21 octubre 2019

DINOSAURIOS EN LA SIERRA DE LAS VILLAS VIII (extinción) FINAL

Y de momento, llegamos al principio del capítulo final de esta saga monotemática que hemos abordado a propósito de los dinosaurios. El tiempo empleado lo doy por bueno ya que me ha servido para profundizar en el conocimiento que sobre estas criaturas pensaba que tenía, pero descubriendo que era más bien poco y repleto de tópicos, mitos y leyendas cinematográficas. A priori, no entraba en mis planes extenderme tanto, pero está claro que la capacidad de síntesis no es lo mío ni he albergado nunca voluntad alguna de alcanzarla. Además, un libro de 400 páginas, repleto de especies de dinosaurios, datos, teorías científicas y explicación de los diversos métodos que hoy se emplean para estudiar los fósiles, no se resume en dos párrafos, mucho menos si gran parte de lo que se dice en él a mí mismo me resulta asaz interesante. De hecho, la descripción que nuestro amigo Brusatte hace (al que ya hemos perdonado que ignorara al Spinosaurus en su libro) del modo en que colisiona el meteorito contra la tierra, y de las fatales consecuencias que ello origina, me parece apoteósica. Parece palmario, que entre las cinco principales extinciones masivas que hasta la fecha, desde su génesis, se cree, han tenido lugar sobre nuestro planeta, descolla la que desencadenó la desaparición de esos seres increíbles que fueron los dinosaurios. Hace sesenta y tantos millones de años, los antepasados de las aves actuales se evaporaron de la faz de la Tierra sin dejar rastro. Su extinción, que todo apunta a que pudo ser provocada por la caída de un meteorito, sigue siendo motivo de debate para la ciencia. Brusatte la imagina y retrata como si de un testigo de excepción se tratara. Su gráfico relato describe un panorama desolador; lo que pudo acontecer en aquel nefasto y mortífero instante, en que sobrevino el cataclismo y con él, a los pocos días, la extinción masiva de todos los tiranolagartos, triceratops y compañía. No se pierdan amigos, las tres recreaciones de la hecatombe contenidas en los cortos de vídeo, que son absolutamente espectaculares. Comenzamos con el primero.

LA 5ª EXTINCIÓN
Fue el peor día de la historia de nuestro planeta. Unas pocas horas de violencia inimaginable que desbarataron más de 150 millones de años de evolución y pusieron a la vida en un nuevo rumbo. T rex estaba allí para presenciarlo. Cuando una manada de rex se despertó aquella mañana de hace 66 millones de años, en lo que acabaría siendo el último día del periodo Cretácico, todo parecía normal en el reino de Hell Creek, al igual que había ocurrido durante generaciones, durante millones de años. Bosques de coníferas y ginkgos se extendían hasta el horizonte, entremezclados con las flores brillantes de palmeras y magnolias. El rumor distante de un río, que se apresuraba hacia el este para vaciarse en el gran canal marítimo que bañaba Norteamérica occidental, quedaba ahogado por el mugido bajo de una manada de Triceratops de varios miles de individuos.
Mientras la manada de T rex se preparaba para la caza, la luz del sol empezaba a filtrarse a través del dosel arbóreo. Resaltaba el perfil de varias criaturas de pequeño tamaño que surcaban raudas el cielo, algunas batiendo sus alas emplumadas y otras planeando a favor de las corrientes de aire caliente que se elevaban desde la humedad del nuevo día. Sus trinos y gorjeos eran hermosos, una sinfonía matutina que el resto de los animales del bosque y de las llanuras de inundación podían oír; los anquilosaurios acorazados y los paquicefalosaurios de cabeza en domo que se escondían en los árboles, las legiones de picos de pato que apenas empezaban su desayuno de flores y hojas, los raptores que perseguían a mamíferos del tamaño de ratones y lagartos a través de la maleza.
Entonces todo comenzó adquirir un tono extraño, completamente ajeno a todas las normas de la historia de la Tierra. Durante las últimas semanas, los rex más perceptivos quizá habrían advertido una esfera refulgente en el cielo, a gran distancia, una bola difusa de silueta llameante, como una versión más apagada y pequeña del Sol. La esfera parecería hacerse mayor para después, desaparecer de la vista durante grandes periodos del día. Los Rex no hubiesen podido llegar a ninguna conclusión; estaba mucho más allá de su capacidad cognitiva contemplar los movimientos de los cielos. Pero esa mañana, cuando la manada salió de entre los árboles y se situó en la orilla del río, todos pudieron ver que algo era diferente. La esfera estaba de nuevo allí y era gigantesca, su brillo iluminaba gran parte del cielo al sudeste en una neblina imprecisa y psicodélica.
