30 junio 2016

CON MI MOCHILA NUEVA HACIA LAS BANDERILLAS III (SIERRA DE SEGURA)

Una vez abastecidos todos los recipientes de agua y rehecho el hato, nos lo acomodamos a las costillas y reanudamos la marcha. Me parece que después de comer y con la digestión iniciada, los apechusques que portamos pesan algo más.
Corre una ligera brisa, ¡menos mal...!
Tiná de las Hoyas
La tinada se encuentra en estado ruinoso, como casi todas las edificaciones que pululan por aquí, salvo el paisaje en el que están enclavadas que destaca siempre, bello y florido. En esta tiná, confluyen la ida y vuelta del tramo que ahora nos proponemos cubrir, buscando el espectacular nacimiento del río Aguasmulas
¡Pero que va, ni por allí te asomes...! No habíamos andado ni trescientos metros cuesta abajo, cuando el bochorno reinante ya casi se hacía irrespirable. Y más me preocupaba el aspecto de la Viky, con su lengua fuera cuan larga era, que el sofoco que yo mismo sentía. Meternos en la hoyada, a aquella hora de la tarde y con lo que estaba cayendo, no era ni inteligente ni prudente. De pronto se me vinieron las fuerzas abajo. El ánimo se quebró, la mente se nubló, me pareció ver, asomado tras el muro de la tiná cercana, el histriónico rostro del tío del mazo, descuajaringándose de la risa, el muy cabrón, y por paradójico que pueda parecer, comencé a ver claro que había cometido una osada insensatez.
Recogí velas y buscando una sombra que apenas refrescaba, me puse a reflexionar qué decisión tomaba. Daría marcha atrás, recularía, y contra mi ya enteca voluntad, regresaría a Fuente Segura, y dejaría la conquista de las Banderillas para mejor ocasión y oportunidad. Derrotado, exhausto, molido, hecho bicarbonato, sediento, bajo el sol inmisericorde de las tres y cuarto de la tarde, emprendí el camino de vuelta, buscando la hoya del Ortigal, que supondría un infierno remontar y atravesar, hasta alcanzar la planicie despejada del Pinar del Risco. Una vez en la pista, velocidad de crucero, tal como hizo Moss y su acompañante, auriculares, musica estimulante, mirada cabizbaja, y todo palante.
 En las imágenes superiores, la circunferencia que renunciamos completar
Llega un momento que el track de vuelta, discurre por el lecho de un barranco a descubierto, soslayando la senda que acortando una curva, se orienta derechica hacia un pinar bastante frondoso al que Viky se dirige sin mirar atrás. Ignorando por un instante, la evolución del trazo marrón que marca el aparato, decido seguirla. Ahora comprendo que es mejor por el barranco, de caminar más despejado. Por aquí, por donde vamos nosotros, bajo la sombra, sí, pero todo subida y muy deslizante. Nos hemos equivocado Viky. Nos la estamos jugando. Vamos a descansar. Trago de agua. Vistazo al gps, saco la tablet y abro el mapa. ¡Cáspita!, osea, cojones, si alcanzo la cumbre que tengo encima, no me llevará mucho conectar con la pista que sube al Banderillas...!, la estoy viendo, tal vez no esté todo perdido. A ver, estamos sobre los 1450 y hay que subir casi a los 2000, no me parece tanto, un As de Copas y medio, más o menos, ¿quien dijo miedo...?, nuevo trago de agua, le doy a la Viky, me recargo de decisión, fuerzas renovadas, fe inquebrantable en el nuevo objetivo a conseguir, zurrón a la espalda y ¡hala!, buscando la vía más asequible que nos lleve arriba. ¡Eureka!, osea, hostias pedrín, esto parece una senda...va a resultar más sencillo de lo que pensaba...un espejismo, una quimera, producto de la cándida inocencia montañera que contempla al que escribe estas líneas.¡Paversematao!
