24 febrero 2020

LAS CHOPERAS DEL RÍO MUNDO

Hola amigos, yo sigo en mis treces de hacerme una síntesis, nada sucinta, bien es cierto, de los muchos pasajes interesantes que he ido encontrando en el libro del señor Arteta. Este tío en Tantos tontos tópicos lo borda, pero en A pesar de los pesares es que resulta sublime. No me gustaría, desde luego, concebir este ejercicio sin alguien al otro lado como receptor y en todo caso, si el primer beneficiario de estos pensamientos artetianos soy yo, lo doy por bueno aunque confío en no ser el único. 
¿Pero serás tan cretino arrogante como para suponer que estas minucias pueden interesar a alguien? Pues sí, me gustaría hacerme esa ilusión, porque seguro que alguien puede encontrar en estas reflexiones, intuiciones que corroboren las propias. Al saberse ahora respaldados, al verificar que otros han pasado por lo mismo, experimentarán mayores ánimos para disipar ciertas perplejidades y algunas angustias. Porque no nos engañemos, las alusiones a la muerte, y con ella a su pendiente inevitable, la vejez, continúan siendo las forzadas ausentes de las charlas de sobremesa y tertulia. No hay más que mirar las caras de los circunstantes cuando estas evocaciones comparecen: se diría que han visto fantasmas. 

El autoconocimiento, si no es la tarea más alta del individuo, sin duda se antoja la más imprescindible; sin ella será impensable desempeñar ninguna otra o, por lo menos, con la misma capacidad y expectativas de éxito, por tanto, reflexiones
 y pensamientos tan de lo hondo y lo íntimo e intuyo que certeros, como los que trata nuestro escritor de cabecera, no podían quedar en el olvido; una lectura perdida y sepultada más, sobreleída entre tantas otras que ya quedaron en el limbo, de modo que, confiando en que Google no me gaste mañana una putada, guardo unos cuantos de esos pensamientos aquí, (¡qué mejor lugar que este...!) por si dentro de un tiempo vuelvo a ellos porque sintiera esa necesidad, que eso nunca se sabe. En todo caso, tenía en mente retomar el asunto más adelante, en cuanto las circunstancias me fueran propicias, y esas de nuevo las he vuelto a encontrar mientras paseaba y meditaba a orillas del río Mundo. 

Así pues, como esta ruta se presenta a priori bastante laxa en cuanto a nivel de exigencia física se refiere (que no al paisajístico, como ya veremos), y que por ello, nos dará poco juego para la épica, para el drama, para el relato de indios, pues creo que la ocasión la pintan calva para retomar de nuevo la obra de Aurelio Arteta, en el modo como viene siendo lo habitual, esto es, un poco a lo fárrago, escogiendo pinceladas sueltas, sentencias, frases que por sí solas nos lleven a la introspección.
Qué suerte tenemos al contar con la inestimable ventaja de que sesudos escritores y filósofos, (de los que también echa mano nuestro escritor) se atrevan a hablar de la vejez, desde su propia experiencia y nos refieran reflexiones que nos pueden venir muy bien, no solo para comprender mejor a los familiares que ya se hallan en esa última etapa de la vida y conviven con nosotros sino también para tomar conciencia nosotros mismos de que hemos de aprovechar el tiempo mientras podamos, y entretanto, ir preparando el cuerpo y sobre todo la mente, para el verdadero tsunami que se nos viene encima. En todo caso, amigos míos, pase lo que pase, como reza el dicho, siempre prevenidos, nunca atemorizados.
La ruta en esta ocasión discurre por los alrededores de Agramón, pedanía perteneciente a Hellín, en la provincia de Albacete, que hace límite con la de Murcia. Es una excursión muy recomendable, que puede resultar perfecta para un domingo mañanero de senderismo. Nada de fuertes subidas ni constantes toboganes que nos dejen sin resuello. Esta es una ruta anti colesterol concebida para disfrutar del paisaje y del agua. La hemos titulado Las Choperas del río Mundo porque durante un buen tramo, ejemplares de estos árboles, todavía desnudos, nos irán acompañando por nuestro paseo a la vera del río (margen izquierda), un afluente del Segura que me sorprendió por su gran caudal. Este y no otro es el gran tributario al río murciano...y como una imagen vale más que mil palabras, pues a las pruebas gráficas me remito.
Al otro lado, la sierra de los Donceles (808m)
Savater ha escrito que hay una humillación a la que nada resiste y que derrota cualquier rebeldía por medio del ridículo: la de envejecer...
Sí, los estragos de la vejez nos humillan ante nosotros y los demás, pero no socavan nuestro valor.
Pues la dignidad indica una propiedad moral, no física ni social; es un rasgo exclusivo del hombre que está mucho más allá de su semblante o su apariencia.

