10 febrero 2020

POR LOS MONTES DE VENTA LA REJA. CERRO RODERO IX

Con esta nueva entrada dedicada al cerro Rodero, llevamos propósito de finiquitar la serie de excursiones que han transcurrido por cuatro de los montes más prominentes, aledaños a Venta la Reja, una idea que surgió a raíz de los frecuentes viajes que realizo por la carretera autovía que llaman del noroeste y que atraviesa de este a oeste esta bonita comarca murciana. Sin embargo, a estas alturas de partido, todo el mundo sabe que mi intención real es la de comentar algunas de las jugadas más interesantes que me fui encontrando durante la lectura de una obra literaria de ensayo, que habla sobre la vejez y ese último tránsito que supone la muerte. Dicho así, sin anestesia y como quien dice, a bocajarro, puede sonar algo brusca la cosa, poco delicada por así decir, pero vamos, para qué nos vamos a engañar, o andar con sutilezas y melindres, con eufemismos y remilgos si es una realidad, una verdad que, tarde o temprano nos tendrá que llegar a todos. Pero consciente soy, que abordar estos temas desde un blog de presunto corte senderista, es que no pega ni con cola, pero a ver, ¿qué le puede impedir al que suscribe, utilizar esta bitácora para tratar aquellas materias y asuntos que a modo de revoltijo, a mí me salgan del pijo...?, como si se me ocurre especular acerca del porqué las mariposas no rebuznan o sobre el sexo que tienen los ángeles, y a mí qué...?, son las ventajas de recibir una media de dos o tres visitantes por día y por consiguiente, carecer de expectativas y por ende, pretensiones de agradar a la galería. Por lo tanto, y me dirijo a ti, tal vez, mi único, inteligente e incondicional visitante (¿acaso lector?), sigamos indagando acerca de la delicada materia que nos propone nuestro escritor de cabecera, Aurelio Arteta, y a los demás, que se la pique un grillo griposo y si así lo prefieren, ¡tomen viento fresco y se  vayan a un blog más meloso...!
Aunque en principio llevaba idea de abordar el Rodero desde su cara norte, en las mismas puertas de la casa del Arrebolado, le eché un vistazo al mapa antes de salir de casa y me di cuenta que la excursión iba ser de chichinabo, así que, decidí abordarla por el oeste, aumentando la distancia al vértice geodésico desde la casa que llaman del Milano. De este modo, entre ida y vuelta, alargaría la excursión en unos cuantos kilómetros. Que por lo menos, alcanzar la cima del cerro Rodero, me hiciera sudar, aunque solo fuera un poquito, la camiseta.
Yo cuando voy solo al monte, (que es la mayoría de las veces) si fuera un tío listo y previsor, iría provisto de libreta y lápiz, a la antigua usanza, porque se diría que la naturaleza me inspira. Mientras voy caminando o ascendiendo un duro y elevado cerro, sudando y exprimiéndome hasta perder el resuello, se me van ocurriendo ideas que voy plasmando sobre un cuaderno imaginario que, cuando tiempo después, pretendo rescatar, han quedado desvanecidas por una inoportuna y caprichosa amnesia. A veces, me he propuesto dejar capturada la reflexión en la grabadora del móvil, pero esa interrupción forzada, se diría que deliberada, afecta también a la mental, corta de cuajo el estro y cuando intento convocarla, lo único que consigo es mearme fuera del tiesto. 
En este caso concreto lo tenemos muy cómodo porque el sombrío asunto que estamos abordando, el hilo conductor por así decir, se lo atribuimos al señor Arteta y nosotros, como Poncio Pilatos, nos lavamos las manos. Nos presentamos como meros recaderos del mensaje y a mí que me registren. Reconozco que estas divagaciones se presentan sin mucho orden ni concierto, bien es cierto; planteadas a salto de mata, según van surgiendo, pero es que se requiere un esfuerzo ímprobo para pescarlas mientras se va descendiendo hacia el hondón de uno, ése que asoma en muy contadas ocasiones; ese que requiere la osadía de perforar una tras otra las capas de ingenuidad; la costra de sobadas opiniones comunes que nos impone la mayoría; el atrevimiento de dejar atrás mucho de lo mal aprendido, de caminar sin miedo hacia las más oscuras incógnitas o al horror que pueda despertar lo que en ese desnudamiento pueda quedar al descubierto.
¡Ahhh, esa cabrona que llaman la parca!, nuestro amigo, como ya apuntaba por ahí detrás, plasma sus reflexiones cuando le contemplan 65 abriles, quiere decirse que se ve y siente a medio paso de esa figura que llaman la tercera edad, es decir, la vejez, y que por tanto, por lógica cronológica, la idea de la muerte y de lo que ella se desprende la presiente siempre presente. Describe además una sensación con la que me solidarizo e identifico con él dado que yo también la sobrellevo como puedo y consiste en ese desfase que se produce entre la imagen física que nos devuelve el ingrato y desafecto espejo en relación con la edad mental que en realidad sentimos y creemos tener. Por otro lado, nuestro catedrático profesor no tiene más remedio que resignarse a que sus alumnos lo vean ya como un carcamal, pues no en vano, hay una diferencia entre ellos de 40 años, una distancia generacional insalvable. Dice Aurelio Arteta, que ejerce como profesor de una universidad: cuando a los chicos con quienes tratas les pasas cuarenta años o más, ¿qué puede esperarse de la relación con ellos? ¿Cómo van a entenderte, cómo van siquiera a acercarse a ti, cómo van a ponerse en tu pellejo? Y, sin embargo, eso es lo que más y más francamente hay que decirles: que ayer mismo uno tenía su edad, que no ha pasado tanto tiempo (aunque esto les dé risa), que deseamos advertirles de lo que les puede pasar, que no es preciso cometer los mismos errores que uno ha cometido. Pero suele ser en vano. Insistes en que, créanlo o no, apenas nos separan nuestras edades respectivas. Que el joven y el viejo son esencialmente la misma persona, que así me siento yo (viejo y joven al mismo tiempo) más allá de las demás diferencias y que eso me otorga algún derecho a prevenirles. Les recalco que escuchen con atención, porque yo también viví aproximadamente lo que me cuentan y puedo avisarles de lo que les viene encima. Que no se piensen que las cosas pasan en balde, que no siempre hay tiempo para cambiar o aprender o gozar, que la vida es limitada... No debo de explicarme bien, porque apenas dan muestras de comprenderlo. 
La torre que se observa en el centro de la imagen pertenece a la iglesia Nuestra Señora del Rosario, de Bullas.