Entonces, un destello. Sin ruido, solo un fulgor amarillo durante una fracción de segundo, que iluminó todo el cielo, dejando desorientados a los rex por un momento. Cuando volvieron a enfocar los ojos, advirtieron que había desaparecido, y que el cielo estaba de un color azul apagado. El macho alfa se giró para examinar al resto de la manada...
Y entonces otro destello los pilló por sorpresa, este mucho más vengativo. Los rayos iluminaron el aire matutino en una exhibición de fuegos artificiales y les quemaron las retinas. Uno de los machos jóvenes cayó, fracturándose las costillas. El resto quedaron inmovilizados, parpadeando alocadamente intentando librarse de las chispas y motas de polvo que les inundaban la vista. Todavía ningún sonido acompañaba a la furia visual. De hecho, no había ningún ruido en absoluto. Para entonces, las aves y los raptores voladores habían dejado de gorjear, y el silencio se cernía sobre Hell Creek.
La calma solo duró unos segundos. A continuación el suelo bajo los pies empezó a retumbar, después a temblar y después a fluir. Como si fueran olas. Unos pulsos de energía atravesaban las rocas y el suelo, el terreno subía y bajaba, como si una serpiente gigantesca estuviera culebreando por debajo. Todo lo que no estaba arraigado en el suelo salió disparado hacia arriba; cayó, y de nuevo arriba y abajo: la superficie de La Tierra se había transformado en una cama elástica. Los dinosaurios pequeños, al igual que los mamíferos y lagartos diminutos, salieron catapultados hacia arriba, y después cayeron sobre árboles y rocas, se despanzurraron al llegar a tierra. Las víctimas danzaban por los aires como estrellas fugaces. Incluso los mayores rex de la jauría, los más pesados, de doce metros de largo, salieron lanzados a varios metros del suelo. Durante unos minutos, rebotaron sobre este, impotentes, tratando de lidiar con la situación. Momentos antes, eran los déspotas indiscutibles de todo un continente; ahora habían pasado a ser poco más que unas bolas de billar de siete toneladas, cuyo cuerpo flácido era lanzado al aire y chocaba con los demás con fuerza más que suficiente para quebrar cráneos, partir cuellos y romper patas. Cuando el temblor terminó por fin y el suelo dejó de ser elástico, la mayoría de los rex estaban esparcidos a lo largo de la ribera, como bajas en un campo de batalla.
Muy pocos de los rex o de los otros dinosaurios de Hell Creek pudieron alejarse caminando del baño de sangre. Pero algunos lo hicieron. Mientras los afortunados supervivientes se fueron tambaleándose, evitando los cadáveres de sus compañeros, el cielo empezó a cambiar de color sobre sus cabezas. El azul se volvió anaranjado y, después, rojo pálido. El rojo se hizo más nítido y más oscuro, y luego cada vez más y más brillante, como si los faros de un coche gigantesco se estuvieran acercando cada vez más. Pronto todo estuvo bañado en un esplendor incandescente.
Entonces llegaron las lluvias, aunque lo que caía del cielo no era agua, sino cuentas de vidrio y pedazos de roca, tan calientes que quemaban. Unos pedazos del tamaño de guisantes bombardearon a los dinosaurios supervivientes, causándoles quemaduras profundas en la carne. Muchos fueron acribillados y abatidos, y sus cadáveres destrozados se unieron a los de las víctimas del terremoto en el campo de batalla. Mientras tanto, a medida que las balas de roca vítrea caían zumbando desde lo alto, transferían calor al aire. La temperatura de la atmósfera fue subiendo hasta que la superficie de la Tierra se convirtió en un horno. Los bosques se incendiaron espontáneamente y los incendios forestales lo barrieron todo. Ahora los animales supervivientes se asaban, y su piel y sus huesos se cocían a temperaturas que producían quemaduras de tercer grado al instante.