Son muchos los tópicos complacientes que se pronuncian en torno a la vejez. Pero su realidad se oculta todavía demasiado y se me ocurren dos razones para ello: una, no ensombrecer aún más la vida del viejo; la otra, apartar de nuestra mente previsora las amarguras que nos aguardan. Por eso es común referirse a los males físicos que aquejan a la persona mayor, pero no tanto a los psíquicos y morales. En el baúl de lo que toca callar se guarda su tristeza obligada, su progresiva soledad, su desmemoria galopante. Un viejo optimista es una contradicción estruendosa, pero no menos el anciano amable, el que aún espera, el generoso.
Por mucho que haya cambiado la consideración de los mayores en nuestros días y en nuestra cultura, no ha sido tanto como para desterrar el hábito de tratarlos igual que a niños grandes. Que reclamen unas atenciones no menores que en las etapas infantiles no justifica que les atiendan infantilmente y, con frecuencia, que se les engañe.
Les engañamos al atribuirles una lista de falsas cualidades que seguramente persiguen camuflar sus probados defectos. 
Decía Montaigne, que el viejo no abandona los vicios de cuando joven, sino que sólo los cambia y para peor. La vejez nos imprime más arrugas en el espíritu que en la cara; y no se ve alma alguna, o muy escasas, que al envejecer no huelan a agrio y a enmohecido.
La vejez es (o debería ser) la edad del descubrimiento y aceptación de la complejidad en lo que hasta entonces parecía más simple, de las dificultades que en realidad ofrece lo que creíamos sencillo. Eso tiene muchos ángulos y enunciados posibles. Entre otros, el anciano averiguará que algunos de sus móviles anteriores no fueron tan puros como se preciaba, que en el fondo perseguía otros objetivos que los que ha logrado y que aún le pueden brotar sentimientos que no creía poseer. Es el momento en que al fin comprendemos que lo mejor viene a una con lo peor y viceversa, que los calificativos capaces de definir a una persona se entremezclan, que nada es diáfano y alcanzable de un solo golpe de vista, que todo es enredoso hasta la hartura. Que una acción mínima puede traer consecuencias máximas, y al revés. Que hay que cuidar cada palabra y cada gesto, porque podemos herir al otro con imprevista facilidad, la misma con que los demás nos hieren.
Volver a empezar, inaugurar una nueva etapa en la vida, tendría que ser la inmediata providencia de quien percibe que comienza a envejecer. Seguramente es un modo de rechazar lo indefectible, de retrasar lo que ya anuncia su llegada. Pero, sobre todo, de mantener abierto el horizonte: no todo está perdido ni terminado, nada es irreparable del todo, aún puedes arreglar algo de lo mal hecho, enderezar parte de lo torcido, recordar lo olvidado, descubrir nuevos paisajes, hacer nuevos amigos. Aún es posible la esperanza en medio de la desesperación. Donde todo indica fin, deseamos a toda costa el principio o al menos el «continuará». ¿Es sólo un autoengaño, un mecanismo defensivo tan corriente que no merece más atención? No lo creo.

La libertad, como capacidad interna de un hombre, se identifica con la capacidad de comenzar...

Tales palabras, por de pronto, esbozan a contrapelo una verdad implícita: la vejez es la edad menos capaz de libertad, encadenados ya como estamos por nuestras opciones pasadas, los hábitos que nos han forjado y lo que todo esto pesa en nosotros como una segunda naturaleza.

¿Cómo ser capaces de empezar cuando nos sabemos ya próximos a acabar? Cuando ya hemos sido juzgados y recibido nuestra sentencia, ¿cómo vamos a creer que todavía haya una apelación posible?

Semejante voluntad de reiniciar suena a reproche en bastantes oídos ajenos y a los propios; para superarlo hacen falta muchos arrestos. El intento reclama, en definitiva, una fe primordial en la vida y en su potencial excelencia, y consiguientemente un descreimiento en la muerte y en las obras que la preceden. Ahí se encierra la voluntad estremecedora en el sujeto de preferir unos pocos días plenos a una sucesión interminable de jornadas anodinas; de abrirse a lo desconocido, de dar por sentado que la trayectoria humana contiene más posibilidades de las que imaginamos, que la apuesta merece la pena, que no todo está acabado. En fin, que por ahí se mide el valor de una vida: tal vez por un solo acto, más que por una suma de comportamientos automáticos.
En la vejez se sufre mucho más que en cualquier otra edad anterior, sencillamente porque ya se espera mucho menos, porque el tiempo que nos resta es más corto, porque todo resulta mucho más irremediable al día siguiente que el día anterior.
La vejez es, tras la muerte, lo más amenazador de nuestra vida. Porque es la época de la imposibilidad, dado que casi todas las oportunidades se han agotado y apenas cabe ya buscar o inventar otros recursos ni otras metas. Es la edad de la impotencia. En ella se ha petrificado lo que hemos sido, es decir, se ha malogrado definitivamente lo que algún día pudimos ser, no lo fuimos y, ay, ya no seremos jamás. La época de los reproches, de las esperanzas fallidas, de los desengaños y de los colores tristes. Es la constatación de nuestras postrimerías, de que estamos acabados (pero, por desgracia, no en el sentido de habernos vuelto, terminados y perfectos, puesto que somos aún manifiestamente mejorables...).

La vejez, según Jesús Ferrero, resulta ingrata porque es la edad del narcisismo profundamente herido. ¿Qué fue de la belleza, de la fuerza, del futuro? La juventud podría definirse tal vez como la edad del narcisismo en eclosión y satisfecho: al fin y al cabo, no tiene el menor barrunto de su seguro desengaño, del próximo decaimiento de sus fuerzas todavía plenas. Sólo la vejez experimenta la falsedad de aquel narcisismo complacido, o sea, su progresivo desgaste y el anuncio de su agotamiento. A menudo me malicio que son los otros los que van poco a poco fatigándonos de ser hombres. La necedad, el raquítico interés, el espíritu vanidoso, en fin, todo eso que impregna nuestra atmósfera cotidiana nos va dejando su impronta en forma de cansancio. Sobre todo, en forma de una creciente desconfianza hacia el ser humano. Según eso, ¿será verdad que el infierno son los otros? Lo cierto es que no escasean los seres ejemplares que nos alientan a vivir, que nos hacen mirar más lejos y a mantener la fe. Otros, sin embargo, nos incitan oblicuamente a desaparecer, a preferir cualquier salida si la vida humana fuera eso que ellos exhiben en la suya.
Aun sin habérnoslo propuesto, hemos cambiado una vida más prolongada por otra menos humana. Llega un momento en que nuestras células cerebrales no pueden más y empiezan a desvariar. Envejecemos sobre todo porque se marchitan nuestras neuronas, y no tanto porque se acumulen años en nuestros músculos o en nuestro estómago. Envejecer es degenerar. Si antes se temía una muerte más temprana precedida por los dolores propios de la enfermedad que nos aqueje, en adelante quizá apenas quedarán dolores porque los fármacos podrían calmarlos, pero nadie se librará de ese sufrimiento del alma que no recuerda y desconoce a quienes le rodean y a sí mismo. Al final de ese terrible proceso solo quedará el rostro idiotizado. Y tiemblo al escribirlo.