Pero por desgracia se muere a cualquier edad. Nadie estamos libres en forma inopinada de tropezarnos con la muerte. Esa hija de puta no tiene preferencias y le importa un pimiento lo vivido, si mucho o poco o hayas logrado llegar a la mediana edad; se la suda que la gente sea guapa o fea, lista o tonta, gran pensador, investigador o un zoquete integral, pobre o rica, tenga proyectos y grandes sueños por cumplir o todo lo contrario, sea un tipo indolente, preso del aburrimiento, cuya triste y anodina existencia pasa sin pena ni gloria y de este modo llega o pasa de los cien. Por otra parte, constato con frecuencia que existen personas con tendencias auto destructivas que se atiborran de estupefacientes y otros elementos tóxicos para el organismo, que nunca hacen nada por cuidarse y sin embargo, aguantan cual resistentes zombis, los embates que una y otra vez ellos mismos se infligen, poniendo en grave peligro, su parásita y desperdiciada vida. Parece que les importa un pedo de violinista, vivir o morir y siguen en sus trece de flagelarse y auto destruirse a todo trapo, mientras el generoso estado, corre con todos los gastos. Otras personas sin embargo, algunas de ellas imbuidas de ese nuevo estilo de vida alimentario que llaman veganismo, procuran cuidarse al máximo, dividiendo las comidas en seis o siete diarias, repasando en el súper, antes de la compra, todas las etiquetas de los productos que consumen, verificando si contienen algún componente animal o sustancia de claro signo cancerígeno; comen pan integral, optando por alimentos bio, eco o sin, pendientes siempre del horario para la toma, ¡ay la virgen, hasta el delirio, qué coñazo!, pero les sale un bulto y a las primeras de cambio, van al capazo. Esto no hay quien demonios lo entienda. No hay lógica alguna en el destino del ser humano. Hay tantas zonas de oscuridad en la vida de los hombres, que ésta parece no estar sujeta a regularidad alguna, a ninguna lógica. Pero tal percepción se debe, seguramente, a que nuestro ser moral demanda siempre que el mundo sea justo, que la vida de cada cual se lleve lo que merezca, que triunfen los buenos y se hundan los malos. Pero casi nunca sucede así y ésta es una de las lecciones más amargas de la existencia humana. Aunque la damos por supuesta y nos jactamos de haberla experimentado de sobra, la olvidamos a cada rato y entonces renace la esperanza de que por fin haya perdido su vigencia. El mundo del hombre no es justo, sino azaroso. Por tanto nuestra compañera inseparable cada minuto de vida es la inseguridad, la incertidumbre y el miedo a la desgracia.
En el fondo no pasa nada que no sea previsible o no hayamos aprendido de una vez por todas. No existe un mundo justo ni un ser todo poderoso que premie a los buenos y castigue a los malos y cada instante no deja de probarlo. No hay un Dios que nos cuide. Esa es la pura verdad. Ya he perdido la cuenta de las veces que he presenciado las consecuencias de un accidente en el que resultaba más perjudicado cuando no muerto, el inocente, el que iba por su lado, el responsable y educado, respetuoso con las normas en contraposición con el otro que conducía despistado, mientras utilizaba el móvil, bebido o drogado, saltándose de manera irresponsable todos los más elementales preceptos de tráfico y sin embargo, después de haber provocado el suceso, resultaba ileso. Doy por seguro que sólo los que ya vamos teniendo unos años, reparamos lo bastante en la determinante presencia de la suerte en los asuntos humanos, porque hemos tenido más tiempo para tropezarnos con ella y desengañarnos de nuestro presunto libre albedrío. El valor de una vida humana no es ajeno al peso que en ella asignemos a la suerte, favorable o contraria, a la buena o mala fortuna. Es así de simple. Paradójicamente, sin embargo, hay un sentido al menos en que la contingencia, en lugar de disminuir ese valor, lo engrandece pues al margen de la auténtica valía que pueda tener el ser individual, la azarosa amenaza que siempre pende sobre su cabeza eleva en gran medida su precio.
La suerte, esto es, el azar, para fortuna o desgracia constituye siempre un elemento concurrente en los avatares humanos. Relataré dos hechos, uno en sentido positivo del cual yo mismo fui su protagonista y otro en la vertiente más negativa, que por desgracia, años ha, aconteció a un chico de Cehegín. Hace mucho tiempo, durante el desempeño de mi trabajo, íbamos patrullando la carretera de Lorca y a la salida de una curva, observamos que un camión tráiler, invadía la izquierda y se nos echaba encima. Como si se tratara de un enorme ofidio, serpenteaba y se abalanzaba contra nosotros, o por mejor decir, sobre mí, puesto que el compañero que circulaba detrás, lograba frenar y evitar así que le pasara tan de cerca como lo hacía conmigo. Si le hace la "tijera" estamos perdidos, pensé. Fueron segundos que me parecieron horas. A la velocidad que ambos en sentido contrapuesto llevábamos, había que sumarle un terraplén a mi derecha y ningún espacio para la fuga. Repasemos la escena. El camión llega a pisar incluso el arcén del lado contrario, al que mi moto de forma instintiva, ya se había desplazado. A punto estuve, en mi desesperado intento por evitar la colisión, de lanzarme hacia el barranco…veía pasar a mi izquierda, interminable, inacabable, como los vagones de un tren, la infinita masa longitudinal del camión, hasta que por fin, pasó de largo, me deslumbró la luz y la fuerte corriente de aire que iba generando, a punto estuvo de hacerme salir despedido in extremis hacia la rambla. Cuando pude dominar la montura metálica, vi por el espejo retrovisor que el camionero hacía lo propio con su vehículo, recuperando el control y reincorporándose a la derecha de la calzada. Menos mal que salvo nosotros, nadie más circulaba en ese momento en sentido contrario. Nos escapamos por los pelos. Lo que aconteció después, poco importa para el propósito de este relato, aunque con toda la displicencia del mundo, me decía el conductor que se le había introducido una abeja en el habitáculo y que al tratar de ahuyentarla, se había despistado un poco pero que no había sido la cosa para tanto…cagalera y temblor de manos y piernas se adueñaron de mí durante bastante rato, de hecho, aún cuando lo recuerdo noto mariposas en el estómago y aflojárseme de tal manera el intestino que más tarde suelo evacuar blando, porque puedo asegurar que una cosa es contarlo y otra muy distinta experimentarlo; ¡ay la virgen, que por nadie pase! Si sales airoso de una situación así, la expresión "volver a nacer" lo refleja a las mil maravillas. Es la suerte y no otra cosa la que preside y decide nuestro destino. No era el día de mi remate, y eso era todo. Me he visto en situaciones comprometidas otras veces, pero nunca, ni antes ni después, tan cerca de mi final como aquel día. A continuación veremos la otra cara de la moneda; el hado amargo del infortunio.  
Lo que ahora voy a relatar, lo más sintético posible, para no resultar pesado en demasía, ocurrió hace ya muchos años, cuando aún no habían construido la autovía y por tanto, se podía afirmar, que la carretera entre Murcia y Caravaca, la denominada comarcal 415, era todavía un camino de carros y carretas. Como es previsible pensar, habida cuenta mi profesión durante 27 años en la especialidad de tráfico, he estado en muchos accidentes donde perdieron la vida personas, tantas que ya he perdido la cuenta, pero conservo en especial, dos o tres episodios, de luctuoso recuerdo, que por las propias circunstancias que rodearon al suceso, nunca, por más tiempo que transcurra, llegaré a olvidar.
La historia podríamos titularla como: Lunes negro.