 No habían pasado más de quince minutos desde que la jauría T rex se sorprendió por la primera descarga luminosa, pero para entonces ya estaban todos muertos, como lo estaban la mayoría de los dinosaurios con los que habían convivido. Los bosques y los valles fluviales antaño frondosos estaban en llamas. Aun así, había animales que habían sobrevivido, cómo algunos mamíferos y lagartos que se hallaban bajo tierra o algunos cocodrilos y tortugas que estaban sumergidos bajo el agua, así como algunas aves que habían podido volar hasta refugios más seguros.
Durante la hora siguiente, aproximadamente, la lluvia de balas cesó y el aire se enfrió. Una bocanada de calma se acomodó en Hell Creek. Parecía que el peligro había pasado, y muchos de los supervivientes salieron de los lugares en los que se habían ocultado para inspeccionar el escenario. Había sido una carnicería y, aunque el cielo ya no era de color rojo radiactivo, se estaba volviendo más negro a medida que se llenaba del hollín de los incendios forestales, aún activos. Cuando un par de raptores olisquearon los cuerpos carbonizados de la jauría de T rex, debieron de pensar que habían sobrevivido al apocalipsis.
Estaban equivocados. Aproximadamente dos horas y media después del primer destello luminoso, las nubes empezaron a ulular. El hollín de la atmósfera empezó a arremolinarse en tornados. Y entonces (ssssssss) el viento arremetió a través de las llanuras y de los valles fluviales, alcanzando la fuerza de un huracán, lo bastante intenso para hacer que las orillas de ríos y lagos se desbordaran. Junto a esto llegaba un ruido ensordecedor, más fuerte que nada que aquellos dinosaurios hubieran oído nunca. Y después otro. El sonido se desplaza mucho más lentamente que la luz, y estas eran las explosiones sónicas que habían tenido lugar al mismo tiempo que los dos destellos luminosos, causados por el horror lejano que horas antes había iniciado la reacción en cadena de fuego y azufre.
 Los oídos de los raptores rompieron y estos chillaron por el dolor, y muchas de las criaturas más pequeñas se volvieron rápidamente a la seguridad de sus madrigueras. Mientras todo esto ocurría en el oeste de Norteamérica, otras partes del mundo padecían sus propios trastornos. Los terremotos, la lluvia de roca vítrea y los vientos huracanados fueron menos severos en Sudamérica, donde vagaban los carcarodontosaurios y los saurópodos gigantes. Lo mismo ocurría en las islas europeas que los extraños dinosaurios enanos de la actual Rumanía consideraban su hogar. Aun así, los dinosaurios todavía tenían que habérselas con los temblores del terreno, los incendios forestales y un calor intenso, y muchos de ellos murieron durante aquellas mismas dos horas de caos que arrasaron la mayor parte de la comunidad de Hell Creek. Pero también hubo lugares donde las cosas fueron mucho peores. Gran parte de las costas de la zona central del Atlántico fueron golpeadas por tsunamis el doble de altos que el Empire State, lo que arrastró los cadáveres de reptiles marinos gigantescos como los plesiosaurios y otros a gran distancia tierra adentro. Los volcanes empezaron a vomitar ríos de lava en India. Y una zona de América Central y del sur de Norteamérica, todo lo que había en un radio de unos mil kilómetros alrededor de la península de Yucatán y del México actual, quedó aniquilado. Vaporizado.
Cuando la mañana dio paso a la tarde y después a la puesta de sol, los vientos fueron disminuyendo. La atmósfera continuó enfriándose y, aunque hubo algunas réplicas, el suelo era estable y sólido. Los incendios forestales ardían a lo lejos. Cuando por fin llegó la noche, y el día más horrible de todos pudo darse por terminado, muchos dinosaurios, quizá incluso la mayoría, habían muerto en todo el mundo. Sin embargo, algunos consiguieron llegar mal que bien al día siguiente, a la semana siguiente, al mes siguiente, al año siguiente y a las décadas siguientes. No fue una época fácil. Durante varios años después de aquel día terrible, la Tierra se enfrió y se oscureció debido a que el hollín y el polvo de las rocas permanecían en la atmósfera y no dejaban pasar la luz del sol. La oscuridad trajo consigo el frío, un invierno nuclear al que solo los animales más resistentes pudieron sobrevivir. 
La oscuridad hizo también muy difícil que las plantas pudieran subsistir, pues necesitan la luz solar para realizar la fotosíntesis que constituye su alimento.
