el último de los elegidos, no acabaría su sesión musical de los sábados por la tarde noche. Sin embargo, había un LP que indefectiblemente, siempre era “apartado”, y colocado junto a los distinguidos...creo que le gustaba sobremanera, porque sospecho tenía la virtud de hacerle reír y se notaba sobre todo en la cara de felicidad que ponía.
Doce peleas en broma de Juanito Valderrama y Dolores Abril.
No importaba cuantas veces lo escuchara, se partía de risa cada vez que lo hacía. La temática de la canciones hoy sería claramente tildada de sexista y hasta llevada a los tribunales por hacer apología de la violencia de género.
Pero yo crecí escuchando estas canciones, aprendiéndomelas de memoria, casi como el catecismo, y que yo sepa, mis padres me enseñaron que hay que respetar a todo el mundo, y sobre todo, a la mujer. Este era el disco...
Una vez tenía preparados sus discos de Juanito Valderrama, Manolo Caracol, Antoñita Peñuela, Rafael Farina, Manolo Escobar, Antonio Molina, La niña de Antequera...etc, preparar el tocadiscos era motivo de otro ceremonial si cabe más concienzudo y meticuloso.
Tenía un tocadiscos portátil de la marca Philipps de los tiempos en que habíamos estado en Francia y funcionaba con seis pilas de las gordas.
La tapa que actuaba a modo de altavoz, la colocaba del tocadiscos lo más alejada que el cable le pudiera permitir, y lo hacía por si se volcaba, cosa que ocurría con harta frecuencia.
Que yo recuerde, ese sistema de altavoz monoaural sonaba con increíble potencia y claridad.
Una vez comenzaba a escuchar el primer disco, le prendía fuego a su Celtas largos, se preparaba un tercio del Azor que bebía a morro con un platico de almendras torrás y otro de olivas picás que se servía a modo de aperitivo, antes de la cena, y cruzándose de piernas y apoyado en la mesa, iba depositando la ceniza del cigarrillo en un cenicero con la forma de un triángulo y la inscripción "Zinzano" escrita en cada uno de sus laterales y en gruesos caracteres rojos. Cerraba los ojos, y al parecer extasiado, se concentraba en la música.
A mi sobre todo me gustaba que pusiera este disco por una canción "¡Ay, mi perro!" que me fascinaba...en ella se hablaba de que a la pobre mujer que cantaba, le habían matado a su perro, yendo de caza, siguiendo a una cierva entre la verde jara...
De pequeño yo pensaba que en el tocadiscos de mi padre solo se podían poner discos de flamenco, fandanguillos, bulerías y zarzuela.
Imaginaba poner algún disco que no fuera de este género y retorcerse, deformarse y hacerse ilegibles los surcos, como si negándose el aparato a reproducir otra música que no fuera la de su dueño, girara al revés y la misma aguja se descuajaringara.
Para mi sorpresa, un día compré un elepé a precio de saldo de Silver Convention y el tocadiscos lo reprodujo con una calidad exquisita. Mi padre decía que esos eran "discos y cantos de indios", más o menos lo que digo yo ahora de los gustos de mis hijos, pero accedió a compartir su "juguete" conmigo. Sospecho que lo único que le gustaba de mi música era la portada de los discos, pues siempre aparecía alguna atractiva chica luciendo generoso escote y enseñando los muslos.
La verdadera revolución del sonido en mi casa, tuvo lugar con la adquisición de este artefacto...
Mis padres hicieron un supremo esfuerzo económico teniéndolo que pagar a plazos. Por entonces, los caprichos se dejaban en último lugar, en la lista de prioridades de una casa. Se lo había traído una amiga de mi madre del mismísimo Alemania y escuchando este cacharro, no dábamos crédito a nuestros oídos. Este "Grundig" sonaba igual que un equipo de música de los que solían tener en casa, la gente más pudiente. Era increíble como podía sonar este radiocasset con tan solo un altavoz. Tenía unos bajos increíbles y se podían regular los graves y los agudos.