Era media tarde cuando la central nos avisaba de que a la altura del kilómetro cuatro de la C-415, (un poquito antes del restaurante El Pedrusco), en dirección Caravaca, se había producido un accidente grave. No recuerdo donde nos hallábamos en ese preciso instante, pero con la máxima premura, allá que nos dirigimos. En efecto, cuando llegamos al lugar nos encontramos una salida de vía por el margen derecho, y todo indicaba que su conductor y único ocupante, había resultado muerto (aunque siempre hay que darse un garbeo por los alrededores, por si algún otro ocupante hubiera resultado despedido). Informamos de lo acontecido a la central y se pone en marcha el protocolo para accidentes con fallecido. Al recabar datos e inspeccionar la documentación que portaba el cadáver, descubrí con pesar que conocía al finado. Era un hombre de Caravaca, que regentaba un almacén de tejidos, ubicado en un polígono de Cehegín. Comercio que me había provisto en más de una ocasión, de género para hacerme unos pantalones de motorista. Por ello, conocía también a su hija, que a la sazón se encargaba de la oficina.
Los dos carriles de la carretera permanecían expeditos puesto que el turismo había quedado fuera de la calzada. Ya había anochecido y mientras esperábamos la llegada del equipo de atestados y la resolución judicial, esto es, si hacía acto de presencia el juez o este delegaba en sus subordinados para levantar el cadáver, se detuvo en el arcén un turismo conducido por un chico joven, que manifestaba ser médico, por si era necesaria su intervención. Le informé de lo acontecido, que dadas las circunstancias, no necesitábamos nada y agradeciéndole su ofrecimiento, este reanudó su viaje.
Transcurrió algún tiempo y cuando por fin se evacuó el cadáver y quedaba despejada la zona, nosotros, a bordo de nuestras máquinas de dos ruedas, nos fuimos acercando a la base, sita en Caravaca, pues se acercaba la hora de la finalización del servicio.
A la altura del kilómetro 53, de la misma antigua carretera ya mencionada, tres o cuatro kilómetros antes de llegar a Cehegín, nos tropezamos con un nuevo y fatal accidente, este mucho más aparatoso que el anterior. Acababa de suceder y consistía en el vuelco de un camión de tres ejes, cargado de cereal, que había quedado tumbado, descansando su lateral sobre el carril derecho de la calzada, en dirección Caravaca. Nos entrevistamos con el conductor del camión y al verle la cara me temí lo peor…entre lágrimas y en evidente estado de shock, nos decía que había quedado un coche debajo. ¡Ya era mala suerte, caray...!
Rápidamente, cogí la linterna y me arrastré, reptando, buscando cualquier intersticio, un hueco por entre el camión donde poder atisbar las consecuencias de aquel fatídico y letal aplastamiento. No se veía nada si no, a malas penas, un amasijo de hierros mezclado con granos de cereal por doquier.
La curva del puente de Burete era famosa pues no era la primera vez que se producía un accidente en este punto negro ya que describía un ángulo de 90º y si en dirección Murcia, se tomaba a excesiva velocidad, lo más normal era que te fueras contra el muro del lado contrario.
Lo que le sucedió al transportista fue esto precisamente. Iba muy cargado y al tomar la curva a una velocidad excesiva, la fuerza centrífuga hizo que se le desplazara la carga y esta arrastrara y provocara el consiguiente vuelco.
Ya se puede imaginar el lector, la situación…un coche aplastado, cubierto por toneladas de hierro y grano, sin poder conocer qué se podía encontrar bajo aquella amalgama que en última instancia, había resultado mortífera.
Fue avanzando la fría noche, (pues creo recordar que estábamos en invierno) y dos grandes grúas de los Pañeros tuvieron que acudir para iniciar las labores de levantamiento y rescate de los vehículos implicados.
Al quedar uno de los carriles libres, pudimos ir dando paso alternativo hasta el momento en que se posicionaran las grúas para el rescate, y recuerdo que en esas aparecía un coche que pese a darle paso, se detenía a mi altura. De él se bajaban dos personas. Una chica, reconocí, hija del fallecido del primer accidente y su marido. Al parecer, ella aún no sabía nada. Conocía que su padre había sufrido un accidente, que se encontraba en el hospital pero sin saber a ciencia cierta la gravedad de sus heridas. Y en esas circunstancias, hacia Murcia se dirigía el matrimonio. El marido por el contrario, conocía toda la verdad, pero para evitar males mayores durante el viaje, arrebatos, síncopes, raptos o ataques de cualquier naturaleza, había decidido esperar a comunicarle la noticia a su esposa, cuando se encontraran más cerca de Murcia.
Ella, desde el asiento del acompañante se apea del coche, me reconoce, se dirige hacia mí y en tono perentorio me suplica que le diga la verdad…supongo que ya se barruntaba lo peor.
El agente respira hondo, hace de tripas corazón y le confirma que su padre ha resultado muerto en el accidente.
—Lo siento, le digo y la abrazo fuerte…la noto desmoronarse, desmadejarse como un trapo entre mis brazos; rompe en sollozos y su marido, mientras me coge el relevo y la sostiene, intenta consolarla con expresiones de cariño, conduciéndola de nuevo hasta el coche. Al volver hacia la posición del conductor, me da las gracias y exclama: ¡no sabes el peso que me has quitado de encima…! asiento pues comprendía su situación y le requiero que se ponga en marcha cuanto antes, que tenemos vehículos detrás esperando.
Hacia la media noche, llegaron de Murcia compañeros para relevarnos y nos fuimos a casa sin saber de la persona o personas que habían resultado muertas en aquel desafortunado accidente.
Al día siguiente (que volvíamos a repetir, aunque comenzábamos dos horas más tarde de la habitual, para compensar) me enteré de algunos detalles y pude descubrir “aliviado” que en el desafortunado vehículo, solo viajaba una persona, su desgraciado conductor.
No creía conocerlo así que, opté por no involucrarme más allá de lo estrictamente profesional. No obstante, llegué a enterarme que se trataba de un médico joven que estaba a punto de casarse. En un pueblo pequeño, todas estas noticias de marcado perfil trágico, trascienden a la mayor parte de la población, con suma facilidad y difusión.
Se trató de verdadera mala suerte. Volcar y tan a punto, en ese momento, cruzarse con el coche. Unos segundos, antes o después, y nada de aquello se hubiera producido.
Pero ahora es cuando llega el quid de la cuestión. El busilis de lo que ha dado pie a relatar este triste episodio, esto es, la presencia de la buena o mala fortuna en los siempre caprichosos avatares humanos.
Años después, y digo bien, años, coincidí en un acontecimiento social (boda) con una persona que al enterarse de mi profesión me preguntaba si recordaba y había actuado en un accidente que años antes le había costado la vida a uno de sus mejores amigos. 
Le pedí más detalles y al ofrecérmelos...claro que lo recordaba, ¡cómo no me iba a acordar de aquel terrible y nefasto accidente de tan trágicas consecuencias para el conductor del turismo…?