 Al morir las plantas, las cadenas trópicas se derrumbaron como un castillo de naipes, lo que causó la muerte de muchos de los animales que habían podido soportar el frío. Algo parecido ocurrió en los océanos, donde la muerte del plancton fotosintetizador se llevó tras sí al plancton mayor y a los peces que se alimentaban de aquel, y a su vez a los reptiles gigantes de la cumbre de la pirámide trófica. 
Al final, el sol se abrió paso a través de la oscuridad, cuando el agua de lluvia limpió la atmósfera de hollín y de otras impurezas. Sin embargo, era una lluvia muy ácida, que escaldó gran parte de la superficie de la Tierra. Tampoco bastó para eliminar los aproximadamente diez billones de toneladas de dióxido de carbono lanzadas al cielo con el hollín. El dióxido de carbono es un desagradable gas de efecto invernadero que atrapa el calor en la atmósfera, así que el invierno nuclear pronto dio paso al calentamiento global. Todo ello confluyó en una guerra de desgaste que eliminó a cualesquiera dinosaurios que no hubieran sucumbido ya por el cóctel inicial de terremotos, azufre e incendios.
Unos cuantos cientos de años después de aquel día aciago unos pocos miles de años todo lo más, el occidente de Norteamérica era un paisaje cicatrizado, postapocalíptico. Lo que antaño había sido un ecosistema diverso de extensos bosques, avivado por el pisoteo de las pezuñas de Triceratops y dominado por T rex, se hallaba ahora tranquilo y vacío en su mayor parte. Aquí y allí, un inesperado lagarto se deslizaba entre los matorrales, algunos cocodrilos y tortugas chapoteaban en los ríos, y unos mamíferos del tamaño de ratas echaban una ojeada desde la entrada de sus madrigueras. Había todavía unas pocas aves, que picoteaban las semillas que aún había enterradas en el suelo, pero todos los demás dinosaurios habían desaparecido. 
Hell Creek se había Convertido en un infierno. Y lo mismo había ocurrido en gran parte del mundo. Fue el fin de la era de los Dinosaurios. 
Lo que ocurrió aquel día (cuando el Cretácico terminó con una explosión y se firmo la pena de muerte de los dinosaurios) fue una catástrofe a una escala inimaginable que, afortunadamente, la humanidad no ha experimentado nunca. Un cometa o un asteroide (no sabemos con seguridad si uno u otro) chocó contra la Tierra, golpeando lo que en la actualidad es la península de Yucatán, en México. Tenía unos diez kilómetros de diámetro, aproximadamente el tamaño del Everest. Es probable que se desplazara a una velocidad de unos ciento ocho mil kilómetros por hora, cien veces más rápido que un avión de pasajeros a reacción. Cuando impactó contra el planeta, golpeó con la fuerza de más de cien billones de TNT, algo así como la energía de mil millones de bombas nucleares. Se hundió unos cuarenta kilómetros dentro de la corteza terrestre y llegó hasta el manto, dejando un cráter de más de ciento sesenta kilómetros de diámetro.
 El impacto dejó a una bomba atómica a la altura de un petardo de los que se tiran el Cuatro de Julio. Era una mala época para estar vivo. Los dinosaurios de Hell Creek vivían a unos tres mil quinientos kilómetros al noroeste de la zona de impacto a vuelo de Microraptor. Con independencia de ciertas licencias artísticas, habrían experimentado más o menos la sarta de terrores arriba descritos. Sus primos de Nuevo México (versiones meridionales de T rex, distintos tipos de dinosaurios cornudos y de pico de pato, y algunos de los pocos saurópodos que vivían en Norteamérica, cuyos huesos he recolectado durante muchos veranos de trabajo de campo) lo habrían pasado incluso peor.
Se hallaban solo a unos dos mil cuatro cientos kilómetros del lugar del impacto. Cuanto más cerca, mayores habrían sido los horrores: los estallidos de luz y sonido habrían llegado más deprisa, los terremotos habrían sido más graves; la lluvia de vidrio y rocas, más intensa, y la temperatura del horno, mayor. Todos los animales a una distancia de unos mil kilómetros de Yucatán habrían pasado a ser fantasmas al instante. 
La esfera resplandeciente en el cielo que habría captado el interés de la manada de T rex era el propio cometa o asteroide. (de aquí en adelante, me referiré a él como asteroide, por simplificar) Si hubiéramos estado allí en aquel entonces, lo habríamos visto.
