Nos hallamos ante un paisaje que habiendo sido radicalmente alterado por la
    mano del hombre, una vez exprimido su jugo, quedaron las secuelas del saqueo
    pues en el entorno más inmediato a la población, y ¡ojo!, transcurridos
    más de sesenta años desde que se clausuró la explotación, todavía hoy en día
    permanecen aquellos edificios, hoy convertidos en ruinas, también los
    hediondos pozos mineros, tal cual, como los dejaron, sin sellar ni nada, las
    casas cuevas, también dejadas de la mano de dios y enormes montañas de
    escoria que dan la impresión de un abandono de siglos. De momento, el
    tránsito de senderistas por aquí no parece muy frecuente, aunque como en su
    día le sucediera a la mina, puede que se ponga de moda en el futuro pues ya
    existen unos cuantos recorridos publicados en wikiloc, que se fomentarían y
    divulgarían todavía más si habilitaran en todo su trayecto, esa pasarela que
    discurre por el Cañón de Almadenes (hoy en día seccionada, como ya hemos
    visto), al modo de un "caminito del rey", que aquí podría denominarse,
    "caminito del minero o del pantano", a
    gusto del promotor y de este modo, poder imprimir a este interesante
    lugar, una clara orientación cultural y sendero turística, porque salvo los
    cuatro lugareños que en la actualidad puedan vivir de la agricultura, en
    especial del arroz, ¿a ver qué posibilidades tiene un joven para buscarse
    las habichuelas en este apartado rincón?; y ya no digamos un emprendedor que
    estuviera decidido a hipotecar su vida y ahorros en una localidad tan
    aislada y escasa de opciones laborales como esta. En fin, que el panorama
    futuro de Las Minas no parece a priori muy halagüeño.
  Tal vez me equivoque pero todo indica que si nada ni nadie lo remedia, la población
    de Las Minas está llamada a desaparecer, y si no exactamente a eso, cuanto
    menos a quedarse sin gente por una mera cuestión biológica. Se convertiría
    como tantas otras, en una población fantasma, de momento deshabitada que no
    abandonada, mientras queden oriundos, hijos de aquellos mineros que aquí
    moraron hasta su muerte, que aún habitando fuera, gustan de retornar a la
    casa de su pueblo, en fechas señaladas o cada cierto tiempo. Seguro que en
    el contacto visual y "el olor" de las pertenencias que fueron de sus padres,
    con más intensidad y emoción los evocan y atraen recuerdos de su niñez. 
  Por el antiguo coto minero existen unos cuantos de estos pozos (por lo que he podido saber, llegaron a estar abiertos hasta 80) en los que,
    por razones obvias, hay que llevar cuidado de no tropezar y colarse dentro.
    Su profundidad media parece importante (entre 20 y 30 metros), aunque
    resulta complicado arrimarse para comprobarlo, por la existencia de una
    endeble alambrada que delimita su más inmediato perímetro. No obstante,
    cuando te asomas, es frecuente ahuyentar a los muchos palomos que permanecen
    dentro. Particularidad curiosa, sin duda.
    A mi este lugar me resulta apasionante pues ahora que conozco un poco su
      pasado, entiendo que su devenir minero estuvo ligado durante siglos a la
      propia historia de España y hasta se podría afirmar, que de Europa misma,
      que ahora lo ves tan aislado, tan olvidado y deprimido, tan en vías de
      extinción de su población, que parece mentira que en el pasado hubiese
      sido tan importante y decisivo para reyes y la humilde vida de tantas y tantas personas
      que anduvieron luchando y bregando por este azaroso territorio.   
  
  
  
  
    Daniel Carmona Zubiri cuenta en su apasionante libro que Juan Sánchez
      Buendía, clérigo y vecino de Moratalla, y Alonso Monreal, vecino de Abarán
      y hermano del anterior, "descubren por casualidad" las minas de azufre de
      Hellín. A partir de ese momento se iniciarán los trámites para registrar
      la mina, cuyo primer jalón es con fecha 2 de Julio de 1562, al objeto de
      conseguir una Provisión para que el gobernador de la Orden de Santiago en
      el partido de Caravaca y Moratalla les permitiera beneficiarla cobrando el
      derecho que a Su Majestad correspondiera.
  
  
    Para el lícito registro de los alcrebitales se exigía delimitar el
      yacimiento, por lo que Juan Sánchez Buendía presenta una petición fechada
      a 12 de julio de 1564 ante el Consejo de Contaduría Mayor de Su Majestad,
      manifestando: "que él había hallado unos alcrebitales en término y jurisdicción de
          la villa de Hellín, los cuales lindaban con el Bancal de los Candeles
          y el Río de Segura abajo, hasta la junta de este y el Mundo, a la
          dehesa de Camarillas, y a la punta de la Sierra de los Pinos Donceles,
          adelante de aquella Solana, que está a la parte de la Torre de Pajares
          y el río abajo de Segura hasta volver al Bancal". Así pues, el 12 de octubre de 1565 Alonso de Monreal presenta registro de
      la mina ante el alcalde de la villa de Hellín, y el 6 de Noviembre de 1565
      ante la Contaduría Mayor del reino. Esto suponía tomar posesión de los
      criaderos, ejercer su administración, beneficio y fábrica a cambio de la
      parte que correspondiera a Su Majestad.
  
  
  
    La importancia estratégica del azufre como componente esencial en la
      fabricación de la pólvora y la situación de enfrentamientos bélicos en la
      que se encontraba envuelta la España de Felipe II, pronto atraería el
      interés del monarca respecto a los recién descubiertos alcrebitales. En
      principio procura averiguar el azufre que se había extraído hasta la fecha y dónde
      se hallaba la parte proporcional que pertenecía a la corona. Unos años más tarde el
      rey decide adquirirlas y lo hace con fecha 6 de Mayo de 1589. Esta compra
      no implica, sin embargo, la explotación directa por parte de su majestad,
      cuestión que continúa a cargo de uno de los antiguos propietarios,
      Francisco Monreal, sino el acaparamiento y control de la producción
      azufrera. Desde luego puede resultar paradójico que, años después, Felipe
      II tuviera que comprar los criaderos que como Gran Maestre de la Orden de
      Santiago le habían pertenecido. Pero es que la minería en Castilla parte
      de cero, iniciándose en el siglo XV, por tanto, el desconocimiento del
      modo de laboreo y beneficio de los minerales es completo porque el azufre
      hasta ese momento, siempre había sido importado desde Italia. Como la
      Corona nunca explotaba de forma directa sino que delegaba en particulares,
      sobre estos últimos recaía la misión de averiguar los métodos necesarios
      para la elaboración mientras el rey se llevaba una parte de la
      producción. El recrudecimiento de la situación bélica en la década de los
      setenta del siglo XVI, y la delicada situación en el mediterráneo, fueron
      determinantes para que el soberano monopolizara una producción que quedaba
      lejos y a salvo de los puntos calientes de la guerra.
  
  
  
    Por su parte Francisco de Monreal, heredero de Alonso de Monteal y
      representante apoderado de su tío Juan Sánchez Buendía, alega como motivo
      de la venta, una total bancarrota causada por las pesquisas que tanto su
      padre, Alonso Monreal (fallecido en 1581) y él mismo, habían llevado a
      cabo para encontrar el mejor procedimiento para la obtención del azufre,
      que a la postre le costaría su hacienda ya que tuvo que realizar numerosos
      viajes a Italia para contratar a los mejores maestros del ramo. Que
      habiéndose hecho finalmente con el secreto de la fundición, decide vender
      por haberse quedado más tieso que la mojama y por tanto, imposibilitado
      para reanudar la explotación, ante lo cual la Corona no duda en
      presentarse como comprador exclusivo a cambio de que en la venta se
      incluya el secreto de la fundición, técnica por la que, de hecho, se paga
      más que por las propias minas, tal y como indica el desglose de los 20.000
      ducados del precio de compra-venta: 11.000 ducados por el secreto de la
      fundición y 9.000 ducados por las minas. En el contrato se establece que
      la factoría continuará a cargo de Francisco de Monreal, a quién el monarca
      obliga a la formación de técnicos designados por él; por su parte, Monreal
      se compromete a obtener al menos la cuarta parte de azufre del mineral que
      se funda, en garantía de lo cual hipoteca todos los bienes que se le dan
      en precio, esto es, los veinte mil ducados que su tío y él obtuvieron por
      la venta.
  
  
  
      El 14 de diciembre de 1589, unos siete meses después de la venta, el
        rey recibe un informe, remitido por un tal Juan de Vela y Acuña, en
        el que se incluye una descripción de los criaderos y se detallan
        observaciones sobre las principales dificultades: el acceso a las minas,
        la extracción del mineral, la fundición; además se adjunta la traza de
        la fábrica de fundición diseñada por Francisco de Monreal. La extensa
        carta (se encuentro en el libro de Zubiri) no tiene desperdicio y
        resulta muy interesante colegir a través de ella, las importantes
        carencias y dificultades de inicio que por entonces presentaba una
        explotación que todavía se hallaba en ciernes.
    