Las cintas sonaban con una calidad y nitidez hasta ese momento, insospechada para mí y lo que mejor hacía era "grabar".
Todos mis amigos se ponían en cola para que les fuera grabando música de la incipiente por entonces radio FM porque el brillo con que registraba las canciones era excepcional.
De hecho, yo siempre presumía de que mi radiocasset pillaba más emisoras de radio que ningún otro de los que conocía.
Las mejores cintas para grabar eran las Basf ferro extra.
Conseguían agudos repletos de matices.
En aquel tiempo, la música ya se estaba convirtiendo no solo en mi principal hobby sino también en obsesión por acaparar.
Obstinación que aún perdura.
Inolvidable aquel proceso de recibir la revista Discoplay (venta de música por catálogo), ajustarme a un siempre limitado presupuesto y de entre todo lo que me gustaba, tener que decidir lo que podía permitirme y lo que no, que siempre suponía un torturante y frustrante dilema.
Recuerdo la irresistible emoción de ver el aviso de correos que el cartero dejaba en mi casa cuando recibía el pedido y una vez recogido, lo eterno que se me hacía el camino de vuelta, abrir ansioso el paquete y descubrir las joyas musicales que casi siempre cumplían todas mis expectativas.
Si algo sonaba realmente bien en ese Grundig eran los Bee Gees.
El día que recibí de Discoplay esta cinta, se puede decir que también cambió mi vida. En esta grabación se congregaba lo más granado y exitoso que hasta el momento habían generado los hermanos Gibb. ¡Y a lo largo de mi vida, muchos fueron los bellos instantes que atesoré, escuchando estas canciones!
Cuando desde los Almeces, volví a la pista principal, me sentí cansado y con más hambre que el perro de un ciego.
Mi Viky estaba peor que yo. El calor reinante de la una de la tarde comenzaba a causar estragos en nuestro ánimo.
Comimos y bebimos para reponer fuerzas, siendo momento de apresurar el paso, buscando el potaje y las estribaciones de la Cuesta Alta, lugar en el que, como recordarán los lectores, había dejado el coche.
La sierra de Ricote es extraordinariamente interesante de franquear.
Sus amplios caminos y sendas permiten andar en grupo, incluso cogidos de la mano. Perfecto lugar para correr y practicar esa disciplina deportiva que llaman Trail.
Esta senda de herradura construida con motivo de un ambicioso proyecto de restauración hidrológico-forestal que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIX, y que abarcaba también a otras sierras de la cuenca del Segura, recuerda en algunos tramos una calzada romana, por lo bien conservada que está. Recorre toda la cabecera del barranco del Ambroz por su orilla izquierda y nos muestra la casi faraónica obra de mampostería que tuvieron que realizar para comunicar diferentes sectores de la sierra y sus correspondientes casas forestales, y así facilitar el tránsito de trabajadores y herramientas.
La Viky, casi arrastrándose por este camino construido en la sierra.
Barranco de Ambroz
Coqueta trinchera en donde mi perrita ya no sabía si iba o venía...
Una vez hemos atravesado el gran cañón de "coloradoricote", hasta el cielo parece otro y esta enorme piedra nos saluda y da la bienvenida.
Preciosa ladera sembrada de verde.
Nosotros seguimos avanzando por la ladera, a través de nuestra bonita senda.
Volviendo la vista atrás.
A lo largo del camino nos encontraremos con alguna que otra sombra para beber agua, reponer fuerzas y seguir disfrutando de los Bee Gees.
En mis tiempos de joven melómano, lo que realmente funcionaba era la cinta de casset. Una buena cinta TDK o BASF te permitía "fusilar" la música de tus amigos y añadirla a tu colección particular. Ahora se habla mucho de que la piratería en Internet va a acabar con la música, pero antes, también se pirateaba todo lo que se podía y más. Bien es cierto que no te permitía copiar un disco de vinilo, pero ya habían equipos que copiaban de disco a cinta de cassette, y estas sonaban maravillosamente bien.