Nos pilló todo el sestero. La subida se tornó, ardua y difícil, porque la senda a veces desaparecía y cuando resurgía, pretendía seguir toda la cresta hacia las Banderillas y no estábamos nosotros ya para esos trotes. La sed era insaciable y el peso lastrado casi insoportable. Pero la mochila se portó de maravilla. Aguantó bien las sacudidas, la incuria que induce la fatiga y en ningún momento noté la espalda bañada de sudor. Andábamos sobrados de tiempo y de luz, pero no así de líquidos. A medida que el peso de la mochila aligeraba, empeoraba mi preocupación por la merma alarmante de nuestra reserva de agua. Ya solo nos queda un litro, ¡para los dos!, y nos resta todavía un mundo para llegar arriba, ¡menudo dilema, oh dios!
Por fin alcanzamos la pista. Ya todo será más sencillo. Me he propuesto dormir en las Banderillas, fotografiando el atardecer y mañana el amanecer y ya no ha de acaecer nada que me haga cejar en el empeño. Salvo patatús repentino o quedarme sin agua, y llevo alarmante camino de que tal contingencia se confirme.
Joder con la pista de los güevos...venga subir y subir y por más que miro el gps, parece que no avanzamos nada. Parece interminable y mi compañera de fatigas, sigue sin quejarse. ¡Oh, bendita sea esta criatura que tanto me da a cambio de nada! ¡Cuanto la voy a echar de menos si algún día me faltara! Medio litro de agua hecha caldo nos queda en la botella y tan exangüe me encuentro que no puedo articular palabra. Me escucho a mí mismo hablar con Viky y ese agudo hilillo de voz que sale de mi laringe, se parece tal que al gruñido de una quejumbrosa cacatúa. Está claro, que antes de llegar arriba, nos hemos quedado sin agua. La subida se complica.
Pero tengo un as en la manga. Se que arriba, en la Peña Palomera, existe un puesto de vigilancia contra incendios, que en esta época es casi seguro que ha de estar activado. Cuando llegue arriba, tengo la esperanza de que un subalterno del INFOCA, provea de agua a estos dos harapientos sedientos. Pero, ¿y si el puesto de vigilancia, por aquello de la ley de Murphy, lo han trasladado a otro lugar y este se halla desierto...?, siento un estremecimiento y me niego a pensar en esa catastrófica posibilidad.
El Castellón de los Toros
Las Guitarras. Me viene a la mente una ruta que hizo por aquí el de montañas del Sur. El polifacético montañero, accede a esta parte de la sierra en bicicleta, supongo que por el camino del Pinar del Risco. La oculta lo mejor que puede entre los matorrales y en modo a pie, siguiendo un minucioso y casi milimétrico track que le facilita un amigo, recorre gran parte de la ladera a través de un estrecho y peligroso pasadizo que bien se puede columbrar a través de la imágen. Tuvo que ser espectacular, sin duda.
Yelmo de Segura
Al contemplar de nuevo a Las Guitarras, mientras vamos caminando, arrastrando las botas, ya sin una gota de agua ni energía, pienso en el hombre del Campo de San Juan. Le llamaremos Emilio, que es nombre ficticio, por aquello de preservar su identidad ergo intimidad.
El hombre se levanta temprano, como todos los días, para acudir puntual a la cita con su trabajo, como distribuidor de embutidos.
En aquella jornada, como tantas otras veces, tocaba desplazarse hacia Santiago la Espada. Aparte los diversos fiambres y derivados del cerdo, que con tanto arte y oficio se elaboran en la pedanía moratallera, transporta en el vehículo isotermo, un barril herméticamente cerrado que contiene sangre animal. Con el traqueteo, zarandeo de las curvas, el recipiente vuelca y habiéndose el conductor cerciorado de tal contingencia, a la primera oportunidad que se le presenta, detiene el vehículo en la orilla de la calzada, y procede a acondicionar de forma adecuada la carga, con el propósito de impedir, que la eventualidad ya descrita, se repitiera. Se introduce en la caja, y mientras manipula el envase, estudiando el modo de fijarlo para que no se mueva dentro del furgón, una silenciosa ráfaga de viento, empuja la puerta, se oye un suave y seco chasquido metálico, súbita oscuridad y nuestro hombre, queda atrapado en su interior. Se echa mano al bolsillo, y de pronto siente un estremecimiento atroz. De inmediato, el pánico se apodera de él. Son las ocho y media de la mañana. El vehículo permanece arrancado sobre la orilla de una carretera apenas transitada, y el télefono móvil, en la cabina del conductor, lejos del alcance de su dueño. Para