Es probable que la experiencia hubiera sido parecida a los momentos en los que el cometa Halley se ha acercado a la Tierra. Flotando aparentemente en los cielos, el asteroide habría parecido inocuo. No le habríamos dado importancia, al menos al principio.
El primer destello de luz tuvo lugar cuando el asteroide penetró en la atmósfera de la Tierra y comprimió de forma violenta el aire a su paso, tanto que este se volvió cuatro o cinco veces más caliente que la superficie del Sol y se inflamó. El segundo destello fue el del propio impacto, cuando el asteroide chocó contra suelo firme. Los estampidos sónicos asociados con ambos destellos vinieron muchas horas después, al desplazarse el sonido mucho más lentamente que la luz. Con ellos llegaron los vientos, que probablemente soplaron a más de mil kilómetros por hora cerca de Yucatán y todavía a varios cientos de kilómetros por hora cuando llegaron a Hell Creek. En comparación, la máxima velocidad del viento del huracán Katrina se midió en unos doscientos ochenta kilómetros por hora.
Cuando el asteroide y la Tierra chocaron, se liberó una enorme cantidad de energía, que produjo unas ondas de choque que hicieron que el suelo temblara como una cama elástica. Es probable que llegaran a diez en la escala de Richter, una potencia mayor que la de cualquier cosa con la que se hayan topado las civilizaciones humanas. Algunos de estos terremotos desencadenaron los tsunamis del Atlántico, que arrancaron peñascos del tamaño de edificios y los lanzaron a gran distancia hacia el interior del continente; otros hicieron que los volcanes del área de la actual India se aceleraran y estuvieran en erupción durante miles de años, agravando las consecuencias del asteroide.
La energía de la colisión vaporizó el asteroide y la roca madre contra la que este había colisionado. Polvo, tierra, roca y otros residuos del impacto salieron disparados hacia el cielo, la mayoría como vapor o como líquido, pero algunos como fragmentos de roca, pequeños pero todavía sólidos. Parte de este material voló, sobrepasó los límites exteriores de la atmósfera y pasó al espacio exterior.
 Pero lo que sube, mientras no alcance la velocidad de escape, tiene que caer y, en este caso, al hacerlo, la roca licuada se enfrió en burujos vítreos y lanzas en forma de lágrima, que transfirieron calor a la atmósfera y la transformaron en un horno.
Las temperaturas alcanzaron un máximo y prendieron los incendios forestales, quizá no en todo el mundo, pero si en gran parte de Norteamérica y en cualquier otro lugar a unos pocos miles de kilómetros de Yucatán.
Vemos los restos chamuscados de hojas y madera (como la materia que queda cuando se ha extinguido una fogata de campamento) en rocas que se depositaron justo después del impacto del asteroide. El hollín de los incendios, junto con otras clases de polvo y de mugre levantadas por el impacto, demasiado liviano para volver a caer en tierra, se habría quedado flotando en la atmósfera, obturando las corrientes de aire que circulan por el globo, hasta que todo el planeta se hubo quedado a oscuras. Es probable que durante el periodo que siguió, (equivalente a un invierno nuclear global) la mayoría de los dinosaurios en áreas alejadas del ardiente cráter también desaparecieron.
                 
El iridio es súper raro en la Tierra, pero mucho más común en el espacio exterior. ¿Podría algo procedente de las regiones lejanas del sistema solar haber aportado una bomba de iridio hace 66 millones de años? Quizá había sido la explosión de una supernova, pero más probablemente un cometa o un asteroide. Pero no podía haber ninguna duda; el agujero de ciento ochenta kilómetros de diámetro enterrado bajo México, el llamado cráter de Chicxulub, se dató, como justo del final del Cretácico, hace 66 millones de años.
 Es uno de los mayores cráteres de la Tierra, una indicación de lo grande que era el asteroide, de lo catastrófico que habría sido el impacto. Probablemente fuera uno de los mayores asteroides, Si no el mayor, que haya colisionado con la Tierra en los últimos quinientos millones de años. Probablemente los dinosaurios no tuvieron una sola oportunidad. 
Todo lo más, el asteroide fue el golpe de gracia que dio fin a un holocausto que la naturaleza ya había iniciado. Parece demasiada coincidencia para tomárselo en serio; un asteroide de diez kilómetros de diámetro que llega en el preciso momento en que miles de especies ya se hallan en su lecho de muerte. Sin embargo, a diferencia de quienes creen que la Tierra es plana o los que niegan el calentamiento global, estos escépticos tienen un argumento a su favor. Cuando el asteroide cayó del cielo, no interrumpió bruscamente una especie de mundo perdido, inmutable e idílico, de los dinosaurios, sino que impactó contra un planeta que ya se encontraba en una situación relativamente caótica. 