La memoria es la encargada de configurar mi unidad como sujeto, de enhebrar cuanto me ocurre. Por decirlo así, sería la sinapsis continua de los hechos y emociones que pueblan mi existencia, que de lo contrario se dispersaría en algo caótico y variopinto en perpetuo transcurso.

Por eso es tan atroz imaginar la pérdida del yo propio. Mejor dicho, imposible, pues cuando por desgracia pudiera afectarme yo no estaré allí para percibirlo y lamentarme por ello.
Los que vengan detrás tendrán una ventaja sobre nosotros nada más que por sobrevivirnos. Incluso desde ahora podemos adivinar sin gran margen de error quiénes serán esos que seguirán en nuestro mundo cuando ya no estemos, incluso quiénes de ellos serán los más cercanos a nuestra ausencia o incluso los más afectados por ella.

Sólo para unos pocos seremos alguien del que quizá se acuerden de tarde en tarde. Ya no estaremos, pero ellos sí, y podrán hacer impunemente con nosotros lo que quieran: añorarnos, celebrarnos o, sobre todo, olvidarnos. No se lo reprochemos, porque también ellos sufrirán el mismo destino.
Dice Aurelio Arteta que en la piscina lo confunden a veces con un hombre mayor de 65 años (que aún no había cumplido) y que le rebajan el precio de la entrada. Muy divertido para todos, pero confiesa que no le hace la menor gracia. Para ser sincero, no comprendo siquiera que los otros me vean de una edad que yo no acierto a concebir para mí. Me veo (porque me ven) viejo y no me reconozco. La solución se hallará en aceptar que uno ronda esos años y, por tanto, ofrece tal apariencia inevitable; pero, al mismo tiempo, en rechazar abiertamente que deba por ello acomodar sus proyectos y conducta a lo que los demás esperan de uno precisamente en virtud de esa apariencia. O sea, en mantener lo que uno quiere ser al margen de lo que pretendan los demás para uno. Supongo que algo de ese aspecto exterior se transmitirá también a mi ser, pero no será porque admita someterme a lo que está mandado. Seré yo quien lo decida, y porque (y cuando) no tenga más remedio. Espero no ser un viejo corriente, porque tampoco me dejaré convertir en un viejo que acepte con facilidad serlo.

La felicidad excluye la vejez (...). Quien conserva la capacidad de ver la belleza no envejece, pensaba Kafka.

Quiero para mí esa vejez, porque es la menos vieja, pero procuraré no engañarme: seré viejo y en camino de desaparecer, ya cerca de la llegada. Lo malo es que los incapaces de captar aquella verdad o belleza que a él le subyugan y le alientan a seguir con vida, todos ellos sólo le contemplarán como un viejo más. Y si los otros nos ven así de provectos, nos obligarán primero a parecerlo y por fin a serlo.
La posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones es una de las raras ventajas que reconozco en la vejez.
Se repite hasta la hartura que, a una edad avanzada, confesar que ya no se comprenden las novedades que van irrumpiendo en el mundo, las modas y costumbres, es un indicio evidente de que a uno le ha llegado el momento de retirarse al rincón de la sociedad. Un desacuerdo frontal con la mentalidad al uso sería señal inequívoca de la propia decadencia, y con ella de las limitaciones consecuentes..., pero nunca al parecer de la insensatez o indecencia de lo contemporáneo y de sus manifestaciones. ¿Y por qué habríamos de asumir por principio aquella extrañeza como un signo de interrogación frente a nuestra cordura y un síntoma seguro de habernos precipitado en la incapacidad? ¿Desde cuándo lo nuevo ha de ser por definición más valioso que lo viejo? ¿No podría ser que, al margen de su edad, a uno le avalen razones bien fundadas contra lo que es bendecido por el mero hecho de ser popular? No he de caer en esa resignación. Me ganará por fin la naturaleza y mis arrastrados ánimos quizá me fuercen a bajar la cabeza ante lo que me parezcan notables aberraciones. Pero espero que eso no sea al precio de renegar de mis categorías o mis valores. Y menos ante esos individuos huecos que adquieren cuantas baratijas les salen al paso, ante los reconciliados con la moda del día y que ya se preparan para reconciliarse también con la del día siguiente. Prefiero, antes de llegar a eso, a ser tachado de viejo chocho, inconformista y renegón.
¿Por qué esa tendencia cuando nos hacemos mayores a las rupturas permanentes con amigos por las cosas más nimias, cuando nada lo hacía presagiar?

Arriesgo algunas respuestas: porque en nosotros la desconfianza ha ganado la partida; en consecuencia, porque ya no estamos dispuestos a esforzarnos más en cuidar ese lazo y también, seguramente, porque nos estaríamos preparando para la soledad definitiva que nos aguarda.