  
    El informe de Juan de Vela describe el estado del yacimiento tras la
      adquisición: La fábrica es una ensoñación, poco más que un proyecto, los
      accesos requieren de acondicionamiento, no hay personal preparado, ni
      alojamiento para los trabajadores, ni cuadras para los animales de
      carga, está todo por hacer, el criadero es un erial, no hay nada, salvo la
      casa del labrador. Esta evidente carencia de infraestructuras confirma la
      incapacidad de los emprendedores para iniciar una explotación y ser
      capaces de rentabilizarla. Al parecer su tarea no pudo ir más allá de
      hallar la técnica de fundición necesaria para poder extraer la cuarta
      parte de azufre del mineral. Lejos de contar con un recurso inmediato y
      disponible, la Corona tuvo que invertir una gran suma de ducados para
      hacerlo efectivo. No es de extrañar que ante tan negro panorama, Juan de
      Vela desconfíe de Francisco de Monreal, le parezca un vende humos y
      aconseje al rey contratar a otros especialistas del arte azufrero,
      manifestando sus reticencias para con el nombramiento del señor Monreal
      como administrador. El ecuánime rey cumple empero su palabra, manteniendo
      lo acordado con Monreal, que administraría las minas hasta su muerte en
      1610, bajo la supervisión de Alonso Cuellar Carrasco como veedor. Luego,
      el hijo de este último, de igual nombre, compartiría con su padre la
      administración de las minas hasta la desaparición del padre once años
      después (1621), momento en el que quedaría como veedor, contador y
      administrador. Finalmente, y no sin dificultad, se construyeron las
      imprescindibles infraestructuras al tiempo que se ponía en marcha la
      producción, cuyo objetivo principal fue la fabricación de pólvora, aunque
      el azufre se vendía también para otros menesteres con permiso del monarca
      a través del Consejo de Guerra. Se pretendía así obtener unos ingresos
      extra que paliaran los cuantiosos gastos de mantenimiento y aliviaran en
      parte el permanente saqueo que sufría la Hacienda Real.
  
  
  
  
  
    La subida al trono del joven Felipe IV supuso un revulsivo respecto de
      Felipe III, y pronto se reflejó en las minas. Tras la muerte de Alonso
      Cuéllar Carrasco padre, el hijo reúne en sí los cargos de administrador,
      veedor y contador; pero en junio de ese mismo año, el rey prohíbe la
      entrada de azufre procedente del extranjero y da orden de que se extraiga
      de las minas de Hellín todo el necesario para el reino. Expone Daniel
      Carmona Zubiri que esta prohibición a las importaciones de azufre ha sido
      interpretada en diversos foros como prueba de la autosuficiencia productiva de que debieron disfrutar los
      criaderos hellineros; pero es probable que este hecho encierre algo más si se observa las precisas instrucciones dadas por el monarca sobre el traspaso de las minas. No las quería ni en pintura. Los graves problemas financieros de la monarquía le
      impelen al recorte de gastos y la gestión directa de las minas resultan un
      lujo que Felipe IV no se puede permitir. El monarca lo que persigue en
      realidad es asegurarse el suministro de pólvora con un arrendamiento que
      le facilita una atenuación de gastos y preocupaciones, ya que el
      sistemático ordeño a su hacienda le traía de cabeza.
  
  
  
      Sin embargo, las minas siguieron bajo administración real, y todo se
        dispone para que Alonso de Carrasco y Cuellar tomara contrato de asiento
        por el que se comprometía a la producción de 2500 quintales de azufre,
        al tiempo que se acometían las reformas y ampliaciones necesarias en las
        instalaciones, ya deterioradas e insuficientes de por sí para una
        producción rentable. Se aprovechó el nuevo impulso para pagar los
        sueldos atrasados que se debían a los trabajadores, gracias a préstamos
        concedidos por los Pereira, arrendadores de las salinas. Así se conoce
        que en 1627 se tuvo que ensanchar la fábrica para la fundición y
        trituración de los 2500 quintales comprometidos, edificar viviendas para
        los fundidores, oficiales y gente que vive en ella; reparación de los
        almacenes, hornos cerámicos para la fundición; compra de animales de
        carga para transporte del mineral, leña y tala de leña y salarios de los
        fundidores, oficiales y mineros.
    
    
      La etapa de la explotación real se prolongaría durante el XVII, XVIII y
        gran parte del XIX, caracterizada por las constantes dificultades de la
        monarquía hispana, que repercutían en la actividad minera,
        aunque nunca lo suficiente que provocara un cambio sustancial. La
        explotación continuaría con altibajos e intensidad dispar bajo
        administración directa de la Corona hasta el arrendamiento de las mismas
        en el siglo XIX. 
    
    
      Ya bien entrados en el XVIII, asentada la nueva monarquía borbónica,
        encontramos un ejemplo ilustrativo de esto. En un memorial elevado en
        1739 por los licenciados en derecho Juan Royo Gabaldón y Asensio Morales
        Tercero en nombre de los labradores del Coto Minero se solicita el
        amparo del rey Felipe V para lo siguiente:
    
    
      "Es verdad indisputable y consta en la Contaduría General, que la
          tierra baldía inmediata a Las Minas de Azufre estaba sin romper en
          1704, el pasto de ganado en 300 reales de vellón; y después habiendo
          dado licencia para romper, y labrar en dicha tierra Ribera de los Ríos
          Segura y Mundo se arrendó dicha labor de riego, y secano en precio de
          130 reales cada un año, hasta el de 1713 y últimamente han continuado
          varios arrendamientos hasta llegar a cien ducados de vellón, como se
          halla actualmente, habiéndose sacado sus Recudimientos inclusos en el
          Asiento de la Fábrica de Azufre, cuyo quintal se da para su V.
          Majestad por precio de veinte reales de vellón. También es cierto, que
          para el consumo de Leña en los diez y seis Hornos de fundir Azufre,
          que arden la mayor parte del año, se halla establecido el Coto en
          Realengo de dichas Minas, y una legua en contorno, como sucede en los
          otros minerales, que no puedan cortar, ni pastar, ni romper, y por
          haber dado licencia, y permiso en contrario el actual Asentista, que
          ha cerca de 30 años, que tiene dicho Asiento en cabeza propia o ajena,
          se halla totalmente perdido el monte alto, y bajo, y tienen que ir por
          Leña cerca de dos leguas para los Hornos expresados de la Fábrica en
          notorio perjuicio de la Real hacienda, y no sucediera así cumpliendo
          el Asentista con su obligación, sin permitir las roturas de tierras,
          ni que entrasen ganados Cabríos, y Boyales, tan perjudiciales al
          renuevo del monte, y hubiese puesto el cuidado necesario, como si
          fuese hacienda propia, en guardar aquella tierra, y renovar el monte
          preciso para dicha Real Fábrica ; pero no lo ha hecho así por la
          codicia de cobrar (aunque indebidamente) crecidos frutos, y tercio de
          cosechas de los pobres Labradores que hacen esta instancia;
          contraviniendo, no sólo a la buena administración de dicho Coto, y
          Fábrica, si también a las Leyes, y Pragmáticas de Plantíos
          mandadas."
    
  
      Ya se comprueba que por aquí había sus más y sus menos en clara pugna
          por los derechos de las tierras del coto y adyacentes. Según el
          memorial, la explotación minera sigue en manos de asentistas que
          extraían el azufre para el rey, esta vez a veinte reales de vellón el
          quintal. Se nos dice que el asentista lo es desde hace 30 años, "en
          cabeza propia o ajena", es decir, es un "enchufado" alguien posiblemente
          adepto a la nueva monarquía, importante y comprometido en esta tarea
          desde el final de la Guerra de Sucesión. Según el diccionario un
          asentista es una persona encargada de hacer asiento o contratar con el
          Gobierno o con el público, en nuestro caso, la corona, provisión o
          suministro de víveres u otros efectos (azufre), a un ejército, armada,
          presidio, plaza, etc.
    
    
       El propio memorial señala la utilización de los baldíos inmediatos
          como dehesa de ganados, y desde 1704, la roturación de los mismos como
          tierras de labor, indicio inequívoco de la paralización de la
          actividad minera a consecuencia del conflicto bélico. Por eso, una vez
          reanudada la actividad, los arrendamientos quedan incluidos en el
          asiento que se firma en 1709 bajo la autoridad del asentista que no
          duda en subir los arrendamientos de forma escandalosa desde el 1713.
          No conforme con esto, y siempre según la versión de los labradores, el
          asentista incumple sistemáticamente la normativa de protección y
          reserva del coto minero, permitiendo la entrada de ganado, la tala de
          madera y las roturaciones ilegales dentro de la zona reservada al coto
          (una legua en torno a las minas). El asentista, quien a buen seguro no
          obtiene la rentabilidad esperada del azufre, recurre a cualquier medio
          a su alcance y aprovecha la tendencia a aumentar la superficie
          cultivada, característica del siglo XVIII, para obtener ingresos
          extras. En efecto, uno de los dos mapas que incluye el memorial,
          representa al Coto minero" y en él se indica la colonización de un
          pequeño sector de la ribera de las márgenes derechas del río Mundo e
          izquierda del Segura, así como la existencia de una
          casa blanca donde se cocían los vasos de barro para
          fundir el azufre.
    