Y sin tener culpa alguna, lo que siempre aumenta el sentimiento de impotencia, injusticia, vulnerabilidad e incomprensión…

Fue cuando me dijo que venía de Murcia con su Clio, que de pronto, se produjo en mí un chispazo de lucidez, de intelección…de repente, como en un destello, entendía que había quedado una pieza del puzzle sin colocar y que ahora encajaba en su lugar y se completaba el cuadro de un episodio que hasta entonces, sin haber sido consciente de ello, había permanecido inconcluso.
Aquel chico que en el primer accidente, había ofrecido altruistamente sus servicios como médico, y que yo, agradecidamente rehusaba, era el fallecido del segundo accidente. Cuando se detuvo para ofrecer su ayuda, ni él ni yo podíamos saber que se encaminaba directamente hacia su muerte. ¡Sobrecogedor!

Si no se hubiera parado, ¿habría pasado por el puente quizá, unos minutos antes de que se cruzara en tan fatídico instante con el camión, pudiendo haber evitado así un encuentro tan funesto?
No puedo acordarme de los detalles, pero prefiero pensar que transcurrió demasiado tiempo entre el momento en que “se cruzó conmigo” y el instante en que se produjo el accidente. Ello quiere decir, que tuvo que haberse parado, desviado hacia algún lugar en el transcurso de su viaje porque tuvo tiempo más que suficiente para haber llegado mucho antes a Cehegín. Me estremece pensar que tal vez fui yo la última persona que vio antes de morir.
Inmerso, casi mareado, ensimismado, sumido en todas estas conjeturas, me sentí conmocionado, fuertes emociones que se trasladaron a mi rostro.
Mi interlocutor debió advertirlas y de manera discreta y empática esperó a que me rehiciera de la turbación y torbellino de mis pensamientos.
Me costaba aceptar y entender que no me hubiera dado cuenta mucho antes de aquel relevante detalle. ¿¡Cómo no supe relacionar que aquella persona que se ofrecía a ayudar, era la misma que un poco más tarde perdería la vida en aquel accidente tan desafortunado...!?  
En cada desgracia de cualquier naturaleza, tragedia aérea, atentado o situación dramática en la que por azar, una persona pierde la vida, no tarda en surgir el "qué hubiera pasado si…”. Se trata de pura entelequia que no nos conduce a nada. El libre albedrío, por decirlo de alguna manera, es parecido al permiso para decorar una casa. Uno puede decorar la casa, pero la casa es de Dios. Este es el tamaño de la libertad del hombre, el hombre es como un inquilino de su propia vida ya que, amén de otros condicionantes, tiene fijado su punto y final como así se lo haya dictado el destino que cada cual ya tiene escrito. El libre albedrío es una pamema y en todo caso, de una manera o de otra, por si sirve de consuelo, la suerte, sea buena o mala, siempre tiene la culpa.
No me gusta esa tendencia que prima ahora respecto a la cremación del difunto. Arteta también la aborda y me agrada lo que sobre este particular opina. No comparto la idea de esparcir las cenizas en un lugar específico. Ahora se terminan quemando muchos cadáveres y las razones me las barrunto. De parte de los familiares, quizá, lo insoportable de imaginar la lenta descomposición del cadáver mientras se lo comen los gusanos y el propósito de acabar cuanto antes con la pesadilla. Por eso, reduzcamos enseguida a la nada al muerto, que nada de él sobreviva: a lo sumo, un montón de polvo, algo que no podamos identificar con su persona. Eso es lo que se quiere conseguir a toda costa y con ello tal vez evitar que en los restos de los otros veamos también los nuestros futuros.
No he podido menos que encajar aquí este párrafo de uno de mis novelistas contemporáneos preferidos a propósito de la incineración: "De hecho, al pensarlo cayó en la cuenta de que desaprobaba completamente la tendencia modesta, moderna, consistente en ser incinerado y que dispersaran tus cenizas en plena naturaleza, como para mostrar mejor que regresabas a su seno, que te mezclabas de nuevo con los elementos (...). El hombre no formaba parte de la naturaleza, se había elevado por encima de ella (...), eso era lo que pensaba en el fondo de sí mismo. Y cuanto más reflexionaba sobre ello tanto más le parecía impío, aunque no creyera en Dios, tanto más le parecía en cierto modo antropológicamente impío dispersar las cenizas de un ser humano sobre los prados, los ríos o el mar (...). Un ser humano era una conciencia, una conciencia única, individual e irremplazable, y merecía por ello un monumento, una estela, al menos una inscripción, en suma, algo que afirmara y trasladase a los siglos futuros el testimonio de su existencia..." (M. Houellebecq).
Cuando opto por la bicicleta, como alternativa al senderismo, casi siempre tomo la vía verde en dirección Bullas en vez de coger para Caravaca, porque la patria chica tira. Algunas veces, como me pilla de paso, me acerco al cementerio y hablo un rato con mis padres. Los restos de mis padres...(casi no se dejan escribir estas palabras). ¿Qué queda de ambos, además de sus huesos? Tan sólo lo que nos acordamos de ellos, y también, y sobre todo, buena parte de lo que somos: carácter, inclinaciones, defectos y virtudes.
Ser cadáver entraña más realidad que ser puro polvo, ser bastante más que no ser en absoluto. ¿Vale entonces repetir la cantinela de que "no somos nada"? No, porque la muerte no reduce a cero la vida humana. El mero haber sido representa un foso insalvable frente al no ser jamás o el dejar de ser; y mucho más todavía cuando esa vida ha rebosado de experiencias excelentes. Para que la muerte nos resulte tan cruel, eso sí, tenemos que suponer que la vida nos es preciosa; lo uno va con lo otro, lo patético con lo precioso.
No, eso son hoy mis padres, lo que queda de ellos, y eso hay que honrarlo. Es muy poco comparado con lo que fueron, les falta lo primordial que les infundía vida y en particular su vida humana. Pero eso también lo fueron. Eso les permitió comer y caminar, gracias a esos huesos me sostuvieron en sus brazos, a través de esas cuencas me sonrieron. No puedo decir que eso sea nada. Algo queda, no todo ha desaparecido, no todo se ha perdido o esfumado. Queda (al menos durante un tiempo) una cierta forma humana, que sólo en la cremación se borra al instante y por completo. Por poco materialista que uno sea, ¿no habré de tomar en serio esta materia tan cercana como que es la mía? Ser cadáver entraña más realidad que ser puro polvo, ser bastante más que no ser en absoluto.
A veces, cuando contemplo cariacontecido, el desecho humano en que se ha convertido una persona que todavía no ha llegado a los treinta años, desahuciado por causa de la droga, el alcohol y todo tipo de vicios, me hace pensar, indefectiblemente en sus padres. 