más inri y colmo de nefastas casualidades, hacía un tiempo, se había roto la cerradura de los portones traseros, habiéndose reparado, solo para que abriera desde el exterior. El trance cobra tintes siniestros y la ley de Murphy comienza a brillar en todo su esplendor. Las horas pasan lentamente mientras el aire se agota. La atmósfera del habitáculo se va enrareciendo y Emilio angustiado, preso de la desesperación, clama ayuda gritando con todas sus fuerzas, pero el rumor de un motor, del mismo modo que se acerca, se aleja y llora de impotencia, incapaz de comprender que una situación tan surrealista le esté sucediendo precisamente a él; golpea con los brazos, con las piernas, con toda su alma, con todo su ser, las paredes blancas y aislantes del compartimento isotérmico, que resisten indolentes y fríos, los inocuos embates de un hombre que se halla al borde del suplicio, mientras a intervalos irregulares, vuelve a percibir el rumor difuso, la implacable tortura psicológica, del sonido de motores esporádicos, que a su lado, pasan indiferentes, ignorantes de su suerte, de su maldita desgracia. Con el transcurso del tiempo, en tantas horas ya de sufrimiento, de condena a muerte, ha tenido tiempo, de pensar en ella. Es más, está seguro que no tiene escapatoria. Ya no, ya no le quedan fuerzas ni esperanzas. Una muerte absurda, estúpida, cruel, de cariz tragicómico, que lo hace sentir, todavía más impotente y ridículo. A veces, el motor del furgón se calienta y se activa el ventilador. Comienza a pensar que si este fallara, podría acabar prendiéndose fuego y sucumbir mucho peor de lo imaginado. ¡Qué espanto, tener que fenecer abrasado...! Pero no, mientras subsiste la vida hay esperanza. Ha de luchar hasta el final. Después de la terrible crisis de hace dos horas, de su ataque de pánico y claustrofobia, en que le faltaba el aire y creía que el desenlace fatal había llegado, de pronto, ha reparado en un finísimo hilo de luz, que penetra en su obscuro ataúd, a la altura de una bisagra. Ha golpeado hasta lastimarse y una minúscula abertura ha cedido. Hendidura a todas luces insuficiente para renovar con la suficiente rapidez que precisa, el aire viciado que lo está envenenando, y entonces ha tenido una genialidad a lo MacGyver, de esas que solo acuden en nuestra ayuda, cuando la dificultad, en este caso el tormento, es capaz de agudizar el ingenio. Ha recordado que llevaba un bolígrafo en el pantalón, al que ha sacado el recambio, dejándolo hueco, y utilizándolo a modo de conducto, ha succionado con ansia el oxígeno purificador, el aire salvador, centímetros cúbicos de vida que hasta hace un momento se le escapaban por el callejón sin salida de su desesperación. En la oscuridad, sobre una de las cajas del embutido, cuando se creía perdido, ha escrito a tientas, entre lágrimas inconsolables, unas letras dirigidas a su familia, explicándoles la cadena de malas casualidades en que se han sucedido los hechos, expresándoles su amor y lo mucho que los va a echar de menos. Han trascurrido doce horas ya, y espera, tranquilo y resignado, el desenlace final de su trágico, de su horrible y desdichado destino.
Son las ocho y media de la tarde; el conductor de una ambulancia que al final de una jornada más larga de la cuenta, se dirige hacia su casa en Santiago de la Espada, rebasa el vehículo isotermo, y lo encuentra exactamente igual que cuando a las nueve de la mañana, lo vio por vez primera cuando se dirigía a Cartagena. ¡Qué extraño, no me da esto buen pálpito, aquí pasa algo raro...! Comienza a tener un mal presentimiento, su conciencia no le deja seguir y en cuanto puede, decide dárse la vuelta y averiguar qué demonios puede estar pasando porque algo no le encaja en ese vehículo tanto tiempo parado. Se detiene detrás, acciona el sistema de avería, se apea de la ambulancia que conduce, atento, vigilante, pendiente de cualquier síntoma, señal, indicio que pueda observar, y de pronto escucha unos fuertes golpes que proceden del interior de la caja del furgón. ¡Auxilio, socorro, ayudaaaaa...! Emilio, raudo, acciona la manivela, abre la puerta y se encuentra a un hombre arrodillado, desgarradoramente convulso, abandonado en llanto, que profiere palabras ininteligibles, y luego, saltando fuera del vehículo, lo abraza desconsolado, exclamando una y otra vez: ¡gracias, gracias, gracias, amigo, una y otra vez, gracias, gracias, me has devuelto a la vida!