  
      Sobre las instalaciones el texto afirma la existencia de 16 hornos de
          fundir azufre "que arden la mayor parte del año" y se alimentan con
          leña traída de "cerca de dos leguas". Este punto es especialmente
          valioso porque hasta 1850 no contaremos con otra información
          similar. Acerca de la casa blanca que servía de alfar para los crisoles de
          azufre, Rodríguez de la Torre sugiere que podría ser el antecedente
          del topónimo "Casa blanca" del Mapa Topográfico Nacional de España.
          Hay que decir que, justo detrás de la citada "Casa Blanca" del mapa,
          se han encontrado sobre el terreno restos de hornos. Ahora bien, lo que no está tan
          claro es que se tratara de ningún alfar del siglo XVIII, sino de unas
          yeseras, lo cual podría dar perfectamente sentido al topónimo "Casa
          Blanca". Por otra parte, si hacemos caso de las medidas proporcionadas
          por el propio documento, la ubicación de la citada casa se localizaría
          a 50 varas del río Segura (41,78 metros) y a unas 300 varas del Mundo
          (250,68 metros), lo que limita su ubicación a las proximidades de la
          confluencia entre ambos ríos, bastante alejada de la "Casa Blanca" que indica el mapa.
    
    
    
  
    La celebridad de Las Minas provoca su sucinta aparición en los textos
          geográfico-históricos del XVIII pero la convulsa transición hacia el
          XIX, marcada por diversos conflictos y la Guerra de Independencia,
          supuso un vacío bibliográfico que se corresponde, a buen seguro, con
          la prolongada interrupción de la actividad minera. El fin del
          conflicto y la vuelta de Fernando VII permitieron la reactivación de
          las tareas, al menos desde 1818, aunque el rey puso un punto y aparte a la vinculación de
        las minas de azufre a la Corona, tras siglos de aprovechamiento, al
        enajenarlas el monarca a favor del primogénito del general Elio. Esta
        situación duró hasta junio del año 1837, muerto ya el rey e inmersos en
        plena guerra carlista, cuando un decreto de las Cortes despojaba a Elio
        de sus bienes en represalia por su militancia carlista. Así, Las Minas
        volvían a control estatal en un momento de máxima demanda de pólvora
        durante la primera guerra civil por la sucesión y así continuarían
        finalizada esta contienda. 
  
  
    No obstante, Sebastián Miñano, quien en el tomo 11 de su Diccionario
        Geografico-Estadistico habla de Hellín entre 1826-1829 y, por supuesto
        de sus minas de azufre, evita incluir la fábrica dentro de la hacienda
        de Elio, deteniéndose en describir los procesos de obtención del azufre
        utilizados y señala la existencia de arrozales en la hacienda de Elio y
        de la contigua Salmerón. Esta información de Miñano, procede de
        José Rodríguez Carcelén, regidor perpetuo del ayuntamiento de Hellín, y
        tiene el enorme interés de mostrar que la enajenación no paralizó la
        actividad minera", aunque la colonización agrícola, en forma de
        arrozales, resultó inevitable. 
  
  
    Precisamente Miñano y después Madoz, señalarán el estancamiento de las
        aguas de los arrozales como la causa de la escasa salubridad de la zona,
        y por tanto de las dificultades de asentar población en aquel
        lugar. Según Miñano las minas de azufre son las más abundantes de
        Europa, tanto que se trabajan a cielo abierto. Se pueden encontrar 17
        vetas entre los 84 y 100 pies de profundidad, variando según las
        desigualdades de un terreno, compuesto a su vez de "tierra mezclada
        con piedra caliza". Cree que bajo las vetas existe terreno volcánico,
        aunque observando las ondulaciones del terreno y su composición
        sedimentaria, afirma que el azufre tiene su origen en el estancamiento
        de aguas marinas y además Miñano muestra su amplitud de miras al sugerir
        el establecimiento de una fábrica de ácido sulfúrico "tan necesario a la
        medicina y las artes por abundancia de combustible y por la calidad del
        azufre", aprovechando la presencia de una cercana mina de plomo con el
        que se elaborarían los barriles del ácido sulfúrico.
  
  
    Dos décadas más tarde, Pascual Madoz complementa de modo exhaustivo
          la información de Miñano. No duda en calificar a las minas como el
          ramo más importante de la industria hellinera, sustento de más de 100 familias, con una producción anual de 36.000 arrobas de
        azufre destinadas a la fabricación de pólvora y a la fábrica de Murcia,
        así como a la obtención de ácido sulfúrico y otros productos químicos en
        Cataluña. Como responsable de la explotación señala a la empresa
        Llano y Compañía. En su recorrido hacia los criaderos nos describe el
        paraje que le rodea y las instalaciones mineras, cuyo núcleo lo
        constituye la fábrica antigua junto a una nueva construida en el
        1840. Ambas reúnen 16 hornos, "10 con 30 crisoles cada uno, cuyo
        combustible es atocha, y 6 en los que se quema leña con solos 15
        crisoles; por lo que los mineros los llaman “medios hornos”. Sorprende
        que la cantidad de hornos permanezca invariable respecto a la del
        memorial de 1739, a pesar de la construcción de una fábrica nueva en
        1840. La explicación más plausible es que se limitaban a la sustitución
        y renovación de los hornos más deteriorados, quizá en parte por la falta
        de combustible y seguramente por el escaso dinamismo de la
        explotación.
  
  
    No se entretiene en precisar donde se encuentran los edificios
          restantes, de los que simplemente dice que se encuentran "algo
          retirados", enumerándolos sin más detalle: La capilla, un almacén y
          las casas para el administrador y contador; otras dos o tres casas para los demás
        empleados, cuartel para los jornaleros (en el que se incluía el cuarto
        de herramientas), habitación del guarda, tienda de comestibles y un
        molino para triturar el mineral.
  
  
  
  
  
    Tras la Revolución de 1854 la administración de Las Minas pasó a
        depender enteramente del Cuerpo de Artillería (1855). Precisamente de
        1857, el ingeniero Federico De Botella y De Hornos, en un detallado
        informe de tinte facultativo publicado años después (1868), describe
        pormenorizadamente el laboreo, la preparación mecánica y el beneficio o
        destilación del mineral en esa etapa, analizando el coste que conllevaba
        cada una de estas etapas de producción. Su conclusión es que los gastos
        son excesivos en todas y cada una de ellas, por lo inadecuado y arcaico
        de los métodos, sin olvidar el asunto de la falta de salubridad
        provocada por los arrozales, que redunda en las dificultades de
        explotación. 
  
  
    Esta inflación de los gastos repercute en la carestía del precio
        del azufre de Hellín respecto al que se produce en Girgenti (Sicilia).
        La enorme diferencia de precio evidencia, no sólo lo anticuado de los
        métodos y el enorme costo que supone para el Estado, sino la escasa
        competitividad comercial internacional que el azufre hellinero poseía,
        pues costaba 128,42 reales los 100 kilos frente a los 24 reales del
        Siciliano. En definitiva, De Botella nos describe una explotación minera
        que poco había cambiado desde su redescubrimiento en el siglo XVI.
  
  
    Para algunos autores, la gestión del Cuerpo de Artillería, además de
        perpetuar la secular gestión desatinada, implicó una elevada
        burocratización de la explotación que gravaría los costes, a
        consecuencia de lo que comienza a percibirse una preocupación por
        la falta de rentabilidad de las minas que nunca antes se había dado. De
        aquí las sucesivas propuestas de privatización, como la del ingeniero F.
        de Cútoli , inspector del distrito minero, o de F. Naranjo, también
        inspector, como respuesta al brusco ascenso de precio del azufre, una
        administración corrupta y despreocupada, unos métodos de explotación
        inadecuados y arcaicos para el siglo XIX, y la excesiva burocratización
        y elevados emolumentos del personal.
  
  
  
    En 1862 entra en funcionamiento un segundo horno con caldera de hierro
        colado, pero el establecimiento fue clausurado al año siguiente por
        deficitario. Puesto en marcha nuevamente en el 1864, el desestanco de
        la pólvora supuso una nueva paralización al año siguiente ante la
        competencia de yacimientos mejor explotados, como los de Lorca, y el
        siciliano. En 1865 el ingeniero Naranjo insistiría sobre la necesidad de
        privatizar las minas, después de llevarse una penosa impresión tras una
        visita a las mismas y comprobar la deforestación de la comarca "lo
        complicado de la administración, lo irregular del laboreo y lo atrasado
        del beneficio..." 
  
  
      El Sexenio Democrático supone un período clave para la minería de
          nuestro país y, como no podía ser menos, para la minería del azufre
          hellinera pues en 1870 se produce la definitiva y solicitada
          enajenación de la Corona. Al igual que ocurrió en otros casos de
          la minería peninsular, el comprador sería un británico, Charles Ros
          Fell, quien fundaría en Londres la "Hellín Sulphur Company Ltd.". Ros
          Fell adquirió en pública subasta el coto menor, donde está el
          criadero, por 352.850 pesetas que abonó en 15 pagarés. Sin embargo,
          después de invertir más de un millón de francos no logró rentabilizar
          la explotación. El ingeniero Javier Bordiu achaca su fracaso a la
          falta de conocimientos específicos sobre las peculiares
          características del criadero y también a una administración ineficaz
          que gastó recursos en lujosas medidas preparatorias:
    
    
      - El fichaje de fundidores de Sicilia para construir hornos
          Calcaroni  que no permitían alcanzar el grado calorífico
          necesario para extraer bien el azufre.
    