Por otra parte, este pasado verano, perdió la vida en accidente de tráfico uno de los mejores amigos de mi hijo. Andaba con frecuencia por casa. Aún le quedaban unos meses para cumplir 18 años y era hijo único. Cuando desperté aquella madrugada y consulté la hora, aún no habían dado las tres. Mi hijo menor lloraba sin consuelo y al instante comprendí la situación, su amigo había muerto. Permaneció desahogando su dolor, sin interrupción, más de hora y media. Había recibido la nefasta noticia desde la mañana del día anterior en que se había producido el fatal accidente y permanecía en vela, en una tensa y angustiada espera, implorando el milagro, pero por desgracia, alguien le llamaba para confirmarle los peores augurios. Han pasado los meses y aún pienso en esos desdichados padres que conozco por haber compartido con ellos, en otros tiempos felices, la mutua práctica deportiva de nuestros hijos, el fútbol. Están sufriendo una de las mayores tragedias que pueden existir: la de esos padres que han visto a su hijo morir o en el otro caso, degradarse hasta extremos irrecuperables por la droga u otros artefactos del horror. Me viene enseguida a la cabeza la banalidad del tópico "pero la vida continúa". Resulta más que probable que la vida de estos progenitores ya no siga adelante, sino que se detenga definitivamente en aquel recodo trágico; o al menos no proseguirá de la misma manera, sino como una especie de infravida, un doliente vagar de quien, muerto en vida, ya no puede permitirse una sonrisa o la menor esperanza.
Ya divisamos el tubo del vértice geodésico
Mirando hacia la muela de Codoñas
La muela de Don Evaristo, bien visible y en toda su extensión desde este privilegiado mirador
La sierra de Ricote
El Puente de la Luz, desde otro encuadre
A mí me gusta el pensamiento de Aurelio Arteta porque es un filósofo al que se le entiende, al contrario de lo que les sucede a otros, que no hay dios quien les discierna. No siempre y en todo estoy de acuerdo con él, porque de vez en cuando le aflora una vena y tendencia demasiado marxista, pero en esencia, me convence y creo saber descifrar los argumentos que maneja. En mi indocto ejercicio de tratarlos aquí, manejarlos, pensarlos, etc, obtengo sin proponérmelo, una fórmula de asimilación más completa y precisa que si me hubiera limitado a leer el libro, para olvidarme de él al poco tiempo, como de tantos otros.
¿Y tratar de vivir hasta el último instante como si en realidad nunca fuéramos a morir? Me figuro sencillamente que no nos será posible tal auto engañifa pues la conciencia de nuestra finitud se nos colará por todas las rendijas del alma. En último término, parece que no cabe solución más idónea que la de alegrarse (o reducir en lo posible el malestar) por estar viviendo, por haber disfrutado de este inusitado privilegio frente a tantos seres futuribles que se quedaron y nunca fueron. Desarrollando un poquito más este pensamiento que, aunque contundente, puede venirnos en auxilio en los momentos más amargos de nuestra existencia, afirmaremos que siempre será mejor ser que no ser, vivir como hombre y entre los hombres que haberse quedado en el limbo de lo que sólo pudo ser pero no fue. Que, pase lo que pase, cualquier desventura siempre será menor frente al triunfo de haber llegado a ser humano, dotado de conciencia y por eso de dignidad, capaz de gozar con lo bello y de pensar lo infinito.
La ventaja del ser temporal frente al eterno no ser parece algo fehaciente, sea cual fuere el alivio o el disgusto coyuntural que esto nos traiga. La nada de antes y la de después. Los pocos años que voy a ser y los millones de siglos que no he sido ni seré no admiten proporción ni simetría entre sí. Por eso no vale el argumento de que, igual que antes de nacer no éramos nada, también después de morir volveremos a la nada. Y es que en el estado prevital falta el sujeto y no cabe por tanto idea ni añoranza alguna de vida, pero en el estado premortal sabemos ya qué es vivir y prevemos su pérdida con insufrible pesar y la muerte como la violencia más injusta. Son estados inconmensurables y el argumento que los compara resulta falsamente consolador por capcioso.
Ser actual o ser potencial. Supongo que a una ya muy avanzada edad, quien más quien menos ha atravesado períodos en que no sólo le es indiferente vivir o no vivir, sino que prefiere estar muerto que seguir vivo. Pero sabemos también que cualquier mínima sensación de bienestar o de crecimiento personal, cualquier expectativa de sorpresa agradable, basta para corroborar una vez más lo evidente: que un instante de ser hombre vale más que toda la eternidad de no ser nada. 
La muerte siempre nos habrá de resultar injusta, por no parecernos propia ni merecida de la supuesta inherente grandiosidad del hombre. Pero lo que sucede es que no nos hacemos cargo de lo pequeños que en realidad somos; describirnos exigiría un depósito repleto de adjetivos para calificar lo minúsculo. Nuestro planeta es un punto casi invisible en un universo inconmensurable, perdido en un espacio que nos desborda en millones de años-luz. Nuestro exiguo lugar en el mundo pasa inadvertido en todas las demás partes del planeta. A la inmensa mayoría nuestras capacidades les parecerán (y son) una menudencia, lo mismo que nuestros proyectos y aspiraciones.
Nuestras alegrías resultan tan ridículas como nuestras penas. Así habría que seguir esta enumeración hasta lo cansino, porque es la manera exacta de dar a entender la poquedad de que nos jactamos, lo ínfimo de nuestras dimensiones. Pero, una vez constatado que cuanto hagamos y nos hagan no ocupa más que un rápido parpadeo en la vida de la Humanidad, que a su vez no significa ni siquiera eso en la inmensidad del universo y en el transcurso del tiempo..., proclamaremos que nuestra incomparable diferencia estriba en estar dotados de dignidad. O sea, de conciencia y libertad. Así pues, ¿cómo no vamos a desear que exista algo o alguien que nos esté esperando? Somos los únicos pigmeos que se creen gigantes, los únicos.
Una obviedad, si yo pienso, escribo esto, hago lo otro y espero lo de más allá..., se debe a que estoy siendo. Todo, bueno y malo, se me da a partir de y mediante mi existencia; todo se me quita si se me priva de ella. Hemos de vivir, pues, como si fuéramos inmortales, pero a sabiendas de que no lo somos. Es más; sólo podemos proponernos semejante lema de conducta desde la certeza de que se trata de un ejercicio de osadía y para hacer más llevadera nuestra pesadumbre de seres perecederos. Es una desmesurada avidez de eternidad contra nuestra insuperable conciencia de fugacidad. Y esta certeza nos seguirá recordando sin cesar que debemos vivir al mismo tiempo como seres que vamos a morir. Sin ese apoyo indubitable, ¿por qué la compasión, la solidaridad y otras virtudes?; ¿por qué la urgencia de gozar y actuar?; ¿de dónde brotaría el saber de nuestra excepcionalidad?
La perfección consistiría en ser fieles a la vez a ambos lemas: vivir como si fuéramos inmortales y, al mismo tiempo, con la certidumbre indubitable de que somos efímeros mortales.Valor de mi vida, ni más ni menos que el haber vivido, algo de lo que un número infinito de potenciales sujetos humanos no pueden preciarse. A fin de cuentas, sea cual fuere nuestro talante, parece incontrovertible que ser y haber sido es mucho más que el mero haber podido ser.
Nos hallamos en el vértice geodésico del cerro Rodero (690m). Desde aquí obtenemos unas estupendas vistas hacia Martibáñez, casa y balsa del Arrebolado, sierras de Ricote y del Oro, muela de Don Evaristo, etc. Con estas panorámicas, llevamos intención de completar nuestro recorrido por los montes anejos a Venta la Reja, aunque no cejaremos en el empeño de seguir indagando acerca de la vejez y el último tránsito, siguiendo con nuestro ejercicio en la sierra del Oro
El señor Arteta se vale de la filosofía, como ciencia que ejerce y practica para soltarnos sus perlas ontológicas, pero también despotrica de ella o más bien de algunos de sus homólogos que propician hacerla infumable y por tanto, detestable. A este respecto dice lo siguiente: 