Pero asimismo, sin duda, porque nuestro carácter, casi siempre falto del certificado de excelencia que los otros deben expedirnos, se esquina y se agria. En suma, aquellas disoluciones inesperadas son un síntoma de nuestra desesperación.
Probablemente lo más duro de la vejez no sea el declive físico. Éste se limita a custodiar otras miserias de este período y servir de telón de fondo a una decadencia moral. Lo más insufrible de ésta sería la convicción creciente y al final asfixiante de que el hombre es un ser desgraciado, que se ha ganado sus desdichas por mucha dignidad que le atribuyamos.
Síntomas múltiples e inequívocos de que me hago viejo. Lo notas cuando, ante cualquier plazo temporal que se anuncia, te asalta la duda —apenas barnizada de broma— de si seguirás vivo para entonces. O bien cuando, en medio de la gente y sus críos que estrenan por fin el arranque del verano, te esfuerzas en recordar a compañeros ya desaparecidos. Quizá, más que un recordar, es un anticipar: esto va a seguir siendo cuando tú ya no seas. Y, lo que aún cuesta más digerir, que todo será igual que si no hubieras existido.
Algo difícil de soportar, supongo, es que uno vaya a desaparecer mientras la mayoría no se ha percatado de que eras TÚ ese que andaba por ahí. La nuestra será sólo una desaparición que habrá de pasar del todo inadvertida para los más y, quién sabe, incluso festejada por los menos.
Cuando uno de ellos confiesa que acude con frecuencia a las páginas eróticas de Internet para pasar el rato o distraerse, el segundo amablemente se lo recrimina como impropio de sus muchos años. Debería estar por encima de semejantes solicitudes, le dice, y no en tal dependencia respecto de estas bajas pasiones. Yo me limito a insinuar que la cosa parece más sencilla. Ese atractivo más o menos compulsivo hacia las incitaciones sexuales podría revelar carencias, traumas, complejos, frustraciones afectivas de todo género, de acuerdo. Pero le cuadra más significar, sin mayores aspavientos, ganas de vivir o afán de no morir, necesidad de sorber el zumo de la vida hasta el último trago. Perfectamente propio de la vejez, pues; en cierto sentido, incluso más propio de esa edad última que de cualquier otra.
¿No es la vejez por definición la edad que ensombrece cualquier perspectiva que queramos adoptar, hasta la más jubilosa, sencillamente porque sabemos que esto se acabó, que nada va a ser igual puesto que me despojan de todo?...

La réplica no se hará esperar: «Diga usted lo que quiera, señor mío. El caso es que me han concedido un día más y yo existo ahora para disfrutar de él; en realidad, para disfrutar de mí mismo».

Todos nos enfrentamos al descenso vital de la vejez, a su característico desánimo, aunque se sobrelleva de modo muy distinto según las armas que cada cual lleve a esta batalla. No me hago ilusiones sobre mí mismo, pero suelo asustarme cuando intuyo lo que muchos cargan en sus mochilas al traspasar ese umbral. Alguien lo llamó tedium vitae y es de temer que, en medio de ese tedio, estén llamando a la muerte de tanto como malemplean su vida. El orador romano ya lo había advertido: «Pero yo prefiero ser viejo menos tiempo que hacerme viejo antes de serlo».

El existir del hombre tiene que llenarse de previsiones que trasciendan el fatigoso seguir perdurando propio de animales y cosas. Para el ser humano, aunque apenas se atreva a declararlo y hasta vocee lo contrario, el «ir tirando» de la desnuda existencia apenas vale como humano. Ese abandono nos dejaría entregados a «la pura tristeza de existir».
Vivir, y más aún vivir de viejo, es aprender a despedirse, a soltar ataduras..., porque, de resistirnos, nos arrancarán todo por la fuerza.

Si una parte principal del aprender a vivir es aprender a morir, este último aprendizaje significa aprender a desprenderse, a ir dejando eso a lo que nos apegamos.

Guardar, acumular o coleccionar son síntomas indudables del empecinamiento en seguir siendo uno mismo. Es vivir como si nuestras posesiones nos protegieran del desastre inapelable. Por el contrario, vivir sin aferrarse, usar sin conservar ni prevenir, regalar ahora lo que después vas a perder, son pruebas de inteligencia y traen consigo una satisfacción íntima.

Ligeros de equipaje», así nos quería el poeta. Pero no sólo para ingresar más tranquilos en el reino de la muerte, sino para disfrutar más de la vida. Es un consejo que aprovecha a todos al margen de su edad: se viaja más cómodo con una maleta pequeña, bastante nos la van a engordar las vicisitudes diarias del viaje. Soltar lastre, desembarazarse para cargar sólo con lo esencial, atender a lo imprescindible... Nos agarramos a nuestras propiedades como nos agarramos a nosotros mismos y nos negamos a extinguirnos sin dejar siquiera algo nuestro.
La vejez refuerza seguramente nuestro afán de reconocimiento y, en caso de ser contrariado, activa los mecanismos de venganza y búsqueda de culpables en quienes descargar la responsabilidad del propio fracaso. Al final, es un problema que brota de la vanidad o, mejor, del narcisismo, del desbordamiento del yo, sólo que agravado por la desesperación. El no reconocimiento se trueca en rencor y termina por ponerse en el centro del mundo. Como el mundo se acaba para mí, el mundo debe acabarse para todos.

Creciente impresión de que la vejez es la fase más dificultosa de nuestra vida. No sólo porque desemboca en «la ceremonia del adiós», sino por ser la época del examen de todo, en que la vida entera nos quedará por fin a la vista. Eso puede resultar insufrible, y de ahí las trampas y las mentiras que nos hacemos en ese examen.

Pero la cercanía de la muerte torna humilde a un hombre» (M. Houellebecq). Así es las más de las veces, sin duda alguna. Aunque también ocurre que, en lugar de humildad, cause desesperación y encienda la arrogancia de quien no lo considera algo acorde con su «dignidad» o simplemente con su autoestima. Nuestra progresiva debilidad, soledad o torpeza, como ancianos, nos humillan. Al creerse ya un hombre mayor, Montaigne dejó escrito: «De ahora en adelante sólo seré medio ser, ya no seré yo». Demediado.