    
      - La construcción de elevadas galerías de mampuesto concertado traído
          en carretas desde canteras distantes.
    
    
      En definitiva, antes de poner la explotación a cierto nivel de
          rendimiento, la "Hellín Sulphur Company Ltd." prácticamente se había
          arruinado. A pesar de todo, Ros Fell logró aglutinar a un pequeño
          grupo de accionistas para fundar otra sociedad: "The Coto Menor
          Sulphur Company Ltd.", que a la postre tampoco logró rentabilizar su
          tarea aunque consiguieron cierto avances:
    
    
      - Construyeron grandes baterías de retortas de hierro para obtener el
          azufre directamente del mineral con una sola fusión bajo el mismo
          fundamento teórico de las ollas.
    
    
      - Ensayaron el procedimiento del vapor recalentado.
    
    
      - Introdujeron los hornos Gil, que se continuarían utilizando en la
          época de la "Azufrera del Coto", y la refinación por retortas según el
          sistema marsellés.
    
    
      Estas innovaciones supusieron unos gastos de 80.000 libras que
          superaron los ingresos y, en 1880 Charles Ros Feil vende las minas a
          Manuel Salvador López, marqués de Perijaá, que constituiría la
          "Sociedad minero-industrial del Coto de Hellín", al parecer con
          más fortuna en la gestión y obtención de rentabilidad, lo que le
          permitió un posterior traspaso al oficial del Cuerpo de Artillería
          Guillermo O'Shea, a cuya iniciativa se constituye en 1901 la sociedad
          "Azufrera del Coto de Hellín", inicialmente radicada en Bilbao y
          posteriormente en Madrid.
    
    
    
      O'Shea se mantiene como accionista de esta sociedad, pero hacia 1917
          se había constituido una nueva sociedad, la sociedad anónima "Coto
          Minero de Hellín". Gracias a las Memorias de las Juntas de
          Accionistas de la sociedad "Azufrera del Coto", en las que se detallan
          las diferentes adecuaciones para modernizar y rentabilizar la
          explotación, podemos hacernos una idea acerca de la evolución de la
          explotación entre el último tercio del siglo XIX y principios del
          XX.
    
    
      Según la primera de las citadas Memorias, datada el 29 de Octubre de
          1902, la "Azufrera del Coto de Hellín" inicia su actividad a mediados
          de septiembre del año anterior desescombrando y limpiando las
          galerías, el sistema de laboreo que se había puesto en marcha en época
          de la "Hellín Sulphur Company", en lugar de continuar con la de cielo
          abierto. Seguidamente se procedió a la reconstrucción y reparación de
          hornos y cámaras de refinación de azufre terrón, además de obras de
          acondicionamiento de otras instalaciones del Coto.
    
    
      El establecimiento durante la década de 1870 de la línea
          Madrid-Zaragoza-Alicante entre Cieza y Agramón, así como la
          construcción de la Estación de Las Minas en la orilla izquierda del
          río Mundo, permitieron el inicio de las obras de un ferrocarril
          minero que transportara el azufre desde la fábrica al tren, con una
          completa red de vías secundarías de este ferrocarril minero: "...desde el barranco en que se halla enclavada la fábrica hasta el
          extenso emplazamiento de los pozos de extracción, a cuyo pie están
          situados los hornos de beneficiación, proponiéndonos con estas
          reformas unir directamente entre sí todas nuestras instalaciones por
          medio de vías con comunicación, también directa a la estación de
          Minas; propósito que se conseguirá cuando se terminen los trabajos, ya
          muy adelantados, del trozo entre el río Mundo y la referida
          estación".
    
  
    En esta época la instalación se convierte en una prioridad absoluta y
        al agilizar la salida del azufre hacia el puerto de Cartagena, se vence
        su ancestral aislamiento y principal obstáculo que impedía su óptimo
        desarrollo. También se plantea la ampliación de la explotación mediante:
  
  
    - La extensión de labores hacia una nueva área de explotación, mientras
      se continuará arrancando el mineral de la antigua en la que se emplazaron
      hornos de beneficiación cerca de los pozos.
  
  
    - La ampliación y equipamiento de las instalaciones de desagüe para
      evacuar las aguas subterráneas, tal y como ya se había hecho en el pozo
      San Javier, que de este modo aparece como uno de los más antiguos e
      importantes, pues de sus 70 metros de profundidad arrancan un entramado de
      galerías susceptible de ser dotado de una instalación de vagonetas y
      raíles para la extracción del mineral, cosa que ya está en
      funcionamiento en parte de las labores.
  
  
    En definitiva, la privatización de Las Minas lleva a acometer una serie
      de reformas y adecuaciones, pospuestas durante gran parte del siglo XIX
      por la administración estatal, que actualizarán y harán competitiva a la
      explotación en el nuevo contexto industrial, mediante la aplicación de
      métodos racionales de extracción acordes a los nuevos tiempos. En treinta
      años más o menos, se lleva a efecto el cambio decisivo, aunque el precio
      de las inversiones resultará tan elevado, que durante este periodo, las
      empresas que se hicieron cargo de las minas, quebrarán unas tras
      otra.
  
  
  
      El inicio del siglo XX presenciará un nuevo intento de llevar adelante
        la explotación de Las Minas con la empresa Azufrera del Coto, iniciativa
        del antiguo oficial de artillería Guillermo O'Shea. Siendo insuficiente
        para la adquisición y desenvolvimiento del negocio el capital social de
        la citada sociedad (4.250.000 pesetas que representaban 8.500 acciones)
        se recurrió a una ampliación del capital de 4.000 obligaciones
        hipotecarias que fueron adquiridas en su práctica totalidad (el 91%) por
        el Banco de Vizcaya, con una comisión de amortización del 2%. La
        amortización de este empréstito debía realizarse en diez años; como dato
        anecdótico se puede señalar que en el primer año se habían amortizado
        318 acciones.
    
    
      La iniciativa principal de esta empresa sería la modernización de la
        explotación, puesto que ello suponía a priori, la disminución de costes
        y rentabilización del negocio. Además, de lograrse esos objetivos, se
        pensaba que la calidad del azufre hellinero le granjearía una posición
        preponderante en los mercados internacionales frente a los azufres
        sicilianos y al marselleses. En efecto, las expectativas de mercado eran
        amplias pues el azufre se había convertido en el elemento principal de
        la industria química, ampliándose cada vez más sus
        aplicaciones. 
    
    
      Con energía y ardor se defiende la dedicación al mercado nacional,
        debido al enorme aumento de consumo del mismo en los campos de la
        agricultura y la industria. El mercado extranjero quedaba en reserva,
        destinado a una fase expansiva posterior. Consideraban los accionistas
        en 1911, que la producción de los criaderos de Hellín era capaz de
        cubrir la entera demanda nacional, pero su elevado precio hacía posible
        la competencia de azufres extranjeros. Para lograr un producto
        competitivo no sólo debían seguir reduciendo los costes de producción
        mediante la progresiva modernización de la explotación, sino también
        ocuparse del descenso de los costes de transporte, factores esenciales
        en su desventaja con los rivales foráneos. Así pues, los esfuerzos de la
        Azufrera se concentrarán en estas dos direcciones, dando lugar a dos
        etapas diferentes cuyo meridiano podría situarse en torno al año
        1906. La modernización de la explotación es prioritaria en los cinco
        primeros años (1901-1906) y fijan como objetivo alcanzar una cantidad de
        producción que garantice el reparto de dividendos entre los accionistas,
        permita amortizar gastos y reinvertir en la mejora de la explotación. De
        momento, todo marchaba rodado y las expectativas eran bárbaras.
    
  
    Las actuaciones se encaminaron en concreto a: 
  
  
    - Instalar jaulas guiadas en los pozos y vagones para el transporte del
      azufre a los hornos de primera fusión.
  
  
    - Finalización del entramado del ferrocarril minero en 1904, tanto en las
      conexiones entre los pozos, como en su empalme con la Estación de la línea
      "Madrid-Zaragoza-Alicante". 
  
  
    Con este fin se adquiere la finca de "Las Juntas", necesaria
      para construir un puente sobre el río Mundo que permitiera el acceso a la
      Estación de Las Minas.
  
  
    - Se acuerda con la compañía de ferrocarriles Madrid-Zaragoza-Alicante,
      la construcción de una vía muerta de uso exclusivo de la Azufrera, donde
      se realizarían las descargas de mineral de vagón de
      ferrocarril minero a vagón del ferrocarril de línea.
  
  
    - Se pone el acento en mejorar las condiciones de vida de los mineros,
      dado que estando el Coto demasiado alejado de todo núcleo de población, se
      hacía muy complicado, sobre todo en ciertas épocas del año, la
      congregación del suficiente número de obreros. 
  
  
    Como ya hemos referido en más de una ocasión en anteriores capítulos de
      esta serie dedicada a Las Minas, los problemas de salubridad que se daban
      por estos contornos, eran harto frecuentes, y por ello, eran denunciados y
      difundidos por diversos autores de acreditada credibilidad lo que
      acarreaba una pésima reputación que torpedeaba cualquier asentamiento
      obrero de forma estable. 
  