Los grandes volcanes de la actual India, cuya actividad el asteroide habría acelerado, ya habían empezado las erupciones unos cuantos millones de años antes. Las temperaturas ya se estaban enfriando gradualmente, y el nivel del mar fluctuaba de manera espectacular. ¿Es posible que algunos de estos factores influyeran en la extinción? Quizá fueron los principales culpables; quizá estos cambios ambientales a más largo plazo ya estaban haciendo que los dinosaurios se consumieran lentamente.
La situación era similar en España, donde se están haciendo descubrimientos nuevos e importantes en los Pirineos, a lo largo de la frontera con Francia. En términos geológicos encontramos que no queda ninguna duda de que la extinción de los dinosaurios fue abrupta: que tuvo lugar, todo lo más, en el decurso de unos pocos miles de años. Los dinosaurios prosperaban y, después, desaparecen de las rocas sin más, al mismo tiempo en todo el mundo, de todos los lugares en los que se conocen rocas del Cretácico tardío. Nunca encontramos sus fósiles en rocas del Paleógeno, depositadas tras el impacto del asteroide; nada, ni un solo hueso, ni una única huella, en parte alguna. Esto significa que hay que buscar al culpable en un acontecimiento catastrófico repentino, espectacular, y el asteroide es un obvio candidato. 
Sin embargo, queda un matiz. Los grandes herbívoros sí que experimentaron una disminución parcial justo antes del final del Cretácico, y los dinosaurios europeos vivieron un proceso de sustitución. Parece que esto tuvo consecuencias, pues hizo que los ecosistemas fueran más susceptibles al colapso, haciendo más probable que la extinción de unas pocas especies reverberara a través de toda la cadena trófica.
Así pues, en conjunto, parece que el asteroide llegó en un momento horrible para los dinosaurios. Si hubiera caído algunos millones de años antes, previamente a la reducción de la diversidad de los herbívoros y quizá de la sustitución europea, los ecosistemas habrían sido más robustos y habrían estado en una mejor posición para enfrentarse al impacto. Si hubiera ocurrido algunos millones de años más tarde, quizá la diversidad de los herbívoros se hubiera recuperado (como lo había hecho otras incontables veces a lo largo de los más de 150 millones de años precedentes en la evolución de los dinosaurios, en que tuvieron lugar pequeñas reducciones de la diversidad y se corrigieron) y de nuevo los ecosistemas hubieran sido más robustos. Probablemente, nunca es buen momento para que un asteroide de diez kilómetros de diámetro llegue disparado desde el cosmos, pero para los dinosaurios, hace unos 66 millones de años pudo haber sido uno de los peores momentos posibles, un momento muy concreto en el que se hallaban particularmente expuestos. Si aquello hubiera ocurrido unos pocos millones de años antes o después, quizá no habría solo gaviotas congregándose al otro lado de mi ventana, sino también tiranosaurios y saurópodos.
 Si hay una proposición, única y directa, sobre la que yo apostaría mi carrera, seria esta: sin asteroide, no habría habido extinción de los dinosaurios. Si redujésemos la vida en aquel momento a un juego de naipes, los dinosaurios se habrían quedado con las peores cartas.
Sin embargo, algunas especies tuvieron a su disposición una escalera real. Entre ellas estaban nuestros antepasados del tamaño de ratones, que pudieron superar la barrera y pronto tuvieron la oportunidad de fundar su propia dinastía. Después estaban las aves. Muchas aves y sus primos cercanos, los dinosaurios emplumados, murieron; todos los dinosaurios de cuatro alas y los dinosaurios parecidos a murciélagos, todas las aves primitivas con cola larga y dientes. Pero las aves de estilo moderno resistieron. No sabemos exactamente por qué. Quizá se debió a que sus grandes alas y potentes músculos pectorales les permitieron alejarse volando literalmente del caos y encontrar un refugio seguro. Quizá se debió a la rápida eclosión de los huevos y el crecimiento acelerado de los polluelos hasta hacerse adultos. 