Por entonces, si querías tener el original, había que pasar por el aro, y como las compañías discográficas lo sabían, bien que se aprovechaban, aplicando precios realmente abusivos a sus discos.
Si ahora, muchas de ellas, por efecto de la piratería en Internet, han acabado quebrando, les está muy bien empleado por haberse aprovechado de los sufridos musicoadictos, durante años, más de lo honestamente razonable. Por que el típico coleccionista de música, es casi siempre, más pobre que las ratas. El vivir casi exclusivamente por y para su colección de antiguallas, les aboca casi a la indigencia.
Se les reconoce a la legua por su pálida tez cadavérica, su mirada huidiza, nerviosa, su pando andar que recuerda al de un zumbao y sobre todo, se les identifica rápidamente por unos pabellones auditivos bien desarrollados. El orejón clásico suele ser buen amante de la música. Tengo para mí que se da en este tipo de ejemplares humanos, un darwinismo típico de evolución de la especie con el fin de adaptar el órgano a una mayor capacidad de recepción acústica.
Son capaces de captar matices y tonalidades polifónicas, que resultan inasequibles al común de los mortales.
Debo decir no obstante, que quedo al margen de esta descripción melomaníaca por cuanto, aunque también soy pobre y de pabellones auditivos bien desarrollados, tengo la desgracia de que me gusta Camilo Sesto y en cierta ocasión me dijo uno de estos obsesos coleccionistas de música descatalogada, que nadie que pueda ser considerado un auténtico melómano, puede creer que ese hortera de almibaradas baladas, debe ser tomado por algo "serio" en la música.
Quedaba por tanto desacreditado y desterrado de ese selecto club de iluminados musicoadictos.
Escuchando un millón de veces esta cinta de grandes éxitos, forjé mi pasión por los Bee Gees.
Esta colección ha sido reeditada en infinidad de ocasiones.
Ahora también se la puede encontrar en formato y presentación doble CD.
Una peculiaridad que tenía escuchar el álbum en cinta de casset es que escuchabas toda la cara A como si se tratara de un solo tema. Aún hoy cuando escucho aislada una canción de esta colección, resuena en mi mente la siguiente que iba en el orden. La cuestión era que, aunque no tenía ni repajolera idea de inglés, pues en mis tiempos se estudiaba francés, algunas de las canciones me las aprendí de memoria. Clavé la pronunciación de algunas canciones, hasta incluso mejor que los mismos Bee Gees. Recuerdo aquel año que estuve haciendo la vendimia, en los campos húmedos y fríos del sur de Francia. Para que se me hiciera el trabajo de la vendimia más llevadero, no paraba de "billisear" a cada rato. Pero al capataz francés que estaba de negrero, látigo en mano, procurando que los españoles no se relajaran ni un segundo, no debían gustarle excesivamente mis alardes cantarines porque al comenzar mis himnos billisianos, comenzó a vociferar no se qué exabruptos en franchute y yo, acto seguido después, me cagué en sus muertos, por si acaso...!
Desde entonces, los franceses solo me caen regular.
He comprobado in situ, que solo nos han querido para sacarnos, como decía mi padre, "las infundias".
Debe ser esta una expresión con raíz en el panocho bullero, porque no parece que esté etimológicamente bien fundamentada, pero se entiende muy bien lo que el hombre quería decir.
Además, me ha quedado desde entonces, un trauma juvenil no resuelto. Que un pollino súbdito francés no supiera reconocer mi talento, me tocó mucho los güevos. Si alguien entiende la tirria ergo envidia que le tienen a nuestros insignes Nadal o Contador, y por extensión, a todos los españoles, ese soy yo.
A fuerza de práctica llegó un momento en que bordaba, la para mí, balada más bonita de todos los tiempos "How Deep Is Your Love".