  
    A esa lacra y mala prensa había que darle un giro y por ello se optará en
      1904 por dotar a Las Minas de médico, con botica a su disposición y, ya de
      paso, capellán y maestra. El médico asistiría a los accidentados laborales
      y las enfermedades comunes de los trabajadores; al capellán, además de su
      ministerio se le encomendó la escuela de párvulos, mientras la maestra se
      ocuparía de las niñas. Paralelamente se hizo necesario aumentar el número
      de alojamientos mediante construcciones de nueva planta, mejorando las
      condiciones de habitabilidad de algunos de los antiguos cuarteles. Además
      se edificó un economato, cuyo servicio se arrendó mediante un contrato que
      garantizaba la calidad y precio razonable de los comestibles.
  
  
  
    La dotación de infraestructuras se completa con la reforma de los hornos
      de fusión de tipo Gil, en versión del ingeniero Claret, y la construcción
      de talleres. Por otra parte, la adquisición de la finca "las Juntas"
      poseía una segunda intención, no menos importante que la ya dicha, pues
      allí se esperaba aprovechar una presa de riego sobre el río Mundo como
      salto de agua que proporcionase energía hidroeléctrica a la
      explotación.
  
  
  
      Tras diversas vicisitudes e imponderables de variada naturaleza que
          afectaron a la industria nacional en su conjunto que requería del
          azufre para su producción, el rendimiento bruto de Las Minas que ascendía a más 7.000 toneladas
          en su primera etapa, disminuye y se estabiliza en torno a las 6.000
          toneladas en este segundo período. Ello no representa descalabro alguno ya que la producción se diversifica en diferentes
        clases de azufres, tales como los de terrón, molido, en cañón, y
        en flor, siendo este último el que se llevaba la palma en cuanto
        a rentabilidad se refiere respecto de los otros. 
    
    
      La flor del azufre o azufre en flor era el producto más demandado y
          apreciado por su pureza, y consecuentemente el que más cotización
          alcanzaba en el mercado. Sus principales aplicaciones se enfocaban a
          la agricultura, especialmente al sulfatado de la vid, pero también a
          la elaboración de productos farmacéuticos. El azufre en flor de Hellín
          era considerado muy altamente en los mercados nacionales e
          internacionales por su pureza y calidad, lo que le hacían ideal para
          la industria farmacéutica pues otros azufres contenían pequeñas partes
          de arsénico que los hacían venenosos para el hombre. No obstante, en
          el proceso de sublimación también se generaba "azufre terrón", un
          subproducto que también se obtiene del refino del petróleo, de ciertos
          yacimientos de Polonia o de los gases de la región francesa de Lacq.
          El azufre terrón se molía mediante un molino muy similar al harinero y
          se obtenía el "azufre molido", utilizado en la industria papelera y
          pañera para blanquear y con otros fines industriales.
    
    
  
    Pero la Azufrera no logra, superar del todo los problemas estructurales
      que arrastra desde tiempo inmemorial:
  
  
    - La carestía de los transportes obstaculiza competir con el azufre
      siciliano y marsellés, no ya en el exterior sino en el propio ámbito
      nacional.
  
  
    - La necesidad de invertir constantemente en aumentar los medios de
      preparación de labores que permitieran el aumento de la producción; o sea,
      abrir más pozos para llegar a un azufre que ya no parece tan inagotable, y
      desagües para evitar las cada vez más frecuentes inundaciones de los pozos
      que llegan a paralizar la producción.
  
  
    - La tradicional escasez de mano de obra y de trabajadores cualificados,
      hasta el punto de que la inicial preocupación por mejorar la vida de los
      mineros se va al traste y desaparece; es más, en la memoria de 1910 se
      dice:
      "Durante el año hemos estado escasos de personal minero acostumbrado
          al arranque del mineral, por lo que el Consejo tiene en estudio la
          aplicación de barrenadoras mecánicas, que en su día sustituyan con
          ventaja al obrero".
  
  
    De hecho, en 1911 se probó una excavadora Ingersoll de aire
      comprimido para extraer el mineral que no debió ofrecer el rendimiento
      deseado porque al poco se desecharía.
  
  
    En los años que continuaron a 1910 la explotación del azufre de las Minas
      se mantuvo, a pesar del descenso de las cifras de extracción y de la
      invariabilidad de los precios del azufre, en parte gracias a haber
      amortizado los costes de modernización que la Azufrera se había impuesto
      en las dos etapas anteriormente expuestas.
  
  
    La Primera Guerra Mundial supuso un importante revulsivo para esta
      situación. La intervención en la guerra de Italia anularía al principal
      competidor durante unos años y provocaría, a partir de 1917, una
      importante alza de los precios que generó beneficios sin precedentes e
      impulsó la explotación de incluso yacimientos abandonados como el del
      Cenajo. En este tiempo viviría su época dorada.
  
  
    Fue una oportunidad excelente para que se hubiera consolidado en el
      mercado internacional la venta del azufre hellinero. Sin embargo, este
      hecho no llegaría a consumarse. Las deficientes estructuras de transporte
      y la no menos importante carencia de mano de obra cualificada, impidieron
      aprovechar la coyuntura bélica para acaparar u ocupar un lugar de
      privilegio en el mercado internacional.
  
  
    La renovada competencia italiana que siguió a la conflagración se
      enfrentó contra un azufre hellinero, que no había logrado aumentar su
      nivel de extracción y que veía como el azufre italiano contaba ahora con
      un cambio más ventajoso de las liras en el mercado internacional. Esto dio
      al traste con explotaciones más modestas como la del Cenajo en 1919,
      aunque previamente, en 1916, se había ya constituido en Madrid la Sociedad
      "Coto Minero de Hellín" que junto con el Banco de Cartagena adquiriría la
      Azufrera del Coto, vendida en pública subasta. Esta sociedad anónima
      continuaría con las tareas marcadas por la falta de rendimiento y la
      fuerte competencia de italianos y estadounidenses hasta su cierre en
      1961.
  
  
  
    En 1920 irrumpió el azufre americano en las plazas de contratación
        europeas. Sus criaderos se habían activado durante la contienda a causa
        de las dificultades de suministro desde España y Japón, e irrumpía con
        fuerza apoyado en una enorme capacidad productiva, gracias a un
        renovador método extractivo y a su potente aparato comercial. En 1923
        estadounidenses e italianos se arrogan la capacidad de fijar los precios
        y se reparten el mercado:
        Es el principio del fin de los criaderos españoles.
  
  
    Las circunstancias históricas de nuestro país en la década de los
        treinta, el estallido de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, la
        autarquía y aislamiento internacional del régimen franquista
        pospusieron durante unas décadas el cierre de Las Minas, al
        preservar de la competencia foránea el mercado nacional hasta que las
        dificultades de la explotación fueron insostenibles. La incapacidad de
        evacuar el creciente caudal de agua sulfurosa que anegaba túneles y
        galerías clausuró definitivamente la explotación el 20 de octubre de
        1960. El Coto Minero continuaría durante quince años realizando labores
        de refino, especialmente de sublimación y micronizado, con azufre terrón
        traído de la refinería de petróleo de Escombreras (Murcia), de la de
        Puentes de García Rodríguez (La
  
  
    Coruña), así como del tratamiento del gas natural de la región del Lacq
        (Francia) y de las minas de azufre de Polonia.
  
  
  
  
  
  
  
    La industrialización llega a Las Minas, ciertamente, en fechas un tanto
        tardías, hacia el año 1870 pareja a la privatización. Hasta entonces el
        trabajo minero se mantiene dentro de la más estricta tradición,
        seguramente más por carencia de medios que por otra causa. Los autores
        que escribieron sobre Las Minas antes de la década de los 70 del siglo
        XIX nos describen unos métodos de trabajo que se habían estado empleando
        durante siglos con muy escasa variación. El ciclo minero del azufre en
        Las Minas, pormenorizadamente descrito por Federico De Botella,
        constituye, claro está, una concreción particular del mismo determinada
        por el hecho de su condición de explotación de la Corona y su
        importancia en la fabricación de la pólvora, así como por su
        enclavamiento geográfico.
  
  
    Así, en 1829 Sebastián Miñano nos informa que gracias a la abundancia
        de las minas de azufre, “no se necesita minar, y si cortar el terreno,
        encontrándose 17 vetas, algunas abundantísimas, en solo 84 pies de
        profundidad". Una vez extraído el mineral, se lleva a la fábrica "donde
        quitados los cuerpos extraños se pone en los crisoles de hechura de
        alambique, de los que sale por sublimación como el aguardiente" . La
        extracción no se produce durante todo el año de forma continuada, sino
        que en estío se interrumpe y sólo se prosigue con la fundición del
        material.
  