Hay actitudes y resoluciones que sólo una edad avanzada propicia. A mí me está llevando a no querer saber nada de la filosofía como mero objeto académico, es decir, la que se ocupa tan sólo de sí misma o de lo que el gremio de profesores de filosofía mantiene como su coto privado. Me parece un simple ejercicio de onanismo teórico, de algo que sólo puede satisfacer a un yo narcisista y arrogante aislado del mundo.

Ese filósofo academicista no vive lo que piensa, porque tampoco piensa lo que vive ni lo que se vive a su alrededor. En los casos más extremos, aunque nada excepcionales, la obsesión por el curriculum aniquila cualquier inquietud teórica.

Pues bien, esa especie me produce una aversión profunda, no sólo por inútil, sino más aún porque a ese individuo le gratifica su propia inutilidad y se jacta de ella. A poco correcta que sea la descripción, el grueso de los estudios o del género literario que hoy se denominan filosofía son sencillamente grotescos por superfluos (y viceversa).
Algo de esto lo enseñó entre nosotros Unamuno. A su entender, un filósofo que no sea un hombre (es decir, que se quede en su ejercicio intelectual o académico al margen de los interrogantes esenciales de la vida humana), es todo menos un filósofo.

El hambre de inmortalidad ha de ser el punto de partida personal y afectivo de toda filosofía.

Sus practicantes no han de perder por ello nunca de vista que tienen como interlocutor o destinatario a otro ser humano. Es una idea burlonamente expresada por Marquard: “Los filósofos que sólo escriben para filósofos profesionales actúan de un modo casi tan absurdo como actuaría un fabricante de calcetines que sólo fabricase calcetines para fabricantes de calcetines”.
Hay mucho presunto filósofo o real profesor de filosofía con la misma vocación que ese fabricante de calcetines. Quizá ni siquiera eso, porque no se dirige a todo el gremio de fabricantes de calcetines, que ya alcanzaría un cierto número por reducido que fuera.

Con harta frecuencia ese filósofo calcetinero no se dirige siquiera a otros filósofos calcetineros, porque piensa más bien en las exposiciones nacionales o internacionales de calcetines especulativos; esto es, en fabricar algún modelo de calcetín que sepan apreciar tan sólo los poquísimos expertos en esa especie única de calcetín, a lo sumo los coleccionistas de esos primorosos e inencontrables calcetines.

La auténtica filosofía es esa que nos empuja y anima a ser mejores. Por eso mismo, se trata de un cultivo intelectual que nos conduce enseguida a los camaradas de humanidad. Nadie puede guardarse esa filosofía para sí o cultivarla con unos pocos escogidos.

¿Por qué quiero conocer de dónde viene y adónde va todo? «Porque no quiero morirme del todo». Ese hambre de inmortalidad ha de ser el punto de partida personal y afectivo de toda filosofía.

También yo creo que la filosofía tiene que ser esencialmente filosofía práctica, porque debe conducir a la acción y a procurar la mejora de la conducta humana. Sus practicantes no han de perder por ello nunca de vista que tienen como interlocutor o destinatario a otro ser humano.