La historia de Emilio acaba bien, aunque vivir una experiencia así, te tiene que marcar de por vida, pero, ¿y la nuestra..., como acabará nuestra aventura...?
Tengo entendido que los vigilantes no pueden subir en vehículo hasta la misma cima de las Banderillas, así que, espero de un momento a otro, encontrarme la señal redentora que me indique ¡que estamos salvados! El mapa del gps me señala, que tengo justamente encima, el triangulito rojo del vértice geodésico, y al doblar una curva a derecha, me encuentro con esta tranquilizadora escena que casi me hace llorar de alegría.
A un lado de la empinada y abrupta pista, bajo unos pinos, se encuentran descansando sobre unas piedras, dos garrafas de agua, y un poco más adelante, signos inequívocos de civilización...
Solo dios sabe el tiempo que esas garrafas llevan allí. Ambas se encuentran a la mitad de su capacidad, percatándome que el agua de una de ellas se presenta imbebible, por encontrarse turbia, con mucha broza y organismos vivos flotando en su interior. La otra nos merece más confianza, de modo que, bebemos hasta no dejar ni una gota. Detrás de donde se encuentra el coche estacionado, parte una empinada senda hacia Peña Palomera que es donde se encuentran el refugio y garita de los vigilantes.
Algo recobrados por el vivificador elemento, cubrimos la última distancia hacia peña Palomera. Unos doscientos metros antes, nos sale al paso, desde un cortado, veinte metros por encima de nosotros, un hombre, que con bastón en ristre, nos saluda y da las buenas tardes. En apenas un tenue hilillo de voz, le devuelvo el saludo y le pregunto si tiene agua para dar de beber a dos sedientos que están medio muertos. Me dice que una poca le queda. Pero que igual su inminente relevo nos puede suministrar alguna más. Veo los cielos abiertos y de pronto comprendo que a lo mejor, ¡existe Dios!
Una vieja conocida, Las Empanadas, en la sierra de Castril
El vértice geodésico de las Banderillas, todavía se encuentra a unos metros de nosotros. El relevo de las ocho de la tarde (hacen turnos de doce horas) se llama Antonio. Es un hombre afable, campechano, muy buena gente que me cede la mitad del litro y medio de agua que lleva. Es natural de Cotorríos, aunque ahora vive en otro pueblo cercano de cuyo nombre que cita, ahora no recuerdo. Sus padres fueron también damnificados por las expropiaciones llevadas a cabo por la dictadura, y habla con pesar de las tropelías, de los abusos de que fueron objeto las humildes gentes que habitaron estas tierras. Echaron a miles de personas, familias enteras, procedentes de la miríada de pequeñas aldeas que pululaban a lo largo y ancho de una comarca serrana, que ni los mismos lugareños han llegado a conocer nunca del todo. La conversación, pese a mi progresivo anquilosamiento físico, se hace cada vez más apasionante. Antonio es humilde pero hablar de su tierra le transforma y arrebata. Ahora comprendo mejor, con su testimonio, el desgarrador éxodo al que, a las buenas gentes de este pacífico lugar, los condenó la dictadura. Hablamos de los viejos valores y principios, de la hospitalidad serrana, la generosidad ancestral que entre familias y vecinos se daba, que se transmitía de padres a hijos, y que hoy, se encuentra en franco retroceso, si no en claras vías de extinción. Cotorríos ya no es ni la sombra de lo fue porque ya no quedan jóvenes que le insuflen futuro y vida. Hablamos de los maquis. De los muchos que perecieron en estas tierras, cuyos huesos deben andar por ahí. De los robos, agresiones, violaciones que perpetraron en los duros años de la posguerra. De la alta mortalidad infantil de aquella época, que por no resultar sencillo al nacer, inscribirles en el registro civil, morían sin haber dejado apenas rastro, señales de su breve existencia, salvo para sus padres, claro. Que por eso las familias tenían muchos hijos. De las muchas madres que no lograban superar el parto. De las duras condiciones de vida de entonces, pero que pese a todo, siempre encontraban suficientes razones para reír y ser felices. En fin, el atardecer se acercaba, y pese a que, con la inmovilidad, me había entumecido mucho, saqué fuerzas de flaqueza para llegarme hasta el tubo del vértice geodésico y con el automático de la cámara, echarme las correspondientes fotos de rigor, que certificaran mi conquista, ahora sí, de la cima de las Banderillas.