La esperanza, por mucho que otros la denigren, es una compañía que nunca nos deja ni podría dejarnos. Quien no se cansa de repetir «ya lo he hecho todo en esta vida», «lo he visto todo» o «no espero nada de los hombres», además de necio, está llamando a la muerte.
La vida indecente. Sí, nos humilla porque manifiesta sin rebozo lo que hasta entonces procurábamos (y por lo regular conseguíamos) ocultar o disimular: nuestro sometimiento a la fisiología.

Hasta ese momento nuestra vida, al tapar mejor los pequeños desarreglos, era decente; después se va volviendo indecente.

Quiero decir que es la edad en que el cuerpo, antes presente con toda naturalidad, como si fuera uno con su sujeto, ahora se contempla como problema, o sea, como algo de lo que uno comienza ya a separarse y tomar distancia. En realidad, sería más exacto afirmar que es el cuerpo el que se distancia de uno, porque presenta exigencias y reclamaciones que hasta hace poco se guardaba o nos pasaban más inadvertidas porque podían satisfacerse sin gran esfuerzo. 

Ahora deseamos hacer bien la digestión, defecar sin dificultades, estar libres de dolores. Por muy espirituales que nos consideremos, a última hora nos volvemos abiertamente unos groseros.

Si eso no llega a producirse, es que el intestino o el riñón no funcionan y nuestra vida corre peligro; la señal de que ese peligro se aleja y que de momento la crisis ha pasado es sencillamente que el paciente cague o mee. Que un ser tan valioso dependa de algo en apariencia tan despreciable (o indecoroso) da una idea de nuestra fragilidad. También aprendemos, por cierto, que no hay órganos físicos más dignos y otros más sucios y vergonzantes.


Ahora se ha vuelto un estorbo: el instrumento dócil se rebela como algo independiente, que no responde a lo que se le pide, que nos contraría a cada instante. De pronto uno cae en la cuenta de que dispone de un hígado, o unos pulmones o hasta una próstata que tienden a fallar cuando menos lo espera.

El sujeto empieza a percatarse de que ha de mirar dónde pisa, la altura de un desnivel cuando va a saltar o la anchura de una zanja antes de salvarla. Ahora nos enteramos por fin de que el suelo que pisamos antes tan familiar está sembrado de trampas y minas. En definitiva, ahora el cuerpo empieza a demandar atención por sí mismo, como requisito de las demás atenciones que queramos prestar a tareas más arduas o elevadas. Habremos crecido en muchas dimensiones de la vida, seguro, pero cada día más condicionados por el estado de nuestra encarnadura.

La vejez es la edad del cuidado del cuerpo. No ya sólo o principalmente de la apariencia exterior, que ese cuidado toca más a la juventud, sino del cuerpo como organismo físico que hay que vigilar en su funcionamiento cotidiano. Entonces es cuando estamos pendientes del mínimo dolor e insuficiencia, de cualquier disfunción que podamos advertir, sin dejar pasar una sola. Basta un ligero quejido o punzada que venga del interior para alertarnos.

Todos dependemos en última instancia del propio cuerpo. La gran diferencia es que los jóvenes apenas reparan en ello o dan por segura la fidelidad de la carne; los viejos, en cambio, tienen que revisar cada poco su «maquinaria» porque su ejercicio ya no es automático y puede traicionarle cuando más la necesiten.

Llegados a este punto de nuestro itinerario vital, no nos importe tanto el estado del espíritu como el del cuerpo, como si éste contara más que el otro. Uno se teme entonces que, al término de la partida, el sujeto apetece la supervivencia física por encima de cualquier otra aspiración más etérea.

La vejez es la edad en que más debemos cuidar nuestra apariencia, por ser precisamente la edad en que el deterioro físico manifiesto puede provocar más repugnancia a los demás.
Para muchos la vejez suele ser más bien la época de la simplicidad culminante, en la que todo se resuelve en máximas solemnes que generalizan sin distinguir y consagran los tópicos más difundidos.

Y a eso contribuye lo suyo la necesidad de revestirse con la pompa de una sabiduría impostada. El viejo común, por la cuenta que le trae, no quiere más que confirmar lo que ha sabido; ¿cómo va a aceptar que casi nada es como creyó y que sus criterios eran desatinados o necios?

Se dice que a quien va envejeciendo le pasan menos cosas y su vida social adelgaza. Es verdad, ser viejo es que a uno le pasen menos cosas... por fuera, pero no necesariamente por dentro. Mientras no naufrague en la demencia senil, el anciano puede estar lleno de sí mismo, literalmente ensimismado. Ese viejo ideal vuelve su mirada hacia dentro, seguramente hacia lo esencial, o sea, a lo que debe continuar de uno mismo. Sin agarres ni ataduras, salvo las imprescindibles, ha llegado el momento de arreglar cuentas consigo mismo. Es su negocio más arriesgado, el que más le importa. Así podría entenderse que bastantes viejos queden tal vez menos conmovidos por las partidas ajenas, las de los parientes o amigos que se van despidiendo.

A lo que parece están menos afectados sencillamente porque esos difuntos iban ocupando ya menos espacio de su vida, absorbida cada vez más por las propias tribulaciones internas.
Lo peor no es envejecer; lo verdaderamente malo es que no se envejece» (Oscar Wilde). Al parecer el autor se refería a que no envejecemos por dentro y seguimos siendo los mismos, originando así una disociación entre nuestro ser real y nuestro incierto yo interior. Olvida, con todo, que ese comportamiento inmaduro también podría ser otro modo de envejecer, si bien el más irrisorio, porque sería de estúpidos resistirse a identificar los palpables signos de la muerte.