Meses después de la aventura francesa, estaba haciendo la mili y habían tocado retreta. Los militares son muy estrictos para sus cosas y no se podía ni roncar una vez apagaban las luces. Por entonces, entre mis compañeros de eventual "cautiverio" ya me había hecho muy popular entonando canciones de los Bee Gees.
De hecho, algunos me llamaban el Billis.
Aquella noche me había quedado especialmente redonda mi particular versión de How Deep Is Your Love y las trescientas almas de mi compañía comenzaron a festejar el éxito del espectáculo.
De pronto, la atronadora voz de un sargento chusquero con fama de cabrón irredento se dejó escuchar, amenazante.
Se encendieron las luces.
Tenía que salir el autor de esos "alaridos de marica".
De lo contrario, los 300 tendríamos que salir a darle cinco vueltas al patio y nos quedaríamos sin fin de semana.
Ni dios abrió la boca. Mis propincuos compañeros de camareta me instaron a que guardara silencio.
Estaba lloviendo y el suboficial se lo pensó mejor.
—¡Si no sale el autor de semejantes graznidos, mañana pensaré en un castigo mayor, mamones follapavas...!
—¡No quiero escuchar ni una mosca!, ¿entendido...?
Y se apagaron las luces.
A los pocos minutos, alguien me tocó y encendió una linterna de petaca. Era el sargento Gabaldón, quien me decía...¡hola bribón! mañana o cantas la de Massachusetts o te quedas barriendo la compañía todo el fin de semana.
Con pícara sonrisa de dientes amarillos y despidiendo aliento fétido de Ducados, dio media vuelta y se largó por donde había venido.
Me quedé pensando que, después de todo, nuestro sargento, no era tan cabrón como lo pintaban.
En honor a la verdad, la sierra de Ricote no tiene nada especial respecto de otras sierras en las que ya hemos estado.
Sus caminos y sendas están muy cuidados y eso es muy de agradecer pero pienso que, independientemente de lo más o menos espléndido de un paisaje, moverte por y entre la naturaleza ya es de por sí placentero, constituyendo toda una garante promesa de diversión y goce por disfrutar.
Aunque se que la alegría es un estado del alma y no una cualidad de las cosas, no cabe la menor duda que Ricote sorprende porque atesora en su corazón más de lo que desde la lejanía sugiere.
La muerte de Robin coincidió con mi excursión por Ricote, y al estar conectado con la civilización a través de una radio que evocaba su memoria, diéronse cita en mí, miríadas de emotivos recuerdos, que cosecharon un paseo inolvidable.
Desde entonces, cuando diviso desde la lejanía la inconfundible silueta de Ricote, me parece ver también el espíritu de los Bee Gees fundiéndose con su cielo y sus entrañas.
Hice el último descanso, para dar de beber a Viky, mientras el reloj deshojaba sus minutos inexorable hacia las dos de la tarde
y "More Than Woman" comenzaba a sonar.
A mi sobre todo me gustaba que pusiera este disco por una canción "¡Ay, mi perro!" que me fascinaba...en ella se hablaba de que a la pobre mujer que cantaba, le habían matado a su perro, yendo de caza, siguiendo a una cierva entre la verde jara...
De pequeño yo pensaba que en el tocadiscos de mi padre solo se podían poner discos de flamenco, fandanguillos, bulerías y zarzuela.
Imaginaba poner algún disco que no fuera de este género y retorcerse, deformarse y hacerse ilegibles los surcos, como si negándose el aparato a reproducir otra música que no fuera la de su dueño, girara al revés y la misma aguja se descuajaringara.
Para mi sorpresa, un día compré un elepé a precio de saldo de Silver Convention y el tocadiscos lo reprodujo con una calidad exquisita. Mi padre decía que esos eran "discos y cantos de indios", más o menos lo que digo yo ahora de los gustos de mis hijos, pero accedió a compartir su "juguete" conmigo. Sospecho que lo único que le gustaba de mi música era la portada de los discos, pues siempre aparecía alguna atractiva chica luciendo generoso escote y enseñando los muslos.