Pudo ser que tuviesen una alimentación especializada, basada en semillas, esas pequeñas y nutritivas pepitas que pueden sobrevivir en el suelo durante años, décadas e incluso siglos. Lo más probable es que fuera una combinación de estas ventajas y de otras que todavía no hemos reconocido. Y además, una gran cantidad de buena suerte. Después de todo, hay muchas cosas sobre la evolución de la vida que se reducen a la suerte. 
Los dinosaurios tuvieron su gran oportunidad de remontar después de que aquellos terribles volcanes de hace 250 millones de años devastaran casi todas las especies de la Tierra, y después tuvieron la fortuna de superar una segunda extinción al final del Triásico, que eliminó a sus competidores crocodilios. 
Ahora se habían vuelto las tornas, y T rex y Triceratops habían desaparecido. Los saurópodos ya no harían retumbar la tierra nunca más. Pero no olvidemos lo que son las aves: dinosaurios que sobrevivieron y que están todavía con nosotros.
El imperio de los dinosaurios puede haber terminado, pero los dinosaurios permanecen.
Sin embargo, a decir verdad, no estoy aquí por los dinosaurios. Esto puede parecer un sacrilegio, porque he pasado la mayor parte de mi joven carrera sobre la pista de T. rex y de Triceratops. Pero lo que intento es entender qué ocurrió después de que los dinosaurios desaparecieran, cómo se curó la Tierra, cómo empezó todo de nuevo y se forjó un nuevo mundo.
Como el lector recordará, los mamíferos aparecieron junto con los dinosaurios, en la violenta e impredecible Pangea, hace más de 200 millones de años, en el Triásico.
Pero unos y otros siguieron después caminos divergentes. Mientras que los dinosaurios se sobrepusieron a sus competidores iniciales, los crocodilios, superaron la extinción del final del Triásico, crecieron hasta alcanzar unos tamaños colosales y se extendieron por todos los continentes, los mamíferos permanecieron en la sombra. 
Se acostumbraron a sobrevivir en el anonimato, aprendieron a comer distintos tipos de alimento, a esconderse en madrigueras y a desplazarse por el entorno sin ser detectados. 
Algunos incluso descubrieron cómo planear por la bóveda arbórea, y otros cómo nadar. 
Durante todo este tiempo el tamaño fue siempre modesto. Ningún mamífero que viviera con los dinosaurios alcanzó un tamaño superior al de un tejón. Eran actores secundarios en la puesta en escena del Mesozoico.
Entre los mamíferos que se ha descubierto de aquella época se encuentra el esqueleto de un animal del tamaño de un cachorro llamado Torrejonia.
Tenía unas extremidades larguiruchas y unos extensos dedos en manos y pies, y es probable que tuviese un aspecto, me atrevo a decirlo, muy tierno y adorable. 
Vivió unos tres millones de años después del impacto del asteroide, pero su grácil esqueleto no parece fuera de lugar en el mundo que conocemos en la actualidad. 
Casi podemos imaginarlo saltando entre los árboles, con esos largos dedos aferrados a las ramas.
Torrejonia es uno de los primates más antiguos, un primo nuestro, relativamente cercano. Es un recordatorio claro de que nosotros usted, yo, todos los humanos tuvimos ancestros que estaban allí aquel día terrible, que vieron la roca que cayó del cielo, que resistieron el calor, los terremotos y el invierno nuclear, que consiguieron rebasar el límite entre el Cretácico y el Paleógeno, y que después, ya en el otro lado, evolucionaron en saltadores arborícolas como Torrejonia.
Otros 60 millones de años de evolución, acabarían por transformar a estos humildes protoprimates en simios bípedos que filosofaban, que escribían o leían libros y que buscaban fósiles. 

Si el asteroide nunca hubiese caído sobre Tierra, si nunca hubiese iniciado aquella reacción en cadena de extinciones y procesos evolutivos, es muy probable que los dinosaurios continuaran aquí y nosotros nunca hubiésemos tenido oportunidad siquiera de asomar la nariz en cualquiera de las especies de nuestros predecesores más ancestrales. 
Hay un recordatorio todavía más claro, una lección de gran importancia que se puede extraer de la extinción de los dinosaurios. Lo que ocurrió al final del Cretácico nos dice que incluso los animales que dominan sin rivales, en un momento pueden extinguirse... y de manera muy repentina. 