  
  
    Casi dos décadas después Pascual Madoz le dedica mucha más atención
          al asunto y nos proporciona un amplio testimonio que incluye esta
          detallada descripción de la extracción del mineral, es decir, del
          laboreo: "Los instrumentos que se emplean son un pico de hierro de 6
          libras de peso, que termina en punta por uno de sus extremos, por el
          otro tiene una boca de dos pulgadas de ancho; almádena de la misma
          materia, y peso de 25 libras; prepal o barron también de hierro, de
          100 libras de peso, con un chaflán en la extremidad, siendo su
          longitud de 6 a 7 pies; las excavaciones se hacen a cielo abierto, descendiendo con una sola grada; arráncase el mineral con la
        boca del pico y las desigualdades que resultan, se destacan de la punta;
        cuando la capa es dura y permite arrancar losas o placas de grandes dimensiones, se hace apalancando con los prepales,
          y verificada la extracción, se divide con la almádena, habiéndose
          sacado una de 300 quintales de peso; todas las operaciones se ejecutan
          con perfección e inteligencia, por lo que no ocurren desgracias; a
          medida que las excavaciones avanzan en profundidad, se abren caminos
          para retirar el mineral, lo que se practica con caballerías menores; a
          la terminación del año minero, que es en fin de mayo, se preparan los
          sitios de labor para el siguiente, que se reduce a la apertura de
          varios pozos, a los que se desciende por un soga suspendida de una
          garrucha, se buscan las vejigas que se han dicho aparecen entre las
          capas que separan el mineral, y encontradas, se suspenden los trabajos
          durante los meses de junio, julio y agosto; en que los grandes calores
          y desarrollo de las tercianas, a causa de las aguas estancadas en los
          arrozales, impiden la continuación."
  
  
  
    El texto muestra la dureza del laboreo, tarea enteramente manual que se
        llevaba a cabo con herramientas muy simples, aunque pesadas, y no estaba
        exenta de peligros. Además de la propia extracción del mineral,
        comprendía la excavación del terreno y la detección de las venas
        azufreras. No era una tarea que se ejerciera todo el año, sino que se
        interrumpía con la llegada del estío, no sin que antes dejaran preparada
        la tarea del otoño siguiente mediante catas de localización de los
        veneros de azufre.
  
  
    En consecuencia era la fase que más personal necesitaba y de menos
          cualificación. Desde los inicios de la explotación a fines del siglo XVI el sistema de
        laboreo consistirá en enormes pozos (hoyos), que podían alcanzar más de
        30 de profundidad, en lugares previamente reconocidos en pos de vejigas,
        geodas o yemas del azufre, o "Huevos de Piedra", consideradas
        indicadores de la presencia de veneros y objeto de aprovechamiento en sí
        mismas, tal como acredita Diego de Castro Cuellar, pagador y mayordomo
        de Las Minas en 1627: 
  
  
    "...y en cuanto a lo que V. M. manda de la medida que estaba por sacar
        habiendo mirado y reconocido y medido, está por sacar de él las cuatro
        venas últimas, porque está descubierto hasta la vena que llaman de los
        Huevos de Piedra, y tiene en cuadro por cada uno de los cuatro lados
        diez varas y cuarta..."
  
  
  
    En cuanto pensaban haber llegado al fondo de la capa de azufre (en
        realidad de las primeras capas del criadero), rellenaban con los mismos
        escombros y abrían ensanches y testeros para extraer el mineral hasta
        que finalizaba la campaña. Entonces se iniciaba el siguiente hoyo,
        cercano al anterior para poder verter en él los nuevos escombros. Este
        sistema, el "corte de terreno" al que se refería Miñano, difería del que
        en su día utilizaron los romanos, pozos y galerías estrechas de las que,
        todavía a principios del siglo XX, se encontraban restos de las
        entibaciones de madera. En 1857 Federico De Botella clasifica a este
        sistema como de "a cielo abierto". 
  
  
    Precisamente gracias a este ingeniero disponemos de una
        información exhaustiva y extensa acerca del ciclo minero tradicional en Las Minas,
        así como un análisis económico de los costes de cada una de las etapas.
        Según De Botella, el laboreo tradicional sufre una intensificación desde
        la década de los cuarenta, cuando la empresa que las tomó a su cargo
        decide extraer más mineral, aunque no contuviera el mismo porcentaje de
        azufre, para incrementar la producción. El Cuerpo de Artillería
        continuaría este método, que el ingeniero plasma del siguiente modo en
        1857: se requería de un campo de labor de 2000 varas cuadradas (1671,2 m2), previamente reconocido por catas de cuatro varas cuadradas, (3,3 m2)  que horadan el terreno hasta la última capa de azufre. En estas
        catas, realizadas el año previo, se disponen los 90 picaceros a
        desmontar el estéril. Tras ellos las cuadrillas de llenadores y
        cargadores, que toman el nombre de "tiendas".
  
  
    Cada tienda está compuesta por siete hombres, un cabrestante y las
        caballerías necesarias. Las siete "tiendas" de toda la explotación se
        reparten los 90 pares de acémilas y su correspondiente arriero por par
        según las necesidades. Detrás de cada picacero van cuatro llenadores con
        tres espuertas cada uno, y los siguen tres cargadores y el arriero. Los
        cargadores vacían el contenido de las espuertas en los serones de las
        acémilas, a razón de seis espuertas cada una (unas siete arrobas).
        Cuando se llega a la primera capa de azufre se procede a barrerla y
        vuelta a empezar. Para romper la roca se utilizan picos, barrones de
        hierro de 6 pies a 6,5 pies y 2 pulgadas de grueso; cuñas de 14 a 16
        pulgadas de largo y de un grueso de tres a tres pulgadas y medio en la
        cabeza; y almainas de 25 a 30 libras con mango de adelfa.
  
  
  
      Una de las principales dificultades del sistema es la ubicación de
          los vaciaderos, que por muy cerca que estén suponen una pérdida de
          tiempo y espacio enorme. En el corte se abren callejones de salida
          hacia los vertederos, que se abandonan cuando la rampa que van formando llega a
          ser demasiado rápida para las caballerías. La explotación continúa
          entonces con una salida general preparada con tiempo por
          bajo. Al finalizar el disfrute de cada capa se barren y recogen las
          tierras, amontonando en pilas cerca de la fábrica los minerales de las
          distintas vetas. La tierra queda entre las pilas para formar rampas
          que conduzcan a las caballerías a lo alto de la pila para
          descargar. Cinco o seis jornaleros se ocupan de regularizar las pilas de
            mineral al exterior. El total de tierras removidas en 40 días de
            trabajo asciende a 81.100 varas cúbicas, de las que 60.000
            corresponden a la montera de estéril, 17.040 a las diferentes capas
            de estéril y 4.060 a mineral útil. Esta cantidad se consigue en 40 días de trabajo, advirtiendo que el
            mes en Las Minas es de 24 días debido "tanto a las fiestas como por
            la falta de edificios para albergar a los operarios a los que se
            necesita dar 3 días cada quince o veinte, para que marchen a mudarse
            a sus casas". 
    
    
      Esta ingente cantidad de trabajo y de obreros que comportaba el
            laboreo generaba un gasto diario de 1.956 reales. Sobre una base de
            140 días de trabajo, y añadiendo los gastos ocasionados por la
            reposición y compra de herramientas, espuertas, cargas de romero, carros, etc., resultan
          291.840 reales, lo que supone un costo de 0,8350 reales la arroba de
          mineral.
    
  
    Una vez preparado en las pilas y antes de ser fundido, el mineral
          debía ser sometido a la llamada "preparación mecánica", fase siguiente
          del ciclo minero. Esta tarea consistía básicamente en triturar y
          expurgar el mineral para evitar cargar los hornos con ganga, pero
          también en preparar una selección de minerales de cada capa con la que
          se creía que se obtenía un azufre de más calidad. Los encargados de
          fijar la cantidad que debía mezclarse en cada capa en Las Minas eran
          los maestros de labores que realizaban esta tarea a mano, a pesar de
          la existencia de un molino para el triturado del mineral. La
          explicación era que cada trozo de mineral debía poseer un tamaño
          diferente según su estructura y capa de procedencia, con lo que se requería un atento estrío que descartaba el empleo de bocarte o
        pilones. Así, antes del triturado el capataz mayor había arreglado las
        mezclas marcando la cantidad de carritos de mineral que debían extraerse
        de cada pila.
  
  
    El triturado se llevaba a cabo bajo cuatro porches cercanos a las pilas
        de mineral en dos tiempos. Primero se fragmentan los témpanos más
        grandes mediante almádenas redondas hasta dejarlos del tamaño de un
        huevo. Luego se colocaban en unos bancos donde se trituraban con
        almádenas cuadradas hasta dejarlas del tamaño de una nuez. Una vez
        separada la ganga del mineral, un arriero retiraba la ganga mientras el
        mineral quedaba en los trojes situados bajo los porches. Allí era
        recogido con unas espuertas por los ayudantes de fundición para llevarlo
        a los hornos.
  
  
  
  
    El beneficio o fundición del mineral supone la última y más delicada
          parte del trabajo del minero. La fundición se practicaba en hornos de
          galera, diez que funden con atocha y seis de menor tamaño que
          funden con leña. Es lo mismo descrito por Madoz, y el número de hornos se
        corresponde con el del Memorial del siglo XVIII. En 1862 la única
        innovación es un horno con caldera de hierro colado que marcha
        igualmente con leña y "se hizo como ensayo". Los hornos alimentados con atocha son
        elípticos y en cada uno de ellos caben 30 crisoles. El cuerpo de los
        hornos era de adobe, pero en la bóveda, entrada del hogar y cenicero
        se empleaba ladrillo. Además, para resguardar la entrada del hogar y
        cenicero se imbuía en la obra un armazón de hierro. La bóveda está
        formada por arcos de ladrillo en dos mitades separados por un hueco de 5
        cm "con el objeto de que la llama obre directamente sobre los crisoles".
        Mediante dos pequeñas chimeneas se regula el fuego, el cual incide
        especialmente en la parte media y por eso los huecos entre los arcos de
        la bóveda son
  
  
    menores. Los hornos de galera que funden con leña funcionaban igual, aunque eran
        de menor capacidad, entre 15 y 16 crisoles, de lo que se deduce que
        estos hornos eran los "medios hornos" a los que hacía referencia Pacual
        Madoz. Estaban rodeados por un muro de mampostería en el que se abrían
        varias puertas y ventanas que sólo se abrían para cargar y descargar.
  