Nadie puede guardarse esa filosofía para sí o cultivarla con unos pocos escogidos. Quien la hace suya no puede sufrir la ignorancia ambiental o la mediocridad de las vidas a su lado. La filosofía es para todos o, de lo contrario, no vale lo que promete.
La filosofía entendida como linimento del alma, como guía y faro de vida, no es nueva. Pero ni el mismo Arteta parece estar seguro de que “su filosofía” llegado el momento de la suprema verdad, le pueda servir de algo, porque una cosa es la teoría y otra muy diferente la realidad. ¡Ahhh mundo amargo, entonces no habrá tal vez filosofía ni pijos en vinagre que nos valga en el momento crucial, que no sea para otra cosa que enderezar plátanos! Yo creo que gran parte de la filosofía es una filfa. Mienten como embaucadores quienes alaban las bondades medicinales de la filosofía pues a la hora de la verdad, intuyo que ni alivia ni cura gran cosa. Yo he leído algo de filosofía, sobre todo cuando era más joven, pero a veces da la sensación de que no parece escrita por hombres ni para los hombres. En algunas obras en las que he procurado llegar al final, no hay ni rastro de este, y cuando aparece, lo hace de una manera tan tangencial, tan emboscada, tan indirecta, que apenas se le reconoce. Creo sinceramente que si nos aburrimos mientras leemos filosofía, nos convendría pensar que el problema no lo tenemos nosotros, sino el autor en cuestión de que se trate porque seguramente, como decía Arteta más arriba, se dedica a vender calcetines, y de una determinada marca, para su clientela, que no para pies de todas las formas y tamaños.
A muchos de los filósofos que se estudian en las universidades alguien debió leerlos alguna vez y dictaminó que eran pensadores geniales, y así hasta hoy. He probado a leer unos cuantos y no he aguantado ni veinte páginas. Los he dejado por si no era el momento ni el día pero que va, cuando los he vuelto a retomar, que si quieres arroz catalina, he llegado a la conclusión que no son precisamente autores que enganchen. Me considero una persona medianamente inteligente, vamos, del montón, que algo ha leído. No sé de todo, es cierto, pero nadie, ni el más listo entre los listos, puede saber de todo. El caso es que intento leer a Aristóteles o a Kant y me aburro, vaya tostón, me cuesta mucho entender lo que escriben, y, cuando por fin lo hago, me da en la nariz que debe haber un modo menos rebuscado y más sencillo de decir las cosas.
Pero claro ¿quién soy yo para decir cómo deben escribir los grandes filósofos?, yo lo único que digo es que, aunque también a ratos, cuesta seguirlo, por lo menos a Aurelio Arteta se le entiende. Ya sé que mi crítica debe parecerte a ti, paciente e instruido lector, tan patética como la de quienes, ante una obra de Picasso, solo se les ocurre roznar: ¡coño, eso lo pinta hasta mi hijo de ocho años…! claro, ya sé que el problema es mío, no de Kant. Eso lo puedo aceptar.
Pero de algo que es caro pensamos que tiene que ser bueno, y el mismo juicio aplicamos a los textos filosóficos, si no lo entiendo es porque es muy profundo, y de tan elevado concepto que mi tarugo intelecto no lo llega a comprender. Eso me deprime un poco, pero no mucho porque al instante, me rehago, me crezco y me digo, a ver si es que cabe la posibilidad de que algo difícil de entender no es que sea sublime ni erudito, sino estúpido y simplón. La mayor parte de la filosofía supone un crimen contra el lenguaje, un crimen contra el verbo. La mayoría de filósofos, manejan un lenguaje que no es el de la vida; se lanzan a ejercicios verbales que no corresponden a la realidad, es decir, a la vida. Pero ¿de qué sirve ese pensamiento si se aleja de la realidad y se pervierte por mor de un lenguaje incomprensible?, ¡vamos, no me jodas!
La filosofía debería ser algo personalmente vivido, una experiencia personal. Algo accesible a todo el mundo. ¿Para qué sirve la filosofía si no? Como la de Cioran, Savater, Gustavo Bueno o Aurelio Arteta, etc. Estos, describen de forma tan clara y amena sus  pensamientos sobre esto o aquello, que uno, como lector, no puede sino alabar y agradecer su luminosidad, su toma de partido por una literatura tan tremenda como accesible y entretenida, tan opuesta a la de los filósofos supuestamente serios.
Durante años he ido leyendo y oyendo por aquí y por allá frases ingeniosas, aforismos de Nietzsche, sentencias de filósofos griegos, reflexiones simpáticas, píldoras de sabiduría que a la manera de eslogan, invitaban a pensar; hilos de los que tirar para llegar a los ovillos, frases sublimes, adaptables a un sentido y su contrario, ideales para agendas o para subirlas a Facebook, acompañando la fotografía de una bellísima sílfide, de largas y estilizadas piernas, luciendo lencería fina. Sin embargo, he terminado decepcionado, desengañado, he dejado de leer a Paulo Coelho, Anthony de Mello, Gibrán y resto de timadores de parecido pelaje para darme cuenta de que todos esos eruditos del pensamiento, encantadores de serpientes, flautistas de Hamelín eran y son unos completos estafadores, médicos calvos que recetan crecepelo, doctores obesos que prescriben dietas de adelgazamiento, médicos, empedernidos fumadores que se salen al patio del hospital cada media hora a echarse el pitillo, y que más tarde, cuando te reciben en la consulta, te prescriben sí o sí dejar de fumar.
Cuando era más joven, manejar unos cuantos conceptos y citas de filosofía te hacía pavonearte e ir de sobrado por la vida. Como decía Cioran…la filosofía te hinche de orgullo y te da una falsa idea de ti mismo y del mundo. Cuando leía a Kant, Schopenhauer y otros filósofos, tenía la impresión de ser un dios, tenía algo de monstruo. La filosofía engendra un desprecio total hacia quienes están fuera de ella […] Los creyentes tenían un Dios, pero quienes habíamos permutado fe por razón, tirando por lo bajo, contábamos con una docena de dioses. Con ese Olimpo cubriéndonos las espaldas, ¿quién iba a poder con nosotros? «¿Qué es un artista? Un hombre que todo lo sabe sin saberlo. ¿Y un filósofo? Un hombre que no sabe nada pero que se da cuenta. En el arte todo es posible; en la filosofía… Porque esta no es más que la deficiencia del instinto creador en beneficio de la reflexión»