Así que una cosa es mantener rasgos del niño que fuimos, otra pretendernos perpetuos peterpanes. Envejecer como un ser humano (o sea, conforme a su dignidad) sería avenirse a la idea de la pronta desaparición de uno mismo, aun con la incredulidad que entonces nos invade. La aceptación de esa cita ineludible nos obligará a adelantar unas cuantas tareas que de otro modo quedarían inconclusas: los proyectos que queremos dejar como herencia, los gestos de amistad y amor que ya no debemos ahorrarnos, las reconciliaciones que todavía nos aguardan, las lecturas que aún nos permitirán descifrar algo más el misterio del hombre y del mundo antes de ausentarnos. Envejecer es un tránsito, el definitivo, pero con su propio ritmo, sus leyes y sus cometidos imprescindibles, tan privativos de la vejez como otros lo son de la infancia, juventud o madurez.
Cierto que ha sido doloroso tropezarte con ése de quien te habías alejado y seguía reclamando pruebas de una camaradería ya imposible. En realidad, ¿quién había abandonado a quién? Para el que se queda detenido, quien avanza es el que se separa; para quien continúa su camino y prosigue su búsqueda como hasta entonces, es el otro, quien ya no quiere acompañarle más allá, el que se aleja precisamente por detenerse. Desde cada opción singular, ambos tienen razón.
Enterados de que pronto no estaremos aquí, y que entonces seremos para otros asimismo una borrosa estampa, hurgamos en nuestra memoria para recuperar a quienes nos precedieron y hacerles justicia, una justicia anamnética o ejercida mediante el recuerdo. A lo mejor oscuramente intuimos que, si ahora nos olvidamos de nuestros antecesores ya desaparecidos, cuando nos vayamos nosotros —sus testigos más directos—, aquéllos habrán desaparecido del todo lo mismo que después nos sucederá a nosotros.

Como no la humanicemos, la norma más inmediata que dicta la muerte es la del olvido para con los muertos; ese olvido que es la mayor injusticia que podemos cometer con ellos.
No hay antídoto más potente para la tristeza del viejo, como de cualquier ser humano, que el amor que le prestan los demás. Es lo que todos necesitamos y queremos, pero con mayor razón aún el cargado de años. Y es que su dolor o su tristeza están hechos de despedida, soledad y pérdida. También cuenta el amor del viejo hacia otros, claro está, pero éste es más difícil: por ser último y porque exige salir de sí cuando todo le pide atrancar sus puertas y ventanas.

…pero todos hemos sido testigos ocasionales también de esa aparente satisfacción de algunos ancianos ante la noticia del fallecimiento de alguien con años parecidos, incluso aunque hubiera sido su amigo. Al menos no deja de chocar una insensibilidad que parece decir: aquél ha caído, mientras yo perduro y sigo en pie... Con todo, me inclino a suponer que tal reacción no expresa indiferencia ni egoísmo brutal.

Simplemente sucede que no predomina el sentimiento de que el otro está muerto, sino ante todo el de que uno mismo permanece vivo; expresa más alegría por la suerte propia que aflicción por el infortunio ajeno. Piénsese asimismo que no se trata del puro regocijo de sobrevivir, sino del único estado de ánimo que les permite resistir el regular mazazo de la muerte de los demás. Parecería un momento de relajación, de sentir algo así como «por esta vez me he librado». No es falta de sensibilidad, en suma, sino exceso de ella lo que les mueve a protegerse a fuerza de resaltar sólo el hecho crucial de su propia supervivencia.
Es el momento de verificar por fin lo que, en tiempos juveniles, nos advertían nuestros padres o las personas mayores en general: que los hombres no son de fiar, que hasta los grandes amigos defraudan, que te traicionará el que menos esperas. Y uno tendía entonces a creer que eso les pasaba sólo a los otros o (más todavía) a tus mayores, por su cortedad de miras o porque sus presuntos amigos no eran tales. Pero que no podía sucederle a uno mismo, flanqueado de excelentes compañías y además protegido por una actitud más avisada. Pues, ya ves, tenían razón. Habría que insistir cómo es responsabilidad de los adultos transmitir enseñanzas tan necesarias, pero de forma que se escuchen. Lástima que domine el desentendimiento recíproco por razones de «respeto» o de evitarse molestias. El resultado es demasiada experiencia desperdiciada y, en última instancia, mucho dolor inútil.
He tropezado con esta sentencia de Hemingway: “La sabiduría de los ancianos es un gran error. No se hacen más sabios, sino más prudentes”. La ancianidad nos hace por lo general más prudentes y ello, por sí solo, nos vuelve probablemente más sensatos tras haber probado las perplejidades de la vida humana y sus pasiones. Ahora bien, esa condición puede asimismo arrastrarnos a ciertas bajezas y claudicaciones, de modo que no siempre conviene tildar de prudencia lo que merece nombres menos virtuosos.

El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza» (André Maurois). ¡Ay, y cuánto desearía uno convertirse en semejante artista...! 
Está claro que el presumido Hulk, en cuanto huele un buen paisaje se apunta el primero para el postureo. Se trajo a una de sus mascotas, que tiene por nombre Tremendo. Menos mal que como sucede con Viky, está bien enseñado y no hay que llevarlo atado o ir pendiente de que no se extravíe detrás del rastro de alguna criatura silvestre. Me dejó gratamente sorprendido por su docilidad y disciplina. Claro que, con el dueño que tiene, a ver quién es el guapo que se desmanda...
Habría también que discutir, contra lo que consagra el refrán, la calidad del saber propio del viejo. No es para estar seguro a la vista de tanto anciano ignorante por la mucha vaciedad acumulada en su vida.

Incluso en el mejor de los casos sería otro de los contrasentidos de la existencia humana: llegar al fin a aprender algo cuando resta tan poco tiempo para aprovechar ese saber.