La distancia que existe desde el vértice geodésico hasta las casetas de vigilancia
Aquí, posando en el vértice, (1993m), más muerto que vivo
La caseta, limpia, aseada que me sirvió de vivac 
(mejor alojado que en el Siete Coronas)
Atardeciendo en la Peña Palomera (Las Banderillas)
Dos fotos de circunstancias del atardecer, porque ya no me quedaban fuerzas para esperar ver al sol ocultarse por el horizonte
No cené. Me sentía tan cansado que no tenía hambre. Me eché sobre el saco de dormir, y ronqué a pierna suelta hasta las cuatro de la madrugada en que me desperté al notar algo de frío. Me embutí dentro del saco hasta dos horas después en que volví a despertar con la sensación de haber tenido un sueño reparador. Lo primero que hice fue acercarme a la caseta donde se encontraba Antonio para darle los buenos días. Él, como es de rigor, había estado vigilante, toda la noche.
En un depósito exterior, que los forestales tienen para asearse, me quité las legañas y remojé, decidido a esperar paciente, cámara en ristre, los primeros albores del amanecer
He aquí, la secuencia en imágenes de la evolución del astro rey, despertando sobre las Banderillas
El Paso de la Soga (Banderillas)
Y como ya no tenía mucho sentido, pegarme el palizón de vuelta, con el mochilón a cuestas, caminando por una pista, que desde el punto de vista fotográfico, ya no tenía demasiado aliciente, le pedí a Antonio, tras su relevo, si podía acercarme a Segura de la Fuente, si ello no le ocasionaba, demasiado inconveniente.
Recorridos sobre el plano, con el tramo de coche incluido
 Fuente Segura, nacimiento del río Segura
De esa cueva subacuática brota el río más importante de nuestra provincia
             
 
El pico Banderillas no es la cota más alta de todo este inmenso parque. Pero su cima y alargada cresta constituye la más excelsa elevación de todo este espacio protegido. Bajo la nieve o iluminada por el sol de poniente, su muralla occidental nos ofrece una estampa absolutamente colosal, majestuosa. La parte de ella perteneciente a la cuenca del río Borosa, es una compleja vertiente de abruptas canales y atrevidos torreones y pináculos; en cambio, hacia el Aguasmulas presenta una serie de escarpes coronados por cuatro grandes pilares que poseen acantilados absolutos de unos cuatrocientos metros de altura. Este alargado "espinazo" calcáreo, parece, bajo la luz de la tarde y gracias a sus relieves, una bandera ondulada por el viento; debido a esto, recibe el apelativo de Banderillas. Aunque en este primer acercamiento a tan espectacular cordillera, no tuvimos ocasión de admirar su magnífico perfil desde una posición más gráfica y privilegiada, está claro, que en nuestros próximos encuentros con esta montaña, habrá que enmendar lo que ahora dejamos inconcluso. Desde lo más alto, tampoco podemos decir que nos acompañó la suerte de encontrarnos un horizonte nítido, despejado, que estimulara el clic clic de la cámara, sino más bien, todo lo contrario. La calima existente nos fue tan acusada que solo se podían distinguir los montes más cercanos y en todo caso, siempre muy difuminados. Ni tan siquiera los inmensos y singulares campos de Hernán Perea, pudieron lucirse gran cosa. 
En fin, de momento, dejaremos aparcada la sierra de Segura hasta que llegue septiembre, y entre tanto, para paliar el sofoco que produce el tórrido verano, echaremos mano de una rutica que mi Viky y yo hicimos en el mes de marzo y que titularemos "Entre Vetusta y el Cerro del Castellar", o algo parecido según me ilumine la inspiración en el momento en que me ponga a ello. Y eso si es que me ilumina, que con estos calores, andan mis neuronas más áridas que los barrancos de Albudeite.

¡HASTA LA PRÓXIMA AMIGOS!