La verdadera revolución del sonido en mi casa, tuvo lugar con la adquisición de este artefacto...
Mis padres hicieron un supremo esfuerzo económico teniéndolo que pagar a plazos. Por entonces, los caprichos se dejaban en último lugar, en la lista de prioridades de una casa. Se lo había traído una amiga de mi madre del mismísimo Alemania y escuchando este cacharro, no dábamos crédito a nuestros oídos. Este "Grundig" sonaba igual que un equipo de música de los que solían tener en casa, la gente más pudiente. Era increíble como podía sonar este radiocasset con tan solo un altavoz. Tenía unos bajos increíbles y se podían regular los graves y los agudos.
Las cintas sonaban con una calidad y nitidez hasta ese momento, insospechada para mí y lo que mejor hacía era "grabar".
Todos mis amigos se ponían en cola para que les fuera grabando música de la incipiente por entonces radio FM porque el brillo con que registraba las canciones era excepcional.
De hecho, yo siempre presumía de que mi radiocasset pillaba más emisoras de radio que ningún otro de los que conocía.
Las mejores cintas para grabar eran las Basf ferro extra.
Conseguían agudos repletos de matices.
En aquel tiempo, la música ya se estaba convirtiendo no solo en mi principal hobby sino también en obsesión por acaparar.
Obstinación que aún perdura.
Inolvidable aquel proceso de recibir la revista Discoplay (venta de música por catálogo), ajustarme a un siempre limitado presupuesto y de entre todo lo que me gustaba, tener que decidir lo que podía permitirme y lo que no, que siempre suponía un torturante y frustrante dilema.
Recuerdo la irresistible emoción de ver el aviso de correos que el cartero dejaba en mi casa cuando recibía el pedido y una vez recogido, lo eterno que se me hacía el camino de vuelta, abrir ansioso el paquete y descubrir las joyas musicales que casi siempre cumplían todas mis expectativas.
Si algo sonaba realmente bien en ese Grundig eran los Bee Gees.
El día que recibí de Discoplay esta cinta, se puede decir que también cambió mi vida. En esta grabación se congregaba lo más granado y exitoso que hasta el momento habían generado los hermanos Gibb. ¡Y a lo largo de mi vida, muchos fueron los bellos instantes que atesoré, escuchando estas canciones!
Mi Viky estaba peor que yo. El calor reinante de la una de la tarde comenzaba a causar estragos en nuestro ánimo.
Comimos y bebimos para reponer fuerzas, siendo momento de apresurar el paso, buscando el potaje y las estribaciones de la Cuesta Alta, lugar en el que, como recordarán los lectores, había dejado el coche.
La sierra de Ricote es extraordinariamente interesante de franquear.
Sus amplios caminos y sendas permiten andar en grupo, incluso cogidos de la mano. Perfecto lugar para correr y practicar esa disciplina deportiva que llaman Trail.
Esta senda de herradura construida con motivo de un ambicioso proyecto de restauración hidrológico-forestal que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIX, y que abarcaba también a otras sierras de la cuenca del Segura, recuerda en algunos tramos una calzada romana, por lo bien conservada que está. Recorre toda la cabecera del barranco del Ambroz por su orilla izquierda y nos muestra la casi faraónica obra de mampostería que tuvieron que realizar para comunicar diferentes sectores de la sierra y sus correspondientes casas forestales, y así facilitar el tránsito de trabajadores y herramientas.
La Viky, casi arrastrándose por este camino construido en la sierra.
Coqueta trinchera en donde mi perrita ya no sabía si iba o venía...
Una vez hemos atravesado el gran cañón de "coloradoricote", hasta el cielo parece otro y esta enorme piedra nos saluda y da la bienvenida.
Preciosa ladera sembrada de verde.
Volviendo la vista atrás.