Mejor dicho, cuando tal saber le exigiría a uno deshacerse de un montón de prejuicios y derroteros tomados en su existencia pasada..., y aplicarlo tan sólo a una vida futura menguante.
La soledad es el destino del viejo, porque siempre nos morimos solos y para quedarnos más solos todavía. Supongo que por eso escribe García Márquez en Cien años de soledad que «el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad».
Aunque hoy se llegue a viejo más tarde que en todas las épocas pasadas, a fuerza de retrasar el ritmo de nuestro declive, no es menos cierto que, cuando por fin llega, se vuelve no sólo más larga sino más penosa.

Ya sabemos que la ciencia y tantos otros avances en nuestras sociedades han añadido años a la vida de la gente, pero sólo de nosotros depende añadir vida a nuestros años.

Lo malo de los pensamientos tristes no es que afloren, porque eso es inevitable y por fortuna suele ser algo pasajero. Lo malo es cuando se repiten, se acumulan y se quedan ya con nosotros.
El anciano, por imperativo biológico, tiende a cuidarse, a conservarse. No sólo se hace más comedido, sino seguramente también más cobarde.

Sus temores aumentan al mismo ritmo que su impotencia para hacerles frente.

Al viejo común ya no le mueve tanto asumir los compromisos arraigados en los valores que hasta ahora enaltecía; la amenaza de la nada inminente le anonada y anula muchos de sus mejores impulsos del pasado. Si todo acaba, si todo se desvanece y nada va a perdurar, ¿por qué esforzarse en emprender una tarea, finiquitar un pleito, conquistar un derecho?
Leo en el periódico que ha muerto J.M. A continuación, lo que va siendo normal en mí: incredulidad primero, olvido inmediato después. Al constatar estos sentimientos, profunda vergüenza. Nace de comprobar unos márgenes tan estrechos para dolernos del final de alguien con quien he tenido tratos amistosos. Pero seguramente se debe también a que yo mismo no puedo esperar de los otros reacciones más intensas a mi propia desaparición.
Como casi a diario, otra nueva noticia de la visita del cáncer, de su ataque por sorpresa a alguien cercano. ¿Qué pasará cuando me toque a mí? Que cambiará sin duda mi vida, que se tornará una tragedia, por más que intente suponer otra cosa o tomármelo a broma. ¿Y ahora mismo? Ahora no es más que materia de conversación incidental, no me afecta ninguna grave dolencia, parece que el enemigo pasa de largo...
Los viejos no queremos mostrarnos físicamente ante los que todavía no lo son, pero nos «huelen» y repasan nuestras arrugas o se asombran de nuestras torpezas y vacilaciones. Ni siquiera queremos acercarnos unos a otros, porque somos espejos recíprocos de lo que rechazamos contemplar, que no son sino las marcas de nuestra ruina. La vejez busca ocultarse.

Probablemente lo más duro de la vejez no sea el declive físico. Éste se limita a custodiar otras miserias de este período y servir de telón de fondo a una decadencia moral. Lo más insufrible de ésta sería la convicción creciente y al final asfixiante de que el hombre es un ser desgraciado, que se ha ganado sus desdichas por mucha dignidad que le atribuyamos.
Síntomas múltiples e inequívocos de que me hago viejo. Lo notas cuando, ante cualquier plazo temporal que se anuncia, te asalta la duda (apenas barnizada de broma) de si seguirás vivo para entonces. O bien cuando, en medio de la gente y sus críos que estrenan por fin el arranque del verano, te esfuerzas en recordar a compañeros ya desaparecidos. Quizá, más que un recordar, es un anticipar: esto va a seguir siendo cuando tú ya no seas. Y, lo que aún cuesta más digerir, que todo será igual que si no hubieras existido.
Puede no ser sólo la afligida confirmación de la pérdida de la belleza o de la energía en el presente, sino el agrio recuerdo de que tampoco en el pasado los contemporáneos reconocieron lo bastante aquella belleza y aquella fuerza cuando eran patentes. Su ocaso actual quizá fuera más llevadero si aún resonaran en su interior los elogios venidos de años atrás.

En definitiva, no estamos dispuestos a irnos de este mundo sin la ilusión de suponer que algunos nos van a echar en falta. Tal vez eso podría aliviar la llegada de lo irremediable, aunque tampoco sé si en cambio prevalecerá el sentimiento de horror ante el desamparo total o el de rencor porque otros sigan vivos.

Esa furia compulsiva con la que algunos viejos despechados por el declive de la edad y la cercanía de la muerte desearían que el mundo no los sobreviviera» (Antonio Muñoz Molina). Por brutal que suene, semejante furia sería comprensible. Se comprende menos la reflexión que le sigue: Dice Camus que la tranquilidad de saber que las tardes perfectas de septiembre seguirán sucediendo cuando nosotros no estemos lo reconcilia a uno con la muerte»

A primera vista me apuntaría al dictamen de Comte-Sponville de que envejecer es durar. «Es vivir todavía, luchar todavía, actuar todavía, amar todavía. Es superar el cansancio, el aburrimiento, la desgana, el temor, el horror (...).
Envejecemos desde que venimos al mundo, pero lo que conocemos propiamente como vejez se sitúa en la última etapa del recorrido. Entonces envejecer ya no es sólo durar, que eso se limita a sobrevivir, sino además arruinarse gradualmente a lo largo de esa duración; es durar, pero con miedo y sin esperanza suficiente. Por eso se ha escrito también: «Quien alaba la vejez no le ha visto la cara».
Una pregunta clave: por qué dedicar tanto empeño a tareas que, a la postre, de nada valen frente a la tragedia que corre ya a nuestro encuentro. Es decir, que no van a aumentar en un día mi vida, ni a disminuir un ápice la pena que me embargará al dejarla. Una respuesta diría que todo lo hacemos para dar esquinazo provisional a la muerte o, mejor, para dejar en suspenso su llegada. Resulta toda una confesión sugerir que así nos entretenemos o nos distraemos, porque viene a reconocer que empleamos el tiempo acuñando fórmulas para embotarnos, que pasamos los días ahuyentando la idea del fin de nuestros días.