  
  
    Formaban un grupo compacto que se comunicaba a través de una chimenea
        con una cámara a la que van a parar los humos perdidos de la destilación
        y se recogía el azufre en flor, de lo que deducimos que servían también
        para el refino (segunda fundición). Según De Botella "Aunque construidos
        con objeto de aprovechar enteramente los productos, no convienen estos
        hornos, por lo muy penosas que son en ellos todas las manipulaciones, lo
        que imposibilita que se practiquen más de una fundición al día; por cuya
        razón cada par de esta clase está al cuidado de un solo fundidor sin
        ningún ayudante."
  
  
    El azufre, triturado y mezclado para ser fundido, no se metía
          directamente en los hornos sino en sencillos crisoles cerámicos. El
          empleo de crisoles y de hornos de leña muestra claramente lo poco o
          nada que había cambiado el beneficio desde el siglo XVI . 
  
  
    Cada crisol se componía de una olla o retorta que se cerraba con su
        correspondiente tapadera, pero quedan comunicadas con otro contenedor
        cerámico, los "recipientes" por medio de un conducto denominado "cuello
        de la retorta" y de unas "alargaderas" o "cañones". Los crisoles son el
        elemento de la fundición que más se gasta, por lo que debían fabricarse
        allí mismo con arcilla del puerto de Calasparra y arena de Chinchilla";
        aunque desconocemos la ubicación exacta del alfar, la casa blanca de la
        que hablaba el memorial del XVIII, es posible que estuviera en el mismo
        lugar desde finales del XVI, del mismo modo que los hornos de la
        fábrica. El proceso de beneficio se inicia mediante el caldeamiento
        previo de los hornos durante los tres días previos al inicio de la
        campaña, con objeto de que adquieran la temperatura. A pesar de esto,
        los hornos no se mantenían constantes debido al descanso de los
        fundidores o a la temperatura ambiente, por lo que la duración de las
        sesiones de fundición variaba de las 9 a 6 horas. Templado el horno, se
        cargaban los 30 crisoles llenos hasta poco más de la mitad, lo que
        suponía un total de 45 arrobas (517,59 kg) por término medio. Cada
        retorta se colocaba apoyada en la banda del horno, asegurada mediante
        unos ripios que servían además para separarlas entre sí. Las tapaderas y
        las juntas eran recubiertas con una capa de barro para impedir el paso a
        los gases, pero no su salida por el cuello de la retorta. Esta operación
        era conocida localmente como "repretar" el horno. En cuanto se
        alcanzaban 100° grados se desprendía agua; a los 150° el azufre
        comenzaba su primera destilación, bastante impura, denominada
        zurrapa, a la que se deja caer en las bandas de los hornos, de
        donde se recogía posteriormente para volver a ser fundida. Cuando el
        azufre comenzaba a salir de un color muy claro, se colocaban los
        recipientes unidos a los cuellos de las retortas mediante las
        alargaderas y se volvían a sellar herméticamente todas las juntas con
        barro. El final de la destilación se señalaba por una condensación de
        vapor que bañaba el exterior de los recipientes.
  
  
    Durante el proceso de destilación podían surgir diferentes problemas,
          por lo cual el fundidor y su ayudante debían vigilar
          constantemente. Uno de los más comunes era que el calor abriese grietas e inflamara el
        azufre; para apagar las eventuales inflamaciones se utilizaba un hisopo
        de esparto picado mojado atado a un palo. Otro de los contratiempos más
        frecuentes era las obstrucciones en los conductos, cuello de la retorta
        y alargadera, que se subsanaban mediante las almaradas, varillas de
        hierro con mango de madera que se mantenían candentes con el fin de
        abrir paso a los vapores.
  
  
  
    Una vez destilado el azufre se decantaba el contenido de los
          recipientes en un pilón de piedra, desde el que se vertía a unos
          librillos de barro barnizado donde al enfriarse formaban unos "panes”
          de azufre de 30 libras cada uno. Los crisoles eran descargados de
          ganga mediante unas cucharas de hierro para poder proceder a la
          siguiente destilación, que se ejecutaba de la misma forma que la
          anterior. Por lo general en 24 horas se llevaban a cabo 2 destilaciones de las que se obtenían 18 arrobas de
          azufre y 18 de zurrapa (unos 207 kg de cada); esta última se reservaba
          en depósito pues su grado de impureza obligaba a fundirla de
          nuevo. Como ensayo se construyó un horno de caldera de hierro colado que De
        Botella atribuye a la imaginación del coronel Víctor Marina, "ilustrado
        director del establecimiento".
  
  
    La caldera se encuentra empotrada en un horno y en su centro tiene un
        tubo dotado de una válvula para dejar escapar los gases que se producen
        durante el proceso de fundición. La carga y descarga se efectúa por una
        abertura dispuesta en uno de los laterales. Seis conductos análogos a
        los cuellos de las retortas ponen la caldera en comunicación con los
        recipientes por medio de alargaderas.
  
  
    El caso es que De Botella reconoce que este horno se utiliza
        escasamente, quizá a causa de su lentitud pues tarda unas 13 horas en
        fundir el mineral y 6 con la zurrapa y los posos.
  
  
    Estos métodos de beneficio resultaban insuficientes en la obtención
          del elevadísimo grado de pureza que requería la pólvora, con lo que se
          debía proceder a una segunda fusión del bonito azufre color limón que
          se obtenía en principio.
  
  
  
    Llegado el momento de los cálculos de producción y de los costos, De
        Botella concluye que sólo pueden considerarse en marcha once hornos y
        medio: los diez de atocha más los seis de leña, a los que equipara al
        trabajo de horno y medio porque su capacidad, que de por sí es la mitad
        exacta de los de atocha, sólo se utiliza a medias.
  
  
    En estas condiciones se realizan 23 fundiciones diarias, que destilan
          45 arrobas cada una, o sea 1.035 en total; de ellas se obtienen 189
          arrobas de azufre de primera fundición y 10 arrobas de zurrapa, que
          supondría el 19,37% (un 21,04% si incluimos la zurrapa) del total de mineral
        fundido. Es decir, después de todos aquellos esfuerzos se lograba
        escasamente la cuarta parte del mineral, que es exactamente lo mismo que
        prometía Francisco Monreal en el siglo XVI, y lo que se obtenía en el
        XVII . Era un rendimiento muy débil, y de escasa justificación, pues en
        Sicilia con un mineral de menor contenido en azufre (el 50% frente al
        65% de Las Minas) rendía el mismo porcentaje.
  
  
  
  
      Es que sin la debida lectura del libro de Zubiri, es que no se entiende
        muy bien el actual paisaje que impera en estos contornos. Y aunque la
        digitalización que en su día se hiciera del libro, es manifiestamente
        mejorable, también viene profusamente ilustrado, por lo que a
        cualquier verdadero interesado en la historia subterránea y de
        superficie de este lugar, se lo recomiendo. 
    
  
    ¡Vaya contraste de paisaje, la virgen...! Y todo dependiendo hacia adonde
      dirijas la mirada, plantado, sin desplazarte, mientras giras sobre ti
      mismo 360º.
  
  
  
  
  
      Da la impresión, tras la lectura de Las Minas de Hellín, que nunca contó
      esta explotación con una dirección verdaderamente sagaz que supiera
      sacarle punta al gran potencial que atesoraba la zona. Y es una pena
      porque la historia de este lugar hubiese sido, a buen seguro, muy
      distinta. También pudo tratarse de una mera cuestión de orografía
      indomable. Que nada ni nadie logró nunca domeñar.
      Poco tiempo antes de su privatización en 1870 se denunciaba el estado
          de decadencia en el que se encontraban Las Minas. Por eso resulta de
          lo más lógico que tras siglos de aprovechamiento ergo incompetencia
          estatal, el británico Charles Ross Feli, se arruinara tratando de
          acondicionarla. La cuestión es que, a pesar de los fracasos iniciales,
          la privatización sólo podía acabar comportando la industrialización.
          El primer cambio sustancial se operará en el laboreo, iniciándose un
          sistema de pozos verticales y galerías que ofrecía un rendimiento
          mucho más alto y efectivo. A partir de los llamados pozos maestros (de
          2,5 por 3 metros y profundidades de hasta 80 metros) se establecen una
          serie de galerías generales de transporte según la dirección de las
          capas. De estas últimas salían las galerías trasversales donde se
          efectuaba el arranque mediante un frente que seguía el buzamiento de
          las capas. En los frentes los mineros excavaban las capas más blandas
          mediante picos y barrones, derribando las partes duras con
          explosivo. 
    
  
  
      El tamaño de los frentes podía ser enorme, como en uno cercano al
          pozo maestro San José, unos 975 metros que ocupaba a 200 picadores.
          Con el estéril se formaba el relleno que servía para la
          entibación.
    