A lo largo del camino nos encontraremos con alguna que otra sombra para beber agua, reponer fuerzas y seguir disfrutando de los Bee Gees.
En mis tiempos de joven melómano, lo que realmente funcionaba era la cinta de casset. Una buena cinta TDK o BASF te permitía "fusilar" la música de tus amigos y añadirla a tu colección particular. Ahora se habla mucho de que la piratería en Internet va a acabar con la música, pero antes, también se pirateaba todo lo que se podía y más. Bien es cierto que no te permitía copiar un disco de vinilo, pero ya habían equipos que copiaban de disco a cinta de cassette, y estas sonaban maravillosamente bien.
Por entonces, si querías tener el original, había que pasar por el aro, y como las compañías discográficas lo sabían, bien que se aprovechaban, aplicando precios realmente abusivos a sus discos.
Si ahora, muchas de ellas, por efecto de la piratería en Internet, han acabado quebrando, les está muy bien empleado por haberse aprovechado de los sufridos musicoadictos, durante años, más de lo honestamente razonable. Por que el típico coleccionista de música, es casi siempre, más pobre que las ratas. El vivir casi exclusivamente por y para su colección de antiguallas, les aboca casi a la indigencia.
Se les reconoce a la legua por su pálida tez cadavérica, su mirada huidiza, nerviosa, su pando andar que recuerda al de un zumbao y sobre todo, se les identifica rápidamente por unos pabellones auditivos bien desarrollados. El orejón clásico suele ser buen amante de la música. Tengo para mí que se da en este tipo de ejemplares humanos, un darwinismo típico de evolución de la especie con el fin de adaptar el órgano a una mayor capacidad de recepción acústica.
Son capaces de captar matices y tonalidades polifónicas, que resultan inasequibles al común de los mortales.
Debo decir no obstante, que quedo al margen de esta descripción melomaníaca por cuanto, aunque también soy pobre y de pabellones auditivos bien desarrollados, tengo la desgracia de que me gusta Camilo Sesto y en cierta ocasión me dijo uno de estos obsesos coleccionistas de música descatalogada, que nadie que pueda ser considerado un auténtico melómano, puede creer que ese hortera de almibaradas baladas, debe ser tomado por algo "serio" en la música.
Quedaba por tanto desacreditado y desterrado de ese selecto club de iluminados musicoadictos.
Escuchando un millón de veces esta cinta de grandes éxitos, forjé mi pasión por los Bee Gees.
Esta colección ha sido reeditada en infinidad de ocasiones.
Ahora también se la puede encontrar en formato y presentación doble CD.
Una peculiaridad que tenía escuchar el álbum en cinta de casset es que escuchabas toda la cara A como si se tratara de un solo tema. Aún hoy cuando escucho aislada una canción de esta colección, resuena en mi mente la siguiente que iba en el orden. La cuestión era que, aunque no tenía ni repajolera idea de inglés, pues en mis tiempos se estudiaba francés, algunas de las canciones me las aprendí de memoria. Clavé la pronunciación de algunas canciones, hasta incluso mejor que los mismos Bee Gees. Recuerdo aquel año que estuve haciendo la vendimia, en los campos húmedos y fríos del sur de Francia. Para que se me hiciera el trabajo de la vendimia más llevadero, no paraba de "billisear" a cada rato. Pero al capataz francés que estaba de negrero, látigo en mano, procurando que los españoles no se relajaran ni un segundo, no debían gustarle excesivamente mis alardes cantarines porque al comenzar mis himnos billisianos, comenzó a vociferar no se qué exabruptos en franchute y yo, acto seguido después, me cagué en sus muertos, por si acaso...!
Desde entonces, los franceses solo me caen regular.
He comprobado in situ, que solo nos han querido para sacarnos, como decía mi padre, "las infundias".
Debe ser esta una expresión con raíz en el panocho bullero, porque no parece que esté etimológicamente bien fundamentada, pero se entiende muy bien lo que el hombre quería decir.