Ya hemos aprendido que la entrega al trabajo, la actividad rutinaria (que para nuestra suerte se nos viene encima, lo queramos o no), representa el mejor revulsivo contra la tentación de desesperar. Incluso sin ser conscientes de ello, el trabajo y el ocio, la obligación y la devoción, se incluyen en el capítulo de las diversiones. Nos permiten dar la espalda al fantasma de lo irremediable y de su proximidad.

Sólo me atrevo a presumir que la satisfacción de lo vivido, en quien más partido le haya sacado, puede ayudarle a contrapesar siquiera un poco la congoja por abandonar la vida.
Copio esta reflexión tomada de mi agenda: «El error de la juventud es creer que la inteligencia compensa la falta de experiencia, mientras que el error de la madurez es creer que la experiencia sustituye a la inteligencia».

Me temo, sin embargo, que el error de la juventud no reposa en una sobrevaloración de la inteligencia; a uno le parece que estriba más bien en su engreimiento, que por regla general les priva de intuir lo que sólo puede aportar esa experiencia de la que aún carecen.

El viejo, por lo general, se jacta y se fía sólo del camino que ha recorrido, tiende a desdeñar lo que ignora porque no forma parte de su experiencia. A él nada hay que enseñarle sobre aquello que cree haber vivido. Su decaído afán de aprender se apoya en esa misma autosuficiencia que le procuran los años. Ahí está la razón de que tan a menudo se celebren las sentencias o las manías del viejo sin someterlas a examen: para no desairarle a su edad, por no golpearle con un mentís que ni siquiera llegará a entender. A los ojos de un maduro, pocas cosas pueden ser tan deprimentes como el espectáculo de otro más senil que ha aprendido bien poco de la vida y que, pese a ello, perora con aires de sabio. El autor de aquellas líneas debía haber añadido que, donde falte la inteligencia, la experiencia vale de bien poco. En definitiva, el viejo sólo acaba sabiendo más si intelectualmente se ha cultivado mientras llegaba a viejo.
Ayer tarde en «Urgencias» del Hospital. Lo que allí sucede es como una exposición cotidiana de las múltiples muestras de nuestra inconsistencia, de nuestra íntima sujeción a la precariedad de un cuerpo que se confunde con uno mismo.

Pero fijaos en las caras de los allí reunidos, la diferencia entre el rostro de los pacientes más jóvenes y los más viejos. Para todos, un servicio de Urgencias significa un recordatorio del límite al que llegaremos, del modo imprevisto como nos sacude el daño, de nuestra dependencia respecto de quienes nos atienden y pueden sacarnos del apuro.

Pero las caras de los más jóvenes reflejan la seguridad de que aquella amenaza no va con ellos; es probable que ni se les pase por las mientes.

Se dirigen a la celda de su consulta con plena confianza en que el riesgo máximo no les atañe. Los mayores, en cambio, y no digamos los más ancianos tendidos en la camilla, aguardan con la mirada más seca o perdida el dictamen de los médicos. Ellos saben bien que la enemiga está allá agazapada en alguna esquina, aunque tal vez no sea aún la ocasión en que se haga notar y le baste de momento con anunciarse a través de ese leve cólico nefrítico.
Aquí en la estación de Agramón, damos, de momento por interrumpidas algunas perlas extraídas del libro de Aurelio Arteta. Más adelante, ya veremos si seguimos con alguna más, en función, supongo, del estado de ánimo y caprichos del autor de este blog. El paseo ha sido muy placentero, realizado en una mañana fría y soleada del mes de enero. Nos hemos divertido con la cámara capturando, como ya se ha visto, reflejos proyectados sobre el embalse de Camarillas.
Para cerrar el círculo y volver sobre el lugar donde habíamos dejado estacionado el coche, hemos tenido que buscar un paso para vadear el arroyo de Tobarra, que bajaba bastante crecido.
Esta fotografía la tomé desde la carretera cuando ya me marchaba. Se encuentra muy cerca de Agramón, y corresponde a una formación rocosa, como se puede ver, de aspecto muy curioso (la pétrea alineación me recordó el órgano de una catedral) que llamó poderosamente mi atención. Ya desde casa investigué y pude descubrir que se trata del Pitón volcánico de Cancarix. Sí, no pongas esa cara, que es cierto, aunque su última erupción data de hace unos siete millones de años, del tiempo casi de los dinosaurios, bueno, no seas pejiguero, algo menos de la estancia de aquellos (65mills), bien es cierto, en fin, que los expertos dicen que este volcán se halla extinto hace ya un porrón de años, así que, tranqui confi que hay combi. Asimismo, leo en Internet que este domo volcánico comprendido en la Sierra de las Cabras está catalogado Monumento Natural desde 1998 y Global Geosite (lugar de interés geológico español y relevancia internacional). Esta excursión la hice al cabo de unos días de la presente y me encontré con un paseo muy interesante, perfectamente señalizado, balizado e ilustrado con estupendos paneles informativos que salpican (de forma profusa) todo el recorrido. El domo, por decirlo de forma simple, sería como el contenido de lava del cráter del volcán que ha ido quedando al descubierto por mor de la erosión. La roca que lo forma, denominada lamproita, es de las denominadas ultrapotásicas y su singularidad hace que tenga la denominación específica de cancalita o cancarixita. Ni qué decir tiene que del resultado de aquella segunda excursión por los alrededores de Agramón, tendréis mis seguidores y esporádicos visitantes cumplida cuenta en la siguiente entrada.
¡HASTA LA PRÓXIMA AMIGOS!

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