Los dinosaurios habían estado aquí durante más de 150 millones de años cuando les llegó la hora. Habían soportado toda clase de adversidades, la evolución los había dotado de superpoderes, como un metabolismo rápido y un tamaño enorme, y habían vencido a sus rivales, de manera que reinaban sobre todo un planeta.
Algunos desarrollaron alas, y podían volar más allá de los límites del suelo firme; otros hacían temblar de verdad la Tierra cuando caminaban. Es probable que hubiera varios miles de millones de dinosaurios distribuidos por todo el mundo, desde los valles de Hell Creek hasta las islas de Europa, que se despertaron aquel día de hace 66 millones de años seguros de su lugar indisputado en el pináculo de la naturaleza. (en las imágenes inferiores, Hell Creek)
Después, literalmente en una fracción de segundo, se terminó. Los humanos llevamos ahora la corona que una vez perteneció a los dinosaurios. Estamos seguros de nuestro lugar en la naturaleza, incluso cuando nuestras acciones están cambiando rápidamente el planeta que nos rodea. Esto me inquieta, y hay un pensamiento que no se me quita de la cabeza mientras camino por el duro desierto de Nuevo México, al ver cómo los huesos de los dinosaurios dejan paso de manera muy abrupta a los fósiles de Torrejonia y otros mamíferos. Si les pudo suceder a los dinosaurios, ¿podría ocurrirnos también a nosotros? 
Inquietante la última frase de Brusatte. Al hilo de ella, he aquí esta espectacular recreación.

Y con el testimonio gráfico de nuestro paso por El Charco de la Pringue, vamos llegando al final de nuestro relato. 
Seguiremos insistiendo en el tema más adelante, cuando me recupere del voluntario empacho dinosaurio del que he sido consentida víctima. Así pues, de momento y siempre y cuando nos lo permita el doctor Parreño, nos tomamos un respiro hasta cuando de nuevo sintamos la llamada del cretácico, que no será dentro de mucho. De hecho, queda pendiente comentar las particularidades de esa otra lectura de la que dejamos constancia en el primer capítulo de esta serie. Que no se nos olvide. Apuntado queda.
Este paraje en época estival, se pone a reventar de bañistas. Tienes que madrugar mucho para encontrarlo de esta manera, desierto.
La emblemática área recreativa de El Charco del Aceite dispone de estacionamiento para vehículos, fuentes para beber, merenderos, columpios, santuario, bar y amplias zonas de baño y espacio para jugar los críos. Un lugar ideal para pasarlo en familia.
El conocido Puente de los Agustines, que hay que atravesar para llegar al principio de ruta.
El río Guadalquivir
Bajo el puente de los Agustines
El embalse del Tranco de Beas
Y para finalizar definitivamente esta entrada, en la que, con mayor o menor fortuna, hemos ido tratando el tema de los dinosaurios, quiero finiquitarla con una curiosidad. El Picozapato (Balaeniceps rex o Shoebill) es un ave viva, actualmente en vías de extinción, de color gris, aspecto prehistórico y una altura de más de metro y medio que la convierte en una de las aves más altas del planeta. Su brillante y curiosa anatomía, extraña combinación de patas de cigüeña, pico de pelícano y cabeza de águila, nos hace admirarla y temerla al mismo tiempo, dada su mirada aviesa que parece humana. Su nombre común alude a la forma de su enorme pico. Se dice que es el último dinosaurio viviente en la tierra.Un macho adulto mide unos 1.20 metros de longitud y hasta 1.50 metros de altura, siendo las hembras ligeramente más pequeñas. Miden entre 1 metro y 1.40 metros de largo y su envergadura alar está entre 2.30 metros y 2.60 metros. (Es lo que mide desde la punta de un ala a la otra cuando las despliega). Pesa entre 4 y 7 kilos. Hasta ahora se han descrito dos parientes fósiles de los picozapatos; Goliathia del Oligoceno Inferior de Egipto y Paludavis del Mioceno Inferior del mismo país. Se ha sugerido que la enigmática ave fósil africana Eremopezus es pariente también, pero la evidencia ha corroborado la falsedad de esta hipótesis. Todo lo que se sabe de Eremopezus es que fue un ave muy grande, del tipo de aves no voladoras con pies flexibles, que le permitía desenvolverse muy bien entre la vegetación para atrapar con extrema eficacia a sus víctimas.


Y con esto y un gazpacho...
¡HASTA LA PRÓXIMA AMIGOS!