Además, me ha quedado desde entonces, un trauma juvenil no resuelto. Que un pollino súbdito francés no supiera reconocer mi talento, me tocó mucho los güevos. Si alguien entiende la tirria ergo envidia que le tienen a nuestros insignes Nadal o Contador, y por extensión, a todos los españoles, ese soy yo.
A fuerza de práctica llegó un momento en que bordaba, la para mí, balada más bonita de todos los tiempos "How Deep Is Your Love".
Meses después de la aventura francesa, estaba haciendo la mili y habían tocado retreta. Los militares son muy estrictos para sus cosas y no se podía ni roncar una vez apagaban las luces. Por entonces, entre mis compañeros de eventual "cautiverio" ya me había hecho muy popular entonando canciones de los Bee Gees.
De hecho, algunos me llamaban el Billis.
Aquella noche me había quedado especialmente redonda mi particular versión de How Deep Is Your Love y las trescientas almas de mi compañía comenzaron a festejar el éxito del espectáculo.
De pronto, la atronadora voz de un sargento chusquero con fama de cabrón irredento se dejó escuchar, amenazante.
Se encendieron las luces.
Tenía que salir el autor de esos "alaridos de marica".
De lo contrario, los 300 tendríamos que salir a darle cinco vueltas al patio y nos quedaríamos sin fin de semana.
Ni dios abrió la boca. Mis propincuos compañeros de camareta me instaron a que guardara silencio.
Estaba lloviendo y el suboficial se lo pensó mejor.
—¡Si no sale el autor de semejantes graznidos, mañana pensaré en un castigo mayor, mamones follapavas...!
—¡No quiero escuchar ni una mosca!, ¿entendido...?
Y se apagaron las luces.
A los pocos minutos, alguien me tocó y encendió una linterna de petaca. Era el sargento Gabaldón, quien me decía...¡hola bribón! mañana o cantas la de Massachusetts o te quedas barriendo la compañía todo el fin de semana.
Con pícara sonrisa de dientes amarillos y despidiendo aliento fétido de Ducados, dio media vuelta y se largó por donde había venido.
Me quedé pensando que, después de todo, nuestro sargento, no era tan cabrón como lo pintaban.
En honor a la verdad, la sierra de Ricote no tiene nada especial respecto de otras sierras en las que ya hemos estado.
Sus caminos y sendas están muy cuidados y eso es muy de agradecer pero pienso que, independientemente de lo más o menos espléndido de un paisaje, moverte por y entre la naturaleza ya es de por sí placentero, constituyendo toda una garante promesa de diversión y goce por disfrutar.
Aunque se que la alegría es un estado del alma y no una cualidad de las cosas, no cabe la menor duda que Ricote sorprende porque atesora en su corazón más de lo que desde la lejanía sugiere.
La muerte de Robin coincidió con mi excursión por Ricote, y al estar conectado con la civilización a través de una radio que evocaba su memoria, diéronse cita en mí, miríadas de emotivos recuerdos, que cosecharon un paseo inolvidable.
Desde entonces, cuando diviso desde la lejanía la inconfundible silueta de Ricote, me parece ver también el espíritu de los Bee Gees fundiéndose con su cielo y sus entrañas.
Hice el último descanso, para dar de beber a Viky, mientras el reloj deshojaba sus minutos inexorable hacia las dos de la tarde
y "More Than Woman" comenzaba a sonar.
Apoyé mi espalda en el cuerpo caliente de un pino, y sentí en el riego subcutáneo de su savia portar diluido en su substancia, un poso concentrado de felicidad.
Me empapó un frenético deseo de vivir mil años, aferrado a este día, a este minuto, a este instante...mientras, los Bee Gees seguían susurrando, deliciosas melodías, en la sierra de Ricote.
¡HASTA LA PRÓXIMA AMIGOS!
tengo esa misma pasion por los beegees
ResponderEliminarPues entonces, ya somos amigosss...siempre serán únicos e inigualables.
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