Con el paso de los años, ¿cómo iba a imaginar que para mí, la filosofía se ha terminado convirtiendo en un tostón, un bodrio infumable, una cosa así como cine de autor, pero de autor irritante y aburrido, pretencioso, iraní o asiático, ese tipo de cine con mensaje enrevesado que gana premios en los festivales pero que no se llega a estrenar nunca en las salas? La filosofía practica una disciplina muy a la gallega, responde a nuestras preguntas con otras preguntas. Para los que, sin querer, han rebasado la vida, me temo que la filosofía ha de significar bien poco. Intuyo que ningún pensamiento ha suprimido un dolor ni idea alguna ha alejado el miedo a la muerte.
Pero bienaventurados aquellos a quienes un pensamiento, una teoría, les puede salvar la vida, supieron nadar y guardar la ropa, pensar, ma non troppo. Pertenecen al bando de los optimistas, de los voceros del pensamiento positivo, pillaron una decepción como quien pilla un resfriado, se les pasó con un par de máximas y tres o cuatro aforismos. Por el contrario, para quienes reflexionaron con gula y llegaron al callejón sin salida de la lucidez, la paz es imposible: no hay imprenta ni editorial ni autor en el mundo que consiga que el herido de clarividencia haga las paces con la existencia.
Y sin embargo, por contradictorio que pueda parecer, Aquí en lo más alto del cerro Rodero, fotografiando a Bett'y Soul, la que le gusta a Hulk, digo y afirmo que el ser humano depende de la filosofía, dicho en sentido amplio, para subsistir. Aunque algunos se suicidan, la inmensa mayoría nos iremos de este mundo contra nuestra voluntad. Y ese simple hecho, inasequible a la razón pero sentido profundamente, a veces como una angustia insoportable, condiciona, y de qué manera, toda la vida humana. Porque lo propio de todo ser humano es su necesidad de “filosofar” para poder vivir y encajar que algún día se tendrá que morir. Punto final.
Bueno, ya está bien, de aquí al final, a desengrasar toca, y por tanto, dediquémonos a disfrutar observando las evoluciones de nuestros personajes ya que me parece que si sigo elucubrando acerca de la metafísica y otras yerbas, enmarcado entre fotografías de figuras de plástico de los chinos, me temo que es muy posible que alguien llame a los loqueros y vengan a prenderme. A mí en todo caso, estas imágenes me parecen muy sugerentes y coadyuvan a ensalzar un paisaje ya de por sí, esplendoroso.    
  ¡Pero qué gracia y donaire despliega nuestra bella nereida melomaníaca! 
Y esta es Wonder Woman a lomos de su brioso corcel. Es un personaje que no se prodiga mucho pero que también reúne buenas condiciones estéticas para el retrato. Y si no, juzguen ustedes mismos...
Impresionante la majestuosidad del porte, lo augusto de la figura, la innata elegancia que resalta del estilizado alazán. Lástima que no reparáramos en quitarle la antiestética gomita que recoge la cola. Aducimos en nuestro descargo que no se puede estar en todo. 
Y helo aquí con su consorte. Un sui géneris personaje de Marvel, míster Spiderman, equipado con mochila del decathlon, haciendo pareja con nuestra heroína. Unos personajes de Jean Marie Auel (Los hijos de la Tierra) a lo Ayla y Jondalar, pero en versión reciclada contemporánea. No cabe duda que ambos forman un bonito tándem, potenciando per se, la belleza global del paisaje roderiano.
Finiquito ya esta serie de entradas aunque no el tema estrella que nos ocupa al que aún pretendo concederle una última dedicatoria en la siguiente que discurrirá por la sierra del Oro. Pero de Venta la Reja nos vamos ya. Hemos aprovechado que el río Mula pasa por aquí cerca para evocar recuerdos y describir algunos pasajes que tuvieron lugar durante mi infancia y juventud. Entre estos paisajes hemos rememorado a mis padres, a los que tanto debo y cuya memoria conservaré siempre viva en mi corazón. Hemos hablado del canario de mi padre, de las historias de la niñez que tuvieron lugar junto a las vías abandonadas del tren y nos hemos dado una vuelta por la muela de Don Evaristo, un lugar cuyos rincones me despiertan las sensaciones y remembranzas más intensas. Hemos tratado de los imponderables humanos y de la decisiva influencia que tiene sobre nosotros el destino. Nos creemos libres pero no somos más que unos inmensos cretinos que se creen por encima de Dios. Hemos disfrutado, como siempre, de la fotografía, en algunos momentos de Viky y de los personajes marvelianos y galácticos que nos acompañan. La foto no deja de ser un arma contra el tiempo, no tanto por su intento de registrar su transcurso cuanto por su desesperado propósito de que se detenga. La instantánea congela o rescata justamente un instante frente al imparable fluir de los instantes. El tiempo de la fotografía es el presente y, por ello, al momento siguiente de obtenerla ya ocupa su lugar el pasado. De ahí que la emoción que la acompaña sea la melancolía, el sentir de lo que fue y ya no es. Confío en que todo este manojo de pixeles expresen por sí solos, más de lo que yo soy capaz de reflejar con palabras. En todo caso, ahí quedan algunas de mis memorias, muchas de ellas, experiencias nacidas de mi trabajo. Nunca se sabe si el día de mañana servirán de algo para alguien. Asimismo, hemos dado algunas pinceladas, rescatadas del libro de Aurelio Arteta y, en fin, hemos disfrutado a nuestra manera con todo este potaje, propósito que al fin y al cabo, es de lo que se trata.   
Casi nunca mantenemos con nosotros una conversación en serio, no hablamos, por ejemplo, del miedo, de la inverosimilitud que sentimos ante el hecho de tener que desaparecer: entre nuestro ser y nosotros siempre se producen incómodos silencios de ascensor, y preguntamos por tonterías, o hablamos de fútbol, y para que la situación no se eternice, para salir del apuro, encendemos aparatos, llenamos nuestra soledad de teléfonos, de ordenadores, de televisores, de cacharros, de cosas que nos distraigan y nos rescaten de la inquisitorial mirada de la conciencia.
Para resguardarme de todo aquello, esta que tienes ante ti es mi trinchera aliñada de soledad.
Nada importante, dice Cioran, se hace en grupo, la única experiencia profunda es la que se hace en soledad. La que es el efecto de un contagio no deja de ser superficial. Los grupos sirven para merendar o para hablar de la Isla de las Tentaciones, pero no para despotricar contra el silencio de Dios.
¡HASTA LA PRÓXIMA AMIGOS!

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