    
      Por otra parte, el sistema de pozos y galerías no carecía de
          inconvenientes. El problema principal al que se enfrentaría fueron las
          continuas inundaciones que se producían en las galerías, que obligaron
          a la excavación de numerosos desagües y a la instalación de bombas. El
          agua procedía de filtraciones del río Segura y de la lluvia, y en
          ocasiones, de los desbordamientos de ambos ríos, como la que se sufrió
          en 1908.
    
    
      La lucha contra esta cuestión se convirtió en épica, llevándose mucho
          esfuerzo y dinero. Las obras de más envergadura se tornaban remedios
          efímeros frente a los elementos: la habilitación de numerosos
          desagües, como ocurrió con el pozo San Javier, el que había sido eje
          de la explotación; o la centralización hacia un pozo único (el pozo
          Esperanza), un desagüe natural al que fluyeran las aguas a través de
          galerías cruceras. Las crecientes dificultades derivadas de las
          inundaciones de los pozos se traducían en retrasos notables en la
          producción y en la necesidad de adquirir maquinaria de desagüe de
          reserva para poder mantener el ritmo deseado. 
    
  
      El otro gran inconveniente que causaba este tipo de explotación era
          la necesidad de ventilación. En ocasiones era necesario excavar cerca
          de los pozos un contrapozo, cuya misión era proveer de aire a las
          galerías interiores y servir de refugio en caso de desprendimientos de
          hidrógeno sulfuroso. Este último caso requería además de la ayuda de
          unos enormes ventiladores eléctricos. Así ocurrió en el pozo
          Esperanza, cuando había alcanzado los 51,80 metros, y ya se veían los
          primeros testigos de azufre y yemas, el agua hizo su aparición y
          aumentó el hidrógeno sulfurado. La excavación de un contrapozo
          paralelo permitió instalar una bomba y desaguar por cubas el pozo,
          para que una vez que los dos estuvieran comunicados al mismo nivel
          pudieran tener doble desagüe en caso de avenidas o desprendimientos de
          gases. 
    
    
      Una de las grandes contribuciones industriales al laboreo en Las
          Minas fue la progresiva instalación de una infraestructura de
          transporte por toda la explotación que facilitase los movimientos del
          mineral y de los mineros. Para el transporte del mineral, raíles y
          vagonetas en las galerías así como entre los pozos y los hornos; para
          subir y bajar en los pozos, jaulas y montacargas, tanto para mineros
          como para el mineral. Hay que advertir que inicialmente se debió
          continuar recurriendo a la tracción animal para mover los vagones y
          cabrestantes cargados de mineral ante la ausencia de energía de otro
          tipo. Ya en la década de los diez del siglo XX, la puesta en marcha
          del salto de agua del río Mundo proporcionaría la electricidad
          suficiente como para permitir la instalación progresiva de jaulas y
          montacargas movidos por energía eléctrica en los pozos más importantes
          (San Javier, Alfonsito, San Enrique, San Rafael), cuya profundidad era
          cada vez mayor.
    
  
    Ahora bien, la gran vedette fue, sin duda, el tren minero. Concebido
        para transportar el azufre de Las Minas a la Estación de Las Minas,
        donde hacía parada el tren de la línea Madrid-Alicante-Zaragoza para
        dar salida a la producción y enlazando los centros de trabajo de la
        explotación. Disponía de dos locomotoras a vapor de 8 y 12 caballos, un coche de
        viajeros y una jardinera para el personal. La vía era de 60 centímetros
        de ancho y 3,5 km de longitud y en su camino recorría un viaducto 65 metros,
        atravesaba un túnel y un puente de hierro sobre el río Mundo. Ya en la
        década de los años 20 había sufrido una modificación en su recorrido que condujo a eliminar el viaducto. La cuestión clave en
        la conversión de Las Minas en una explotación industrial radicaba en la
        disponibilidad de una poderosa energía que permitiese mover la
        maquinaria. Es obvio que enseguida se comprendió esta necesidad, pero el enclavamiento de Las Minas impidió disponer de esta
        tan pronto como se hubiera deseado. En principio se recurrió a calderas
        de vapor que generaba la energía eléctrica necesaria. Con el fin de
        optimizar su rendimiento, el ingeniero Bordiu optó en 1903 por
        centralizar toda la fuerza de vapor en un solo punto; un año más tarde
        se adquirían dos dinamos para reforzar el suministro y alimentar las
        bombas de desagüe, la bomba centrífuga, bomba de agua potable del
        servicio general y la jaula del pozo San Javier. Las crecientes
        necesidades de energía hicieron que en 1909 se construyera un edificio
        cerca del pozo San Javier que albergaría la centralizada producción
        eléctrica de calderas de vapor reforzada.
  
  
  
    Como para entonces estaba casi a punto el salto de agua, esta central
        pasaría a distribuidora, transformadora y generador de reserva. La puesta en funcionamiento del salto-motor de agua del río Mundo se
        haría esperar al 1912, debido a dilaciones de diversa índole. Este salto
        es un complejo compuesto de una presa de 79 por 14 metros construida en
        el estrechamiento de los Almadenes; de ahí sale el agua a un canal de
        976, 50 metros de longitud y atraviesa primero un túnel de 210,30 metros
        y, luego, un tramo regulador con sus dos vertederos: Uno en la
        superficie de 17,30 metros de longitud y otro de fondo de 5,50 m2  de superficie. Continúa el canal al descubierto durante un tramo
        de 656 metros de longitud y otro de túnel de 85,60 metros.
  
  
    Para dar paso a este canal se construyó un pontón en sillería de 4
          metros de luz con arreglo al modelo T de la colección oficial y una
          atarjea de 1 de luz. Finalmente el agua llegaba a la casa de turbinas, una construcción de
        105 m2 en mampostería con pilastras y zócalo de sillería, donde entraba
        tras una caída de 9 metros y movía dos turbinas de eje horizontal de
        la marca alemana Briegleb Hansen y Compañía, acopladas a sendos
        alternadores trifásicos AEG de los que salía una corriente alterna de
        6000 voltios hacia la central distribuidora antes mencionada, donde la
        corriente se transformaba en continua y se rebajaba a 250 voltios.
  
  
  
  
  
  
  
  
    El proceso de beneficio cambia sustancialmente respecto al siglo XIX.
        El mineral era transportado en las vagonetas al pie de los grupos de
        hornos, ahora contiguos a los pozos, para ser sometido a primera
        fusión. Allí se efectuaba un simple estrío y apilado en paralelepípedos
        rectangulares de 1 metro de altura, cuya finalidad era calcular lo que
        se debía pagar a los mineros. Los hornos, llamados Claret, tenían
        capacidad de fusión para unas 50 toneladas de mineral o "azufre nativo"
        procedente directamente de los pozos.
  
  
    Una vez allí, otros operarios dedicados a la carga y descarga laboraban
        a destajo para llenar los hornos y ejecutar la ya citada primera fusión.
        Habían desaparecido definitivamente los crisoles y la preparación
        mecánica había sido reducida a la mínima expresión. 
  
  
  
  
    También me he leído,
      "Las Minas de Hellín, huellas del pasado en un espacio olvidado". Se trata de un proyecto de fin de carrera de una tal Cristina Romera
      Tébar, del año 2014, tan didáctica e interesante como la obra de Daniel
      Carmona Zubiri, aunque no tan densa ni pormenorizada como la de este, que
      viene a complementarlo, con algunas aportaciones novedosas, posibles
      soluciones al galopante declive, abandono y desamparo que en la actualidad sufre el lugar y
      conclusiones. Creo que el trabajo le valió una beca en México. Gracias a
      su tesis, pude conocer que una de las singularidades de esta explotación
      fue precisamente su particular geología, de la que se podía extraer tanto
      azufre amarillo como rojo, porque en realidad, su origen no es volcánico
      sino sedimentario. También pude conocer gracias a su eminente trabajo no
      solo el problema que tuvieron los vecinos de los bloques de pisos, cuyo
      medianero estuvo en la picota para ser derribado, aunque finalmente se
      salvó por los pelos, sino también, otro problema que denuncia en su obra, que fui a visitar en moto y me impresionó. Se trata de la urbanización Las Higuericas, de la época del ladrillazo
      y posterior estallido de la burbuja inmobiliaria, que quedó a medio hacer,
      como tantas otras por aquel tiempo y que sigue igual de fantasmal y
      asolada, desde hace 17 años, cuando en 2007 se interrumpió y suspendió
      su construcción por denuncias ante el juzgado por parte de los ecologistas y poco más tarde por la falta de fondos al sobrevenir la crisis. Es que es enorme y ofrece la impresión de un pueblo dejado a medias por
      causa de una mortal plandemia (esa vendría después) o una
      catástrofe atómica o bursátil, como fue lo que ocurrió. Grabé en vídeo mi paseo en
      moto por la inacabada urbanización, ideada y destinada al parecer para
      súbditos británicos, y ya digo, me resultó muy impactante. Abundaremos
      sobre la cuestión en próximos capítulos. A Cristina la podemos ver y perorar de forma brillante, en una conferencia pronunciada desde el otro lado del charco, tratando el asunto que nos ocupa del que se ha hecho experta. Precisamente de Cristina Romera es la confección del
      siguiente esquema cronológico:
  
  